lunes, 2 de julio de 2012

El último atardecer (1961)



Como todos los que dividen en blanco o negro, el shérif Stribling (Rock Hudson) es intransigente. Se erige en juez, jurado e incluso verdugo. En todo caso, se trata de un tipo antipático y peligroso, más que el supuesto villano, cuya supuesta villanía reside en su humanidad; pues, a todas luces, se trata de un personaje con mayor número de matices y con defectos que lo humanizan. O’Malley, el errante a quien da vida Kirk Douglas, es un antihéroe al gusto de Robert Aldrich, de Dalton Trumbo (cuyo guion adaptaba la novela de Howard Rigsby) y del propio actor, que se reservó el mejor papel de El último atardecer (The Last Sunset, 1961) para sí. Douglas da vida a un soñador romántico —y como tal, enamorado del ideal en el que retiene la imagen de Belle (Dorothy Malone)—, poético, perseguido por el pasado y, al igual que otros de su especie, condenado a perecer en un mundo en el que, a imagen del shérif, la mayoría divide en blanco y negro y obliga a la estúpida disyuntiva “estás conmigo o contra mí”. O’Malley, no. Él prefiere compartir el instante de luminosidad del fuego de San Telmo con Belle o mostrar a Missy (Carol Lynley) un nido de crías que nadie más descubre mientras avanzan con el ganado hacia la frontera donde aguarda el destino del antihéroe, del ser imperfecto, por tanto, con capacidad para errar, pero también para ser generoso, rasgo que no presenta su oponente: el héroe que representa ya no a la autoridad sino al pensamiento autoritario y monocromático.


Lo dicho viene a corroborar que el villano trágico-romántico, el antagonista de El último atardecer, resulta del gusto de Aldrich; más simpático y humano que su oponente y protagonista: Dana Stribling, héroe unidireccional, incapaz de cambiar de actitud y de pensamiento, como apunta su inquebrantable deseo de atrapar al hombre que considera culpable del suicidio de su hermana, el mismo hombre que en dos momentos concretos le salva la vida —o al menos, en uno de ellos no se la quita—. Brendon O'Malley viste ropas oscuras, símbolo de su alma atormentada en busca de recuperar parte de su esencia, deseo que pasa por recuperar el amor de Belle (Dorothy Malone). También su revólver, de pequeño calibre, sin funda donde reposar, le diferencia del resto de individuos que deambulan por el territorio mexicano donde inicia su recorrido en busca de ese pasado que reaparece cuando se presenta en el racho de John Beckenridge (Joseph Cotten), el marido asustadizo de Belle, quien le pide ayuda para transportar su ganado hasta la frontera. Allí pretende venderlo para poder empezar de nuevo, al lado de su mujer y de su hija, Missy. O'Malley acepta colaborar con dos condiciones: la tercera parte del ganado y Belle, su última esperanza. La aparición de Stribling, a quien O'Malley nunca ha visto, pero de quien sí sabe que le persigue, presagia un enfrentamiento que debe retrasarse como consecuencia del traslado de las cabezas de ganado hasta tierras estadounidenses, donde el primero pretende hacer valer su condición de representante de la ley.


Con lo apuntado arriba, queda claro que Robert Aldrich construyó El último atardecer alrededor de O'Malley, en quien recae la simpatía o la despierta, al ser un tipo trágico donde los haya, más que perseguido por su pasado, perseguidor del pretérito imposible en un presente igual de excluyente, que le descubre que Bella nunca volverá a ser la adolescente de dieciséis años cuya imagen retiene en la memoria, la imagen de quien habría sido su único amor. Ella ha madurado, en su reencuentro es una mujer casada que no tarda en enviudar, y también se ha fortalecido para cuidar a su hija Missy, que se enamora de O'Malley; ve en él ese halo romántico que lo ilumina a su mirada. Dejando a un lado el melodrama y el romance, El último atardecer enfrenta a dos hombres opuestos que son conscientes de que tarde o temprano se producirá su enfrentamiento; no obstante, liman asperezas y unen sus fuerzas para ayudar a Belle en el transporte de las reses, porque ambos están enamorados de ella. El ocaso de O'Malley se confirma cuando descubre que Belle y Stribling simpatizan más allá de la mera amistad, realidad que borra cualquier atisbo de esperanza para el supuesto villano; pero en ese instante de pesimismo, de frustración y amargura, algo sucede, un destello fugaz, Missy vestida con el mismo vestido amarillo que lucía su madre en aquel tiempo pretérito en el que separaron sus caminos. Ese instante evoca el recuerdo y convence a O'Malley para aceptar el amor sincero y juvenil que le ofrece Missy, aunque solo se trata de una ilusión que se desvanece cuando Belle le desvela una verdad que le atormenta y confirma definitivamente como antihéroe trágico clásico, certeza que posibilita a Aldrich uno de los finales más bellos del western.



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