Las cosas de la vida (Les choses de la vie, 1970) inició la fructífera colaboración entre Claude Sautet, Michel Piccoli y Romy Schneider, asociación que continuó en Max y los chatarreros (Max et les ferrailleurs, 1971), en Ella, yo y el otro (César et Rosalie, 1972) —aunque, en esta última, la presencia de Piccoli se reduce a la voz del narrador— y Mado (1976), en la que la actriz austriaca tiene un breve papel. En las cuatro se desarrollan relaciones amorosas haciendo hincapié en su complejidad. Amar no es fácil, parece decir Sautet, o mejor, no siempre es dulce ni satisfactorio, a veces es amargo. La historia de amor que narra Max y los chatarreros no es idílica ni plena, sino que profundiza en los silencios, en las dudas e incluso en distancias que salvar o que resultan insalvables. La película, que adapta la novela de Claude Néron —autor que colaboró en el guion junto Sautet y Jean-Loup Dabadie— transita el relato policial (polar) que tan buenos resultados había dado al director francés en A todo riesgo (Classe tous risques, 1960), quien, de nuevo, toma de excusa el género policiaco para hablar de la intimidad de sus protagonistas en un espacio gris donde la luminosidad y la inocencia corren a cargo de la prostituta interpretada por Romy Schneider. Ella es Lily, uno de los tres vértices del triángulo que completan Abel (Robert Fresson) y Max (Michel Piccoli) en la marginalidad que bordea la criminalidad a la que este último, en su obsesión por atrapar a delincuentes en el mismo momento del delito, empuja a Abel por mediación inconsciente de Lily, a quien el policía manipula y de quien acaba enamorándose.
Narrada en la analepsis que se introduce en la primera escena, cuando el jefe de policía habla con uno de sus hombres, Max y los chatarreros cuenta una historia de solitarios, de decepciones, de amor, de traición, manipulación y deseo. En todo caso, se trata de un film triste que hace propio de sus imágenes el desencanto vital de su protagonista masculino, quien, desilusionado en su anterior trabajo de juez, decidió hacerse policía, obsesionado con pillar “in fraganti” a los delincuentes. Como juez, explica su jefe, en la aplicación de la ley, se vio obligado a dejar en libertad a un delincuente que sabía culpable. Pero la desilusión de “no poder hacer nada” regresa, o quizá nunca se haya ido.
Cansado, hastiado de fracasar en su labor contra el crimen, primero como juez y después como policía, Max quiere un éxito en su carrera que le satisfaga y acalle las burlas de sus compañeros. Y él mismo lo hará posible, manipulando y engañando, empujando a un grupo de don nadies a atracar una sucursal bancaria, tras su inesperado encuentro con Abel, un antiguo compañero de escuela, que le confía que se dedica a robar de vez en cuando chatarra y algún que otro automóvil para sacarse unos francos. En ese instante, Max lo decide. Es su oportunidad. Así que intenta que Abel y los chatarreros con quienes este trabaja pasen a un “negocio” más complejo, que pasen a ser un profesionales del robo, en lugar de vagos, miserables e imbéciles —como define el comisario Rosinsky (François Périer) a los miembros de la banda de los chatarreros durante su entrevista con el Max y su jefe—. Poco después, el policía pone en marcha su plan para trincar a la banda y lograr que su carrera policial deje de ser insatisfactoria. Pero Max no cuenta con que esa insatisfacción nade de él. Tampoco cuenta con enamorarse de Lily, una mujer marcada por una vida difícil y con un intento de suicidio a sus espaldas. Max ve en ella el medio para su fin: piensa que ella puede influir sin ser consciente para que Abel cometa el atraco que a él le de su victoria y así se inicia una relación que les acerca a la intimidad que comparten; una intimidad en todo caso construida sobre imposibles.
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