Gracias a su arte y a su don cómico, Chaplin logró dejar atrás la miseria de la que procedía y alcanzar el bienestar material del que disfrutaría hasta el final de sus días. Su éxito fue su pasaporte al paraíso que se le niega a su personaje Charlot, el eterno e inmortal vagabundo que llega a Estados Unidos en El inmigrante (The Inmigrant, 1917), el país de las oportunidades, la tierra de la “libertad” y, precisamente por la interpretación que la sociedad le da al abstracto, un espacio humano de contradicciones y contrastes, un país de extremos donde la pobreza y la riqueza son solo dos rostros más dentro del orden que el vagabundo trasgrede no por revolucionario, sino por ser un individuo libre y, por tanto, en facultad de elegir cómo actuar, a pesar de las múltiples trabas que supone el ir contracorriente de la marcha marcada. En sus películas, Charles Chaplin recorre la cara menos sonriente y más desfavorecida de esa misma sociedad dentro de la cual existe hambre —la comida es vital en su cine, también lo es en la propia vida, claro—, violencia —los camareros apalean a un cliente, porque le faltan diez centavos para abonar la cuenta—, guerra —en Armas al hombro (Shoulder Arms! 1918)—, restaurantes, mendicidad, calles que el vagabundo recorre más que denunciando, desvelando la hipocresía y la miseria. No es un héroe al uso, tampoco se puede decir que sea altruista, pero sí muestra generosidad con quienes comprende más desprotegidos o que están en peor situación que él: un perro en Vida de perro (Dog Life, 1918), un niño en El chico (The Kid, 1921) o, en El inmigrante, la mujer sin dinero que llora en la cubierta del barco, la que enternece el corazón de Charlot y su bolsillo, aunque duda entre si darle todo su dinero o quedarse con uno o más billetes. Ese es Charlot, todo un caballero de ágiles movimientos y mente despierta. Un noble sin cuna aristocrática, un bandido sin criminalidad, un errante libre que luce levita raída y sombrero hongo; bastón en mano y su elegancia y dignidad únicas, pues no se observan ni en los favorecidos ni en los desfavorecidos con quienes se topa en las distintas situaciones que le afectan y le marginan, a él y a los de su condición.
Los desheredados como Charlot son obviados por la clase media, dominante en el país, y por las más elevadas; sencillamente, no les afecta el padecimiento del marginal y, de ese modo, ignoran a quien sufre precariedad económica y el consecuente exilio social. Como mucho les molesta su presencia, pues les resulta sospechosa, de ahí que Charlot siempre acabe acechado por la policía —o en este caso concreto por un oficial del barco—, guardiana del orden de la medianía, esa clase que construye el país y que prevalece allí donde el vagabundo pone sus pies y lleva su caos. Aunque sin películas mudas y cómicas, Chaplin no se calla ni se ríe de las víctimas. Su personaje, Charlot, no deja de ser una víctima más, pero con la excepcionalidad de ser quien asume una humanidad que lleva al límite donde lo individualiza y le distingue del resto. No se rinde. Si tiene que ir contracorriente, irá; del mismo modo que si es preciso, vivirá en la periferia que hace su hogar itinerante, en la marginalidad a la que le conducen y que él mismo acepta porque prefiere ser persona en la miseria que borrego en el bienestar al que, por otra parte, tampoco tiene acceso. Ese confort, alcanzado por el Chaplin real en Estados Unidos, es el que pretendería alcanzar su personaje cuando escapa de su lugar de origen y asoma en el barco donde se desarrolla la primera parte de Charlot emigrante (The Inmigrant, 1917).
La imagen que inicia este cortometraje muestra a decenas de emigrantes hacinados sobre la cubierta, pero, tras el plano de un chica y su madre, la cámara se detiene en el (anti)héroe chaplinesco. Allí está, de espaldas al público, con la cabeza fuera, sobre el mar. La primera impresión es la de que está echando la papilla por la borda, pero, solo es la apariencia, la realidad es que está pescando. Sonríe cuando se da la vuelta y muestra su captura. Ha salvado el primer obstáculo y cubierto la primera necesidad: el hambre, al menos de momento, aunque no coma la pieza porque la pierde —el pez acaba a centímetros de la nariz de un pasajero— y alguien llama al rancho. Este inicio no es casual, ni su postura, con la que devuelve la indiferencia asumida por la tierra de la gran promesa, la que siempre le dará la espalda, pero en la que Charlot no se rinde. Llega al país de los sueños, la estatua de la libertad les da la bienvenida, no así los agentes de inmigración, que tratan a los pasajeros como ganado. Tampoco aquí es casual que uno de los agentes patee el culo del vagabundo para introducirlo en el país en el que busca, pues es un vagabundo de recursos, y donde sobrevivirá a más y más golpes. Charlot llega a América, el país de las oportunidades. Quizá para algunos, sí; pero no para él. Todavía lo ignora, pero no tardará en comprender que una cosa es el sueño del emigrante, obligado por las circunstancias a abandonar su lugar de origen, y otra la realidad que se encuentra en una tierra insolidaria, violenta, mercantil, pero también abierta al amor, a las oportunidades, a las quimeras y a los imprevistos…
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