Huesos rotos, escayolas, una prenda en llamas que logran quitarme a tiempo, operaciones corrientes a temprana edad, golpes, empujones y más caídas, paseos nocturnos y sin sentido en botes que tomamos prestados en los que subo por cumplir con un chiste sin gracia. Borracheras en las que todavía no me doy asco, aunque sí me entran ganas de vomitar. Los atardeceres se suceden en su irregularidad regulada por los astros, la noche amenaza y desaparece al amanecer. Un estrecho sendero que acaba en una pared rocosa a la que me agarro como puedo, porque ya cuelgo. En la distancia, rocas, espuma y mar bajo mis pies. Por primera vez siento el vértigo y el abismo. Más juegos infantiles y juveniles, mil vidas quisiera tener, pero no me queda ni media de la única que vivo. De regreso a casa, alguien me pincha con una tijera en el lumbar, el mismo descerebrado que años antes, en su incapacidad de usar la razón y la palabra, agarra un remo de madera y me atiza en la cabeza… Quizá entonces caigo muerto y no lo recuerdo; quizá lo que ha seguido, e incluso lo que precedió, solo haya sido el desvarío de un yo distinto que piensa en al menos tres ocasiones que sintió la muerte rondándole. La primera —dice—, tenía diez años y me salvé porque nací en una época en la que ya la cirugía la evitaba. Aquella amenaza de perforación se descubrió a tiempo y se redujo a una sencilla intervención quirúrgica y a la cicatriz que luzco en mi zona abdominal derecha. La segunda —recuerda—, fui salvado de las aguas, cual Boudu. Pero mi hundimiento se producía lejos del Sena, en un puerto pesquero gallego donde se festejaba la fiesta del mar. Me puso en peligro mi idiotez adolescente, que era diferente a la actual. Supongo que parte de esa estupidez consistía en no querer ser menos y en no aspirar a más, así que me lancé al agua desde el barco que nos había aceptado como parte del pasaje en aquella procesión. Todavía me veo alcanzando otro. Agarrado a un neumático, a tiro de su línea de flotación, e intentando subir por él. Recuerdo la imposibilidad, recuerdo mi cuerpo vencido, a punto de dejarse arrastrar hacia las profundidades bajo el manto marino y aceitoso sobre el que flotaban barcos, barcas y bañistas que celebraban a su patrona sin ser conscientes de que allí, a escasos metros, un inconsciente estaba a media cabeza de la muerte. Solo veo la mano callosa y vigorosa de un marinero sin rostro, una mano que me agarra e iza como si levantase un peso ligero. Me sitúa en la cubierta del pesquero del que solo quería salir para dejar de oír su bronca y mi vergüenza. Entonces, no reflexioné sobre el hecho y la posibilidad que había quedado atrás; ni sobre la reprimenda de aquella figura que soy incapaz de evocar. Era su censura la consecuencia lógica de una situación peligrosa a la que me había expuesto porque había que quedar bien, pero en la que bien pude quedar muerto.
Aunque magullado de pies a cabeza, la tercera vez también salgo ileso —continúa—. Se lo debo a la física, a la tecnología de un vehículo, a la probabilidad, al factor humano y quién sabe si a una mano invisible que obró al menos dos milagros, aunque no crea en ellos, pues dos fueron los que de allí salieron para seguir siendo. En este último caso —prosigue—, la muerte susurró más alto y cerca que en las otras ocasiones. La tenía en los talones, donde siempre ha estado y donde todavía me acecha, incansable, consciente de que algún día me dará alcance. Lo curioso es que yo también soy consciente, más no por ello le llevo ventaja, pero ya no me causa pánico el saberla ahí, a uno o dos pasos detrás de mí. En aquel momento, comprendí que no estaba en mi mano. Me relajé. Fueron unos segundos en los que solo pude pensar en mi acompañante y en que mi vida no dependía de mí. “Ya está”, me dije totalmente sereno y consciente de que mis opciones y las suyas no estaban en nuestras manos. Se reducían a ser o no ser, pero solo en uno de los casos sabríamos la respuesta. En las dos primeras ocasiones, la muerte no era algo en lo que pensar, lo que le restaba infinitud y le negaba su realidad. Había empezado mi contacto con ella, en ausencia, en una fotografía que otro ser ya desaparecido lloraba, pero fue más real cuando por primera vez viví el fallecimiento de un ser querido. Desde entonces, se han ido más. Aún pienso en ellos, pues todavía hay algo vivo que de ellos queda en quienes les sobrevivimos. Puede que, ya muertos, vivamos una breve inmortalidad en los recuerdos de quienes nos quieren o nos odian. Pero… —duda—, a partir de cierto momento, cobró otro tipo de presencia en mi pensamiento y en mi vida. No la tuya —me niega sin poder mirarme a los ojos—, que quizá estés muerto como ser sensible, pensante y queriente. Ahora sé que mientras la muerte me aceche estaré vivo —afirma—, y eso es más de lo que sentí antes de tu nacimiento, que no pediste, y de mi final, que no veré ni sentiré, ni podré evitar. Si lo pienso… —se detiene y sopesa lo que le ronda—, al eliminar de la ecuación la posibilidad de la vida eterna, quizá no quede más salida que el nihilismo o la caótica anarquía que implica responderse a la pregunta ¿mi vida es mía? Pero ni por separado ni mezclados solucionan ni responden. El camino sigue y la vida exige cierto orden, porque nace en el caos que nadie logra explicarse, pero, sobre todo, ofrece mucho por lo que interesarse y más aún te regala y también te roba los momentos y las personas que importan. ¿Cuál es el sentido entonces? Puede que la mejor respuesta la diesen los Monty Python, pero yo la encuentro en su sinsentido, en cada latido de mi corazón, en los gozos y las sombras, en resistir, amar, echar siestas, en rebelarse contra la estupidez creciente o cuando las circunstancias así lo pidan, en sentir amigas la soledad y la compañía, en escuchar más allá del ruido y estar dispuesto a continuar el aprendizaje que forma parte de la evolución humana; en todo caso, el aprendizaje nos permite conocernos y conocer lo poco que podemos comprender. Es el que libera, aunque no seamos libres. No lo somos ya ni en nuestra entrada ni (por lo general) en nuestra salida, pues ninguna elegimos, pero esto no impide que, entremedias, podamos mover alguna ficha. Mas cabe tener en cuenta que, en ocasiones, no sabemos jugar y culpamos a otros de nuestro mal juego. Por ejemplo, míranos a nosotros. Yo te culpo a ti y tú a mí —me dice; y se va sin despedirse...
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