jueves, 21 de septiembre de 2023

Spy Game (Juego de espías) (2001)


La industria de Hollywood siempre apuesta sobre seguro, aunque a veces pierda en su apuesta y sufra un descalabro, que no fue el caso de Juego de espías (Spy Game, 2001), aunque no dio todo el buen rendimiento económico que se esperaba. Recuerdo haberla visto en el cine, cuando se estrenó por aquí. ¿Por qué acudí a verla? Es evidente, por su pareja protagonista, Robert Redford y Brad Pitt, y por la trama, aunque no por el cómo se desarrolla, pues todavía no tenia una idea clara de ese cómo. Hoy, sí. Más que un film de espionaje, se trata de una película de acción o, si se prefiere, como apunta el título, de un juego de despiste visto desde la perspectiva del espectáculo ruidoso, la mayoría de veces vacío, que puede encontrarse en una película dirigía por Tony Scott. Esto no quiere decir nada en contra del director de Enemigo público (Enemy of the State, 1998) ni de los films de consumo inmediato en los que, sin duda, era un experto. Véase para corroborar lo dicho Top Gun (1985), Días de trueno (Days of Thunder, 1990) o Marea roja (Crimson Tide, 1995). Las ideas que esboza en sus películas se pierden a ritmo del montaje y de la cámara, priorizando el impacto audiovisual que caduca en la siguiente escena para dar paso inmediato a la próxima. No hay tiempo para plantear dudas existenciales, ni el por qué ni el para qué del oficio, o si hay algo más que lo evidente; en eso no se diferencia demasiado al ritmo de la actualidad real, en la que tampoco parece haber cabida para detenerse y contemplar la imagen de la realidad en la que vivimos o para regalarnos un instante de autocrítica y de cordura, si es que alguien sabe qué es esto. Pero por arte de la personalidad de sus protagonistas y de la habilidad de Scott para alargar el videoclip, Spy Game supera algunas de sus carencias y logra su propósito de hacer negocio y de entretener a un público adaptado al ritmo voraz actual, cuando todo es entretenimiento de consumo rápido y a otra cosa después, que hay más temas que esbozar en la superficie. Vamos, que hay que producir más y más, llenar las arcas y la cotidianidad.


Alguien dijo “la vida es sueño, azar y juego, trabajo y negocio, amor, deseo, frustración y un poco de rabia, también descanso, pausa, contemplación, dolor, miedo, gotas de belleza y tormentas de terror; también el saborear los instantes, el querer apurarlos, el quedarse con las ganas, el querer más y el no poder empezarla de nuevo”, pero seguro que no fue el mismo que aseguró por primera vez que el cine es industria. Este último no andaba desencaminado, pues, para que haya películas, hace falta dinero y para que este llegue y llene los bolsillos de los empresarios hay que llenar las salas con productos vendibles, atrayendo al público con estrellas o con historias que prometan evasión, con mucho artificio y haciendo tanto ruido que supere los decibelios de mil bocas masticando palomitas. Bromas aparte, que cada cual mastique lo que quiera o pueda, pero no bromeo respecto a lo del negocio y lo del ritmo. Es así de sencillo y complejo, y a veces lo olvidamos: sin dinero ni beneficios, no hay películas. Hollywood (y otros lugares) así lo entiende. No ve el cine como el público y mucho menos como lo hace la crítica o los cineastas cuya personalidad les apura a crear su obra tal como la conciben; o al menos a luchar por ello, aun a riesgo de perecer en el intento. Para la industria, una mala película es la que no aporta beneficios, es la que genera pérdidas, tal como sucedió con La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955) o La puerta del cielo (Heaven’s Gate, Michael Cimino, 1980). Mientras que un film mediocre o pésimo, pero rentable en taquilla, es una gran película. Esto siempre ha sido así; no es un fenómeno actual. ¿Cuándo predominó en una empresa algo que no fuese la rentabilidad del producto a vender? ¿De cuantos directores y films magistrales estamos hablando desde que se creó la industria cinematográfica? Lo que sí ha cambiado son las formas cinematográficas, la velocidad de la narración, la ausencia de serenidad, de un instante de pausa que permita componer las ideas o hacerse una idea, como si todo el rato hubiese que llenarlo con estruendo audiovisual. El cine se repite y en la repetición parece ser donde mejor se desenvuelve este tipo de acción-espectáculo hecho en Hollywood, y que Tony Scott sabía manejar. Eso es indudable, aquí lo demuestra dando una capa de barniz —el doble juego, el engaño y la historia común que une a los protagonistas— que oculte que bajo la superficie de Spy Game hay el mismo suelo de siempre, aquel por donde pisan la mayoría de este tipo de producciones.


Quizá los máximos responsables de Spy Game hayan visto la espléndida y gris El espía que surgió del frío (The Spy Who Come in from the Cold, Martin Ritt, 1965) y no les gustó la quietud ni el gélido mundo del espionaje expuesto por Ritt en su adaptación de John Le Carré, un mundo de guerra fría ya inexistente cuando Reford y Pitt se cruzaron por primera vez, en El río de la vida (A River Runs Through It, Robert Redford, 1991), película dirigida por el primero y protagonizada por el segundo, cuando Pitt todavía no era una estrella. El de Redford es un film que se toma su tiempo para desarrollar la historia que quería contar, pues tenía una que exigía tranquilidad, detenerse en las pequeñas cosas, que suelen ser las más grandes. Aquí, en estas líneas, no hay tiempo para eso; hay que apurar, impresionar, jugar, quizá no tan bien como Scott lo hace con la cámara y el montaje para impedir que el público piense. Yo pretendo lo contrario: pensar, que lo consiga es otro cantar. El año que ambos ruedan El río de la vida es el presente de Spy Game; no es capricho que el film de Scott se desarrolle en ese momento ya sin guerra fría, un instante en el que el conflicto entre el bloque soviético y el capitalista es historia. Tras la caída del “telón de acero”, algunos se preguntarían ¿y ahora qué? ¿Oriente próximo? ¿Oriente Medio? ¿China?, pero no Nathan Muir (Robert Redford), que ese mismo día se retira de la profesión sin saber que todavía le queda una última misión. En la actualidad, tenemos algunas respuestas, pero entonces el panorama para los espías era una incógnita. Había que adaptarse a una nueva era en la política internacional, quizá por ello Nathan Muir se jubile dando una lección de cómo se juega al despiste. Es 14 de abril de 1991, señala el rótulo sobre fondo negro que abre el film en la cárcel de Su Chou, en China. También informa que acude personal internacional tras saltar la alarma de un brote de cólera en el presidio. El brote sirve de tapadera para realizar una misión de rescate llevada a cabo por Tom Bishop (Brad Pitt), pero lo atrapan y Nathan, en su último día en la agencia, tiene 24 horas para rescatarlo y superar las trabas que la Agencia le pone, pues pretende dejar que ejecuten a Bishop y no arriesgarse a un conflicto con los chinos. Con tal acelere, el montaje de Scott no podía serlo menos, así que el film avanza por el pasado, desde que se conocieron en Vietnam hasta que lo recluta en Berlín, le enseña y pasa a la acción, etc., que tengo prisa, y el presente, todo ello a ritmo de veloz ingesta y con acompañamiento musical. Y el desenlace, igual de previsible que el resto del metraje.



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