El salón de música (1958)
Con El salón de música (Jalsaghar, 1958) Satyajit Ray mostró parte de la división de la sociedad bengalí, en amos y sirvientes, sin que pudiese existir un acercamiento entre ambas partes. Esa distancia siempre presente en la mente del protagonista, ha estado ahí desde el pasado, desde que tiene memoria. Durante la analepsis, Mahim Ganguly (Gangapada Basu) se dirige a Huzur Biswambhar Roy (Chhabi Biswas) tratándolo de amo, sin embargo, en el presente le llama abuelo, cambio que apunta a un acercamiento que Roy no pretende consentir, y que le obliga a realizar un último esfuerzo para demostrar que su linaje no puede ser comparado con el de quienes le rodean, pensamiento que ha marcado su vida, su soledad y su desgracia. La música despierta a Roy después de pasar los últimos cuatro años de su vida sumido en un pesaroso letargo que le ha impedido abandonar la parte superior de su mansión, antaño esplendorosa y en el presente en decadencia, moribunda, a punto de ser la figura espectral de un tiempo ya inexistente. Pregunta de dónde procede la melodía, como si su despertar dependiera de los compases que amenizan la fiesta de iniciación que su vecino celebra en honor a su hijo —y posiblemente también para ostentar y mostrar su elevado nivel económico. Ese instante marca un punto de inflexión en el presente de Roy, ya que se retrotrae a un pasado durante el cual su propio hijo, Khoka (Pinaki Sengupta), se encontraba a punto de celebrar la misma ceremonia. Su recuerdo sirve para comprender su personalidad y su carácter, ambos marcados por su pertenencia a la élite social, miembro de una de las familias de terratenientes más importantes de Bengala, aunque en aquel momento ya en plena decadencia, como consecuencia de su precaria administración y de su constante derroche para llenar su salón de música (signo de su estatus de clase y cultural) con el sonido de los instrumentos y de las voces de los mejores cantantes —cuestión de gustos y tradición, como apunta el desinterés de Ganguly en la sesión musical a la que Roy le invita. Su afición no tiene freno, incluso empeña las últimas joyas de su esposa (Padma Devi) para sufragar los gastos, entre otras, de la celebración de iniciación de Khoka su único hijo, su heredero y su esperanza para seguir soñando el esplendor de los Roy.
El comportamiento de Roy se aferra a la tradición que le permite disfrutar de su estatus, sin preocuparse de nada más que de prolongar su convicción de superioridad sociocultural; quizá por ello su máxima sea competir con Mahim Ganguly —la imagen de la vulgaridad y del nuevo rico que amenaza la hasta entonces insalvable distancia entre clases—, para demostrarle que es un hombre de menor condición. La idea de que Mahim le iguale le obsesiona y le provoca que cometa la imprudencia de organizar otra velada musical para impedir que Ganguly celebre la suya, de ese modo se gesta parte de su tragedia, ya que envía un mensaje a su esposa y a su hijo, indicándoles que deben regresar a tiempo para la fiesta, durante la cual se desata la tormenta que causa la muerte de ambos. Desde aquel fatídico día el comportamiento de Roy cambió de manera radical. Sumido en el dolor, se hizo la promesa de que nunca más descendería por las escaleras de su palacio, encerrándose en esa terraza donde se le descubre en la primera escena del film y donde adormece su aflicción. Lleva cuatro años de letargo, huyendo de su tormento, sin pisar su salón de música, el símbolo físico de la superioridad hasta entonces aceptada y asumida por siervos y amos. Pero, ante la certeza del final de un mundo que se apaga, revive viejas costumbres, las cuales no puede permitirse, para venerar su esplendoroso pasado (brinda la última velada musical a los retratos de sus ascendientes) y demostrar a Ganguly que no son iguales, ni podrán serlo. A Ray no le hace falta más que mostrar con imágenes tanto el fanatismo de clase como los dos mundos que enfrenta en un espacio limitado: por un lado el comerciante, representante del progreso, occidente y de lo popular, y por otra Roy, la aristocracia, la tradición bengalí y la alta cultura, como demuestra su veneración por la música, aunque también por la pintura y la literatura —la casa está llena de cuadros y a él lo vemos leyendo en su ociosidad. Además, como apunta el título, El salón de música es una película en la que la música (Roy) y los sonidos de motor (Ganguly) —el de un generador de corriente o de un único camino que asoma por la pantalla y que confirma que la acción se ubica en el siglo XX— que la interrumpen o que se superponen son fundamentales para el enfrentamiento entre tradición elitista y modernidad popular. Lo mismo puede decirse cuando el protagonista escucha en la distancia La marcha del coronel Bogey, un tema que representa lo popular y lo occidental, en contra de las melodías que escucha Roy en su salón, símbolo de una época que desaparece, aunque él se aferra a la ilusión/obsesión que provocó su encierro en el piso de arriba de una mansión que vivió su esplendor tiempo atrás, posiblemente cuando él era un niño criado y educado para ser amo.
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