Trece años es tiempo más que suficiente para darse cuenta de un error, de una mala gestión o de una decisión desacertada, también lo es para que Vito Corleone pueda fundar su familia y su imperio criminal o para que Groucho Marx se dé a la bebida y evite que algún cretino le pille sereno o por tocar simbólicamente las partes de los decentes y políticos que impusieron una ley más incongruente que el contrato de la parte contratante de la primera parte. Era la conocida “ley seca”, la que indujo a mojarse el gaznate o así lo interpretó la mayor parte de la población estadounidense, pues fue prohibirle la priva, y lanzarse a buscarla de inmediato, ya fuese en garajes, sótanos, iglesias o en la vecina Canadá. Fue como si el Gobierno le tocase las palmas con su ley, la cual no tardó en demostrar que era la animadora que faltaba para que la ciudadanía, en su mayoría y en su soberanía puesta en duda, se decidiera a beber, comprar, elaborar o vender alcohol. Aunque hubo quien no lo sabía entonces, hoy se sabe que prohibir a veces es invitar a realizar aquello que se pretende erradicar. Y así sucedió el 16 de enero de 1920, un año después de la ratificación del artículo, cuando la gota colmó a tantos hombres y mujeres de todos los sexos, edades y tamaños de cicatrices de apendicitis, que dijeron al unísono: “si no podemos tomar un vaso, tomaremos siete tazas de whisky o de champán, aunque sea de Kansas”. La Enmienda XVIII fue el sinsentido que prohibió la venta y consumo de alcohol, lo que supuso crear un submundo clandestino donde se consumía whisky de garrafa y garrafas de whisky como si no hubiera más recipiente ni un mañana: es decir, se tragaba sin temor a la resaca que suele acompañar el día después. El miedo, si es que este tiene una mínima cabida en la embriaguez, sería a una posible redada, quizá menos cómica que la realizada por Pat O’Brien en
Con faldas y a lo loco (Something Like It Hot,
Billy Wilder, 1959). Pero siendo honestos con las borracheras, ¿quién iba a pensar en resacas y redadas, si lo divertido era infringir la ley Volstead, ahogar la sed y dar rienda suelta a la rebeldía que los visitantes de los garitos llevaban dentro de sus cuerpos y a la ilegalidad de los Luciano, Capone o Botines Colombo? El Gobierno, con
la Enmienda y la Volstead, creó ese espacio que fue rápidamente ocupado por las bandas, esas mismas que salen en películas como
Scarface, el terror del hampa (Scarface,
Howard Hawks, 1932), la versión de
Hawks, claro, no la de Brian De Palma, que esa va de nieve en polvo. Era la “Prohibición”, los “locos Veinte” y el mito de la prosperidad, siendo quienes más prosperaron, quizá los únicos que realmente lo hicieron, esos grupos de delincuentes que, de la noche a la mañana, por obra y gracia de la 18ª y la siempre sedienta sociedad, dejaron de ser unos pandilleros callejeros para ser distribuidores al por mayor de agua de fuego, de cerveza y de ráfagas de balas que se cruzaban en las localidades estadounidenses.
<<La prohibición no solo tuvo muchas consecuencias para mí sino también para el resto del país. Estoy seguro de que muchas personas bien intencionadas que la votaron y la aprobaron, lo hicieron porque estaban convencidas de que transcurrirían solo unas pocas semanas antes de que todo el mundo estrellara contra las paredes las botellas que le quedasen y aceptase la Enmienda.
Esta no es una observación especialmente original, pero el mundo está lleno de gente que cree que puede gobernar la vida de los demás solo con conseguir que se apruebe una ley. Existen en Estados Unidos grandes grupos que, si les fuese posible, prohibirían el uso de todo lo que personalmente no les agradara: fumar, beber, bailar, ir al cine, comer salami italiano y, si pudiese ser regulado, incluso el amor.
Ahora sabemos el éxito que tuvo la Enmienda 18. No solo no impidió que la gente bebiera, sino que ayudó a crear las grandes bandas de malhechores que en la actualidad son casi tan poderosas como el Gobierno.
Siempre habíamos tenido nuestra proporción normal de carteristas, falsificadores, atracadores de bancos, pegadores de esposas y toda clase de criminales menores. Pero, ¿por qué robar el bolso de una vieja o las limosnas de un ciego cuando se puede ganar millones fabricando licores falsificados? Pese a la Enmienda 18 y a la gradual desaparición del whisky auténtico, la gente seguía sedienta y deseosa de beber un trago de vez en cuando. Pero el Gobierno, con su acostumbrada inteligencia, en lugar de permitir que sus ciudadanos bebieran moderadamente como damas y caballeros, se las arregló de manera que el whisky que bebíamos procediera por lo general de madera que dos semanas antes estaba aún en el bosque.
Millones de personas, abstemias durante toda su vida, que nunca habían estado en una taberna o en un cabaret y que experimentaban una indiferencia absoluta hacia las alegrías de un highball o de un Martini, de repente sintieron ansia de voltear botellas. Yo fui uno de esos millones. Nunca había bebido antes del 16 de enero de 1920. No era que lo desaprobara desde un punto de vista moral, pero es que no me gustaba el sabor del alcohol. De hecho, sigue sin gustarme. Bebo de vez en cuando, en reuniones, para evitar que me atrapen estando sobrio. Pero con el advenimiento de la prohibición, llegué a la conclusión de que, si era ilegal, debía haber algo especial en él que yo nunca había descubierto.
El día que se implantó, empecé a dedicar buena parte de mi tiempo a negociar con contrabandistas de camisas de seda el suministro de su aguado licor, embotellado en recipientes con etiquetas famosas. Me aseguraron que la mercancía procedía “directamente del barco”. Por la manera como me quemaba el gaznate cuando lo tragaba, supongo que procedía directamente del barco… recogido de sus costados y embotellado.>> (1)
(1) Groucho Marx: Groucho y yo (traducción de Xavier Ortega). Tusquets Editores, Barcelona, 2009.
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