En 1971 Masashiro Shinoda realizó la primera adaptación cinematográfica de la novela de Shûsaku Endô Chinmoku (1966). Dos décadas después, durante el rodaje de Uno de los nuestros (Godfellas, 1990), esa misma novela llamó la atención de Martin Scorsese, quien, a pesar de hacerse con los derechos de adaptación, no pudo llevarla a cabo hasta mucho tiempo después. Si para Scorsese 2016 fue el año que le posibilitó materializar un proyecto personal largamente esperado (en el que calcó una escena de Cuentos de la luna pálida de agosto como homenaje al cine japonés), para Andrew Garfield fue un año que puso a prueba las creencias de sus personajes en Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge) y en Silencio (Silence). En la película de Mel Gibson el actor interpretó a Desmond Doss, cuya fe no sufre alteración alguna durante el conflicto en el que se adentra sin armas y sin mostrar dudas, mientras que en el film de Scorsese encarnó al padre Rodrigues, quien sí se consume por las dudas que amenazan su fe y por el silencio que obtiene como única respuesta al sufrimiento que vive en un medio donde "su verdad" (la de la Iglesia Católica tras el cisma luterano) difiere de aquella que domina en un país que tiene la suya propia. La diferencia entre ambos personajes radica en que el primero no piensa que pueda estar equivocado, siempre se muestra convencido de cuanto hace sin plantearse el por qué del dolor que le rodea, mientras que el segundo se ve obligado a reflexionar sobre su verdad, que considera absoluta durante la travesía que comparte con el padre Garupe (Adam Driver) hacia un país donde los cristianos son perseguidos, aunque no por el contenido de su religión, sino por la peligrosidad que en ella ven quienes la han proscrito, ya que la llegada de portugueses u holandeses (de las costumbres que desean imponer y de sus armas de fuego) sería interpretada como una intervención extranjera que amenaza su poder, su cultura y su modo de vida. Esta circunstancia la ignora el joven jesuita cuando en Macao decide emprender su viaje para demostrar que su mentor, el padre Ferreira (Liam Neeson), no es un apóstata, pero la irá descubriendo a partir de su llegada al Japón del shogunato Tokugawa, donde observa a los conversos cristianos ocultando sus ritos en la nocturnidad que los protege. En ese instante la fe de los dos monjes continúa intacta, al igual que sucede con su ignorancia sobre el entorno donde se muestran arrogantes en su idea de imponer su absoluto.
El recibimiento de los fieles en su primer contacto con Japón los reafirma en sus creencias, sin embargo la armonía clandestina en la que transcurren los primeros meses toca a su fin cuando los hombres del inquisidor entran en el pueblo y ordenan la crucifixión en el mar de tres fieles que no han renunciado al Dios de los dos portugueses, que contemplan el lento calvario de los creyentes desde la distancia que los aleja de la realidad japonesa que aún no comprenden. Esta crueldad forma parte del método con el que el inquisidor (Issey Ogata) pretende erradicar la amenaza que intuye en el cristianismo, una crueldad que se convierte en la tónica general de una película dura, por momentos brillante y siempre reflexiva, en la que Scorsese parece encontrar respuestas a sus propias dudas, respuestas que irán apareciendo tras la separación de Garupe y Rodrigues. A partir de entonces Rodríguez asume el protagonismo exclusivo, provocando el cambio de tono en Silencio, más opresivo e intimista, y acentuando el complejo de culpa (nacido de su educación cristiana) de Kichijiro (Yosuke Kubozuka) y su reconocida debilidad para oponerlos a la estéril firmeza con la que el jesuita afronta su cautiverio en la celda desde donde observa la brutal y dolorosa realidad (descubierta años atrás por el padre Ferreira) que desata en él la lucha entre su intransigente interpretación religiosa y su compasión, más humana, más generosa y, contradiciendo su apostasía, más cristiana.
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