Desde sus inicios hasta la actualidad, el cine ha posibilitado que cineastas de diversas procedencias aborden en sus películas fenómenos sociales tan constantes como los movimientos migratorios, convertidos estos en la única esperanza de mejora para quienes se ven obligados a abandonar un presente de carestía que no siempre logran dejar atrás. Charlot emigrante (Charles Chaplin, 1917), Toni (Jean Renoir, 1935), Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951), Rocco y sus hermanos (Luchino Visconti, 1960), Bwana (Imanol Uribe, 1996) o Edén al oeste (Costa-Gavras, 2009) son ejemplos del emigrante recién llegado a la tierra prometida, paraíso que también John Ford expuso en el último tramo de Las uvas de la ira (1940), protagonizada por una familia que busca ese hipotético renacer que no siempre se alcanza al final del camino. El éxodo de hombres y mujeres se convierte en el tema central del clásico neorrealista El camino de la esperanza (Pietro Germi, 1950), en ella sus desheredados caminan hacia Suiza donde esperan encontrar cuanto se les niega en una Italia de posguerra, marcada por la miseria y la falta de oportunidades. En América, América (1963) Elia Kazan expuso los avatares de su tío en Anatolia, dominada por los prejuicios raciales que lo obligan a emprender su viaje. En latitudes más septentrionales se descubren a Los emigrantes (Jan Troell, 1971) que abandonan la Suecia del siglo XIX con la esperanza de hallar su oportunidad en el continente americano. Existen muchos más, y muy buenos, ejemplos de movimientos migratorios cinematográficos, pero común a todos ellos sería su origen en un presente dominado por la depresión, la injusticia, la corrupción, el hambre, la destrucción o la desolación que impulsa al individuo a buscar su sueño de bienestar, a menudo inalcanzable, en lugares como la Albania pos-soviética de Lamerica. Gino (Enrico Lo Verso) y Fiore (Michelle Placido) han llegado a esa tierra desesperanzada con la intención de montar una empresa que en realidad no sería más que un timo con el que beneficiarse, porque a ellos poco les importa el panorama que observan, salvo para aprovecharse de la miseria y de la corrupción que dominan un espacio de éxodos masivos y pobreza extrema. Las necesidades de los albaneses no alteran la intención de enriquecimiento de una pareja sin escrúpulos que no ve más allá de beneficiarse de una situación que no les afecta, como tampoco les afecta el sueño de esas personas que anhelan una vida digna en la Italia idealizada a través de las imágenes de televisión. En la década de 1990 el cine italiano sufría una crisis autoral que se vio suavizada con la aparición de figuras como la de Gianni Amelio, capaz de enfrentarse a un tema delicado desde una exposición sincera, exenta de sentimentalismos, que muestra la necesidad de aferrarse a una esperanza que pasa por abandonar una nación destrozada, donde se descubren especuladores a quienes no afectan el hambre, la carestía o la represión sufrida por los desheredados de Lamerica. Esos hombres ajenos a la realidad a la que acceden, se representan en Gino y Fiore, que no dudan en utilizar a Spiro (Carmelo Di Mazzarelli), desorientado por su idea de regresar a su Sicilia natal, abandonada cincuenta años atrás, cuando asumió como verdadera la promesa de una vida mejor, sin embargo esta no sería más que un engaño del régimen fascista que por aquel entonces controlaba esa parte de los Balcanes que pretendía italianizar. Después de cinco décadas encerrado en una cárcel albanesa Spiro retoma su vida en el punto que la había dejado medio siglo atrás, sin ser consciente del tiempo transcurrido, quizá porque observa la misma miseria y la misma destrucción que existía en la Albania de la Segunda Guerra Mundial. Su relación con Gino provoca que ambos recorran un país devastado, dominado por las ruinas, la hambruna y los éxodos humanos, no obstante, el joven pícaro no asimila de inmediato ni el sufrimiento ni las necesidades de quienes le rodean, aferrado a su intención primigenia, aquella que le impide tomar conciencia de una situación insostenible que no tarda en vivir en su propia piel, momento que provoca su comprensión de la realidad de miles de hombres y mujeres que buscan un nuevo comienzo y un lugar donde hacerlo posible.
lunes, 3 de diciembre de 2012
Lamerica (1994)
Desde sus inicios hasta la actualidad, el cine ha posibilitado que cineastas de diversas procedencias aborden en sus películas fenómenos sociales tan constantes como los movimientos migratorios, convertidos estos en la única esperanza de mejora para quienes se ven obligados a abandonar un presente de carestía que no siempre logran dejar atrás. Charlot emigrante (Charles Chaplin, 1917), Toni (Jean Renoir, 1935), Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951), Rocco y sus hermanos (Luchino Visconti, 1960), Bwana (Imanol Uribe, 1996) o Edén al oeste (Costa-Gavras, 2009) son ejemplos del emigrante recién llegado a la tierra prometida, paraíso que también John Ford expuso en el último tramo de Las uvas de la ira (1940), protagonizada por una familia que busca ese hipotético renacer que no siempre se alcanza al final del camino. El éxodo de hombres y mujeres se convierte en el tema central del clásico neorrealista El camino de la esperanza (Pietro Germi, 1950), en ella sus desheredados caminan hacia Suiza donde esperan encontrar cuanto se les niega en una Italia de posguerra, marcada por la miseria y la falta de oportunidades. En América, América (1963) Elia Kazan expuso los avatares de su tío en Anatolia, dominada por los prejuicios raciales que lo obligan a emprender su viaje. En latitudes más septentrionales se descubren a Los emigrantes (Jan Troell, 1971) que abandonan la Suecia del siglo XIX con la esperanza de hallar su oportunidad en el continente americano. Existen muchos más, y muy buenos, ejemplos de movimientos migratorios cinematográficos, pero común a todos ellos sería su origen en un presente dominado por la depresión, la injusticia, la corrupción, el hambre, la destrucción o la desolación que impulsa al individuo a buscar su sueño de bienestar, a menudo inalcanzable, en lugares como la Albania pos-soviética de Lamerica. Gino (Enrico Lo Verso) y Fiore (Michelle Placido) han llegado a esa tierra desesperanzada con la intención de montar una empresa que en realidad no sería más que un timo con el que beneficiarse, porque a ellos poco les importa el panorama que observan, salvo para aprovecharse de la miseria y de la corrupción que dominan un espacio de éxodos masivos y pobreza extrema. Las necesidades de los albaneses no alteran la intención de enriquecimiento de una pareja sin escrúpulos que no ve más allá de beneficiarse de una situación que no les afecta, como tampoco les afecta el sueño de esas personas que anhelan una vida digna en la Italia idealizada a través de las imágenes de televisión. En la década de 1990 el cine italiano sufría una crisis autoral que se vio suavizada con la aparición de figuras como la de Gianni Amelio, capaz de enfrentarse a un tema delicado desde una exposición sincera, exenta de sentimentalismos, que muestra la necesidad de aferrarse a una esperanza que pasa por abandonar una nación destrozada, donde se descubren especuladores a quienes no afectan el hambre, la carestía o la represión sufrida por los desheredados de Lamerica. Esos hombres ajenos a la realidad a la que acceden, se representan en Gino y Fiore, que no dudan en utilizar a Spiro (Carmelo Di Mazzarelli), desorientado por su idea de regresar a su Sicilia natal, abandonada cincuenta años atrás, cuando asumió como verdadera la promesa de una vida mejor, sin embargo esta no sería más que un engaño del régimen fascista que por aquel entonces controlaba esa parte de los Balcanes que pretendía italianizar. Después de cinco décadas encerrado en una cárcel albanesa Spiro retoma su vida en el punto que la había dejado medio siglo atrás, sin ser consciente del tiempo transcurrido, quizá porque observa la misma miseria y la misma destrucción que existía en la Albania de la Segunda Guerra Mundial. Su relación con Gino provoca que ambos recorran un país devastado, dominado por las ruinas, la hambruna y los éxodos humanos, no obstante, el joven pícaro no asimila de inmediato ni el sufrimiento ni las necesidades de quienes le rodean, aferrado a su intención primigenia, aquella que le impide tomar conciencia de una situación insostenible que no tarda en vivir en su propia piel, momento que provoca su comprensión de la realidad de miles de hombres y mujeres que buscan un nuevo comienzo y un lugar donde hacerlo posible.
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