Celda 211 (2009)
En los últimos años, el thriller policíaco ha encontrado un hueco dentro de la producción cinematográfica española, sobre todo gracias a las aportaciones de Enrique Urbizu, responsable de Caja 507 (2002) y No habrá paz para los malvados (2011), Daniel Monzón, realizador de La caja Kovak (2006), Celda 211 (2009) y El niño (2014), o Alberto Rodríguez, director de Grupo 7 (2012) y La isla mínima (2014). Si bien, en España, ya se produjo un más que interesante intento de asentar el policíaco allá por las décadas de 1950 y 1960, resulta más raro encontrar dentro del género ejemplos de thriller carcelario. Aunque ajeno al mismo, en los albores de la democracia, Imanol Uribe realizó La fuga de Segovia (1981), un destacado drama en la que se observa un espacio carcelario donde se encuentran recluidos miembros de ETA a la espera del momento propicio para fugarse del correccional castellano. Sin embargo, y a pesar de que Celda 211 toma como excusa la presencia de tres presos de dicha banda armada, Monzón se decantó por un tipo de cine menos politizado y más cercano al rodado en Hollywood, tomando aspectos de clásicos como Fuerza Bruta (Brute Force; Jules Dassin, 1947) y sobre todo Motín en el pabellón 11 (Riot in Cell Block 11; Don Siegel, 1954) pero ofreciendo un estilo más próximo al cine de acción.
La intriga, salvo las breves analepsis y la manifestación que se produce en el exterior del recinto, se desarrolla dentro de una prisión donde los presos se amotinan para demandar a la administración una serie de mejoras en su día a día. No obstante, poco importa el drama cotidiano que allí pueda vivirse, pues la trama se individualiza en dos personajes y en una sola jornada: la misma en la que Juan Oliver (Alberto Ammann) decide presentarse en el penal para familiarizarse con su nuevo empleo, al que debe incorporarse al día siguiente. Este exceso de celo profesional provoca que el funcionario de prisiones se vea atrapado en una revuelta que le obliga a hacerse pasar por un convicto para sobrevivir dentro de ese ámbito caótico y violento en el que se convierte el presidio. A partir de este instante, Oliver asume rasgos de quienes le rodean e inventa el homicidio que asegura haber cometido cuando le conducen ante Malamadre (Luis Tosar), el cabecilla de los amotinados. Pero, a pesar de su aparente fiereza y de su convicción de que su vida finalizará en esa u otra prisión, se descubre en este convicto un rasgo solidario hacia sus compañeros, aunque no exento de egoísmo, ya que liderar la revuelta tiene para él un sentido liberador al creer y crear la falsa ilusión de mejorar un entorno que no puede ser mejorado porque a nadie le importa. La personalidad del reo se va perfilando a medida que avanza su contacto con el funcionario, hasta desvelarse como un antihéroe entregado a una causa que nunca podrá triunfar, como tampoco podrá vencer la inocencia de Juan Oliver cuando descubre que Elena (Marta Etura), su mujer, ha muerto tras sufrir la brutal agresión de Utrilla (Antonio Resines), el funcionario que, a golpe de porra, se ensaña con la multitud reunida en el exterior del recinto. Este desafortunado incidente marca la transformación del Oliver funcionario de prisiones en Calzones (así le llaman algunos de sus compañeros de motín) el condenado, ya que la pérdida conlleva que deje de imitar a los presos para convertirse en un convicto sin nada que perder y sin nada por lo que vivir, de modo que se deja arrastrar por la desesperación hasta el extremo de exigir a las autoridades la presencia del compañero laboral que agredió (y asesinó) a su mujer embarazada. En Celda 211 la acción y la tensión prevalecen sobre los aspectos diarios que puedan afectar a los presos, aspectos que sirven de excusa para poner en marcha un film que se sustenta sobre las actuaciones de sus actores y sobre la sucesión de las tensas escenas que inexorablemente conducen hacia la explosión de violencia final que arrastra a Calzones al abismo.
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