Imagino a Sonny Steele (Robert Redford) recién nacido en un país desarrollado y de libre mercado que vibra con los triunfadores, los idolatra mientras brillan y los olvida cuando su estrella se apaga. En su pequeña cabeza, luce una mata oscura como la pez que, con el paso de los días y de los meses, caerá para dejar su lugar a un cabello rubio. El niño abre sus ojitos por primera vez. Llora, siente frío y extrañeza, le duele la luz y el respirar, pero es incapaz de crear imágenes en su mente que le expliquen parte de la realidad en la que descubre la fisonomía de su madre, que le susurra sin que él lo comprenda, en un intento de tranquilizarle entre sus brazos, “no pasa nada, mi vida”. Lo acurruca contra su pecho y el bebé reconoce los latidos; y ese ritmo cardio-familiar le calma. Duerme. Todavía carece de información e ignora que, sin apenas darse cuenta (y sin recordar cuándo se inician), las imágenes poblarán su mente para crear su pensamiento. Más tarde, se acostumbrará a ellas; también a la luminosidad e incluso viajará a lugares luminosos donde le aplaudirán por ser un campeón de la talla del igualmente ficticio Junnior Bonner interpretado por Steve McQueen bajo la dirección de Sam Peckinpah… Se acostumbra a la luz y atrás quedan las sombras de los primeros momentos, aunque haya más delante, por ejemplo cuando luzca el traje luminoso que llama la atención del público y, a la vez, potencial consumidor del desayuno ranchero que el vaquero publicita una vez abandonada la competición.
Sonny y Hallie (Jane Fonda), la periodista con quien comparte parte de su aventura, como cualquier otro ser humano, solo pueden ser de recién nacidos como el modelo platónico que se ciega ante la verdad que le da de pleno en el rostro. En ese primer instante, ni unos ni el otro comprenden las formas ni su significado, pero, poco a poco, las verán con mayor nitidez y ya sin el dolor inicial podrán o no acceder a ellas y comprenderlas. Lo quiera o no, el platónico siempre vive en un mundo de promesas (pues la idea del Bien, no deja de ser inalcanzable); mientras que Sonny ha dejado atrás, en la infancia, ese mundo de cuentos de hadas en el que habría creído hasta su desencanto, cuando descubre la realidad que le rodea y también la propia, la que le hace sentir que se ha vendido al mejor postor. Y ahí adquiere mayor sentido salvar a “Estrella ascendente” el purasangre que pretende liberar porque también es salvarse a sí mismo; algo así como recuperar su alma vendida a la gran empresa que, a toda costa, quiere evitar que se conozca el maltrato al que ha sometido al caballo, pues, de saberse, perderían un negocio de 300 millones de dólares. Los primeros minutos de El jinete eléctrico (The Electric Horseman, 1979) confirman la derrota momentánea de Sonny, momentánea porque da el paso hacia quien es ya sin miedo a ser, uno que pocos darían porque les sitúa fuera. Decide que su vida le pertenece, que vive en la libertad de elección y de expresión desde la cual dice “no”. De joven, vive ese sueño americano que cree alcanzar cuando se convierte en pentacampeón de rodeo, pero solo es una ilusión que se cumple en la excepción. Puede que él fuese el caso, pero ya no. Ahora se descubre en un despertar amargo en el que solo existe el continuar aceptando o nadar a contracorriente y quizá ahogarse en el intento como decide el vaquero a quien da vida Kirk Douglas en Los valientes andan solos (Lonely Are the Brave, David Miller, 1961) ejemplar western moderno, catalogación que implica un enfrentamiento directo entre el individuo que se aferra a los valores y la modernidad que a todo pone valor monetario.
Ya en su madurez, Sonny despierta a su entorno y descubre su mundo en proceso de deshumanización, controlado por las grandes empresas y manipulado por los medios, por la publicidad y el engaño. No es causal que sea en Las Vegas donde Sonny dice “basta, esto no es para mí” y se convierte en un rebelde, en un marginal, en alguien perseguido e incluso en la noticia que Hallie, periodista televisiva, ve en él hasta que intiman y le conoce. Antes, Hellie afirma que busca la verdad, aunque, en realidad, como bien le dice el fugitivo, pretende el reportaje, que no es lo mismo, aunque desvele lo oculto. El humano, es un mundo ambiguo, complejo, de tonos grises. Obviamente, ya de adultos, tanto Hellie como Sonny ya no son similares al ser platónico, pues este ha accedido a su mundo ideal, que vayan ustedes a saber cómo será, negado a los seres reales. Por algún motivo, se antoja que uno idílico, en el que resplandezca la verdad, a fuerza ha de ser un espejismo fruto del deseo de alcanzar el la idea de bien supremo que ni la reportera ni el cowboy persiguen en este film de Sidney Pollack, el quinto con el que contaba con el actor y el segundo con la actriz. Pero ¿cuál es el ideal de Sonny, puesto que todavía es un idealista en un entorno donde estos empiezan a ser rareza? En el mundo al que el jinete abre los ojos se busca el mayor beneficio económico posible, sin importar el impacto que este fin pueda tener en los medios para lograrlo o en las pequeñas cosas que el cowboy había conocido y que ahora ve peligrar. Todo se publicita, todo se encuentra en venta y la mayoría, tal vez todos, se vende o vende su imagen, tal como él mismo ha hecho, y en no pocos casos sus valores o los que asegura que le guían...
El engaño, el consumo como necesidad, los contratos, la decepción han acompañado a Sonny durante su madurez, aunque todavía le queda la posibilidad de elegir. El protagonista de El jinete eléctrico, ya lejos de su infancia y de los cuentos de hadas, ha comprendido su presente comercial, el que le llevado de cowboy a payaso luminoso en pistas donde anuncia un desayuno que, debido a su pésima calidad, no consigue comer. Pero lo que Sonny menos traga todavía es su día a día, por ello bebe más de lo aconsejado y se encierra en sí mismo, hasta que decide dar el paso. A partir de ese instante es otro hombre, el cowboy vital que había sido en el pasado, ya no quien ganó los mundiales de rodeo, sino aquel otro que se crío en la naturaleza y amando a los caballos. Su recuperación para el mundo, para poder continuar viviendo en él, pasa por transitar en compañía de un pura sangre que ha secuestrado para devolverle la libertad, y así evitar los abusos a los que lo sometía la empresa que había hecho del equino (y del vaquero) su imagen comercial. Pero el tránsito de Sonny también le depara una historia de amor, la que mantiene con una mujer en apariencia opuesta, puesto que se descubre urbana y decidida a llevar las riendas de su vida, como la mayoría de las heroínas o anti que asoman en la filmografía de Sydney Pollack, una de las cuales ya había sido interpretada por Jane Fonda en Danzad, danzad, malditos (They Shoot Horses, Don’t They?, 1969). La relación entre ambos depara superar las distancias iniciales, acercamiento, conocimiento y aprendizaje, y logra uno de los romances mejor elaborados por Pollack…
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