Le gustaba que le llamasen “Elví”, pues sonaba más estadounidense, si es que existe un sonido tal, pero nada tenía que ver con el singular del rey del rock. Tampoco nació en Memphis ni triunfó en el ámbito musical, aunque tuvo el buen criterio de apoyar el equipo musical de Arthur Freed y permitirle cierta independencia. Gracias a ello, Freed pudo controlar su propia unidad cinematográfica cuando la MGM se convirtió en el estudio más exitoso y glamouroso de Hollywood. Y lo era porque magnates como L. B. e Irving Thalberg lo habían hecho posible. No es que el primero tuviese un estilo elegante y cultivado, para nada, ni la vena creativa del segundo, pero sabía dominar con mano de hierro su entorno y comprendía cuál era el punto flaco del público al que dirigiría sus productos: el febril deseo de mirar y adorar estrellas. Y eso fue lo que Louis B. Mayer dio a la industria cinematográfica, un firmamento de astros de celuloide entre quienes brillaban con mayor intensidad Greta Garbo, John Gilbert, Renée Adorée, Joan Crawford, Lon Chaney, Norma Shearer, Clark Gable, Spencer Tracy, Judy Garland, Lassie, Elizabeth Taylor,… La lista es terminable, pero muy larga, y la calidad de los films producidos era una cuestión secundaria para Mayer, pues pensaba (o eso se deduce de sus palabras y sus decisiones) que la imagen proyectada por los actores y actrices era más importante que la creatividad, el arte y el discurso de sus directores, guionistas y películas, las cuales nunca pretendían cuestionar el orden moral y conservador dominante. Era una de sus máximas. Mayer producía películas cuyos valores se ajustaban a los de su país de acogida, nunca los pondría en duda ni consentiría que resultasen polémicas ni ofensivas para las mentes “bienpensantes”. Con él al frente, Hollywood dejó de ser un paraíso de caos y desenfreno, aunque continuase la fiesta entre bastidores. Bajo su égida del león se impuso el glamour y se puso fin al reino del director independiente, el cineasta creativo y de aspiraciones artísticas, derrochador y desbordante tipo Griffith o Stroheim. Claro que hubo genios después, pues ni Mayer, ni Fox, ni Cohn ni ningún otro pueden controlarlo todo, aunque todos los que trabajaban para la MGM, la Fox o la Columbia eran empleados suyos y ellos (magnates del cine) eran quienes dirigían y decidían en sus dominios. No había más, la última palabra era la suya. Tras ponerse al frente del estudio del León, Mayer solo debía rendir cuentas a Marcus Loew y, a la muerte de este en 1927, a Nicholas Schenck. Tampoco dudó a la hora de construir su visión de Hollywood: fantasía por fuera y empresa autoritaria (bajo la autoridad del productor) por dentro. Sabía que el espectador no acudía al cine en busca de un aprendizaje ni de un momento que invitase a la reflexión; el público pagaba por entretenimiento y espectáculo, para escapar de la realidad, admirar rostros inexistentes salvo en la pantalla y viajar a mundos tan fantasiosos como Oz, la selva de Tarzán o el Hollywood de Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952). Siempre se ha dicho que no era el artista de la MGM, puesto reservado para Irving Thalberg, pero sin este empresario de mano de hierro la Metro Goldwyn Mayer no habría sido lo que llegó a ser: la jaula más dorada, el estudio de mayor brillo.
Cuando de niño llegó a Canadá, procedente de una Rusia en explosión antisemita, pocos habrían dado un céntimo por aquel vivaz y trabajador muchacho a quien llamaron Louis; la B sería cosa suya. Se ganaba la vida recorriendo las calles de Saint John en busca de chatarra, pero su ambición prefería el dorado y este se le presentó cuando descubrió las posibilidades de la exhibición cinematográfica. El joven Mayer era un emprendedor que acabaría por convertirse en uno de los grandes constructores y “emperadores” de Hollywood. Quien había empezado recogiendo y vendiendo chatarra, para el negocio paterno, se decidió por el espectáculo. Así que se trasladó a Estados Unidos y abrió una pequeña sala en Nueva Inglaterra, a la que seguiría otra y luego otra más... De él, se decían muchas cosas, algunas buenas y otras no tanto; había quien le odiaba y quien le temía, y quizá alguien más que su mujer y sus hijas le amase. En todo caso, era capaz de destruir a quien consideraba su enemigo o a quien no seguía sus directrices, probablemente, también a quien no le cayese bien, del mismo modo que podía mostrarse generoso con quien cumplía con él y con el estudio. Básicamente, era un tirano de mano de hierro que, en formas y trato, era más próximo a la dureza de Harry Cohn que a la parafernalia, el despilfarro y la obstinación de Samuel Goldwyn, apellido este último que estaría ligado al Mayer de Louis desde la fusión de la Metro, empresa de la que L. B. había formado parte en la década de 1910, la Goldwyn, que ya no pertenecía a Samuel, y la Mayer del propio L. B.
King Vidor, que junto a Victor Sjöström y Clarence Brown era el mejor realizador bajo contrato de MGM en las postrimerías del silente, recordaba que <<Una nueva entidad vio la luz en Hollywood, surgida de la fusión de tres compañías independientes: la exitosa Metro Company, que estaba controlada por Marcus Loew; la tambaleante Goldwyn Company, presidida por Joseph Godsol (los empleados del estudio resumían su precaria situación en la frase “Confiamos en Godsol”); y la Mayer Company, al frente de la cual estaba el calculador y exitoso Louis B. Mayer. Todas se trasladaron con armas y bagajes al solar de la Goldwyn en Culver City.>> (1) La unión de estos tres estudios independientes se produjo oficialmente en 1924 y dio forma a la que quizá sea la más mítica de todas las “majors” hollywoodienses. Pero, aparte de la armonía alcanzada por sus apellidos en sintonía con Metro y el rugido del león, Goldwyn y Mayer nunca se llevaron bien; en realidad, se detestaban. Tampoco fueron socios, aunque, cada uno por su lado, llegaron a Hollywood para establecer allí su centro de negocios cinematográficos y ofrecer lo que el público deseaba a cambio de unas monedas que, sumadas, daban millones de dólares que iba a parar a sus bolsillos. Era un tipo más que difícil, complejo, puede que también acomplejado, que se construyó a sí mismo; en esto es el suelo americano hecho realidad. Y para alguien así, no sería agradable compartir su reino con Thalberg, a quien seguro admiraba y necesitaba (de modo similar que este a aquel, pues ambos se complementaban, aunque no simpatizasen ni fuesen amigos); admiraba de él su capacidad, aquella de la que él carecía, pues lo suyo no era crear, sino supervisar y mandar, ya fuese seduciendo u obligando. Para Mayer no había término medio: el era el rey de su reino autoritario.
En su entretenido libro sobre el productor, Scott Heyman introducía a su protagonista más allá del tópico del ogro, situándolo en su época y su reino y explicando el porqué de su despótico reinado en MGM. Entre otras cosas que ofrecen una idea aproximada del magnate, el periodista escribe que:
<<Lo que Mayer quería en sus películas, y habitualmente lo conseguía, era ofrecer una imagen idealizada de los hombres, las mujeres y el mundo en que estos vivían. Mayer creía fervientemente que las películas no eran un reflejo de la vida, sino una huida de ella. Creía en la belleza, en el atractivo sofisticado, en el sistema de estrellas y en el materialismo.
El matrimonio era una institución sacrosanta y las madres, objeto de veneración, de modo que estaban completamente despojadas de sexualidad. Cuando la MGM hizo The Human Comedy, la favorita entre las ochocientas películas cuya producción auspició Mayer, asignaron a Fay Bainter el papel de madre de un niño de cinco años. En aquella época, Bainter era una mujer de más de cincuenta años con aspecto de matrona.
Pero Mayer era un hombre de negocios antes que un moralista, y por tanto la MGM era cobijo digno para la sexualidad felina de Clark Gable, la fácil disponibilidad de Jean Harlow, la personalidad irónica y de hombre común de Spencer Tracy, la vulnerabilidad herida de Judy Garland, el celo de dependienta de Joan Crawford y la etérea Greta Garbo, un descubrimiento personal de Mayer, como también lo fueron Hedy Lamarr y Greer Garson.
Para hacer realidad su idea, Mayer podía implorar, suplicar, apaciguar, gritar y amenazar. Y de ve en cuando, si implorar, suplicar, apaciguar, gritar y amenazar no servía de nada, permitía que el actor, el director o el productor se salieran con la suya. Si fracasaban, se aseguraba de recordárselo con un “te lo dije”. Y si tenían éxito, reconocía igualmente que él se había equivocado.
Ya en vida, sus valores y el tipo de películas que adoraba estaban de capa caída. Desde su muerte en 1957 se le ha caricaturizado de forma despiadada, convirtiéndolo en una metáfora vulgar, déspota y atronadora de la banalidad que los intelectuales de Nueva York veían en Hollywood, aun cuando se pelearan por ganar los sueldos que pagaban ese tipo de personajes ramplones. Los críticos cinematográficos más respetados han dejado caer en torno a Mayer la palabra “malvado” (término que tal vez debería reservarse para quienes hacinaban a los judíos en vagones de trenes), como si fuera Edward Arnold en una película de Frank Capra.
Con todo esto se olvida el hecho de que Mayer, más que cualquier otro productor de cine de su generación, comprendió de manera profunda e intuitiva los gustos y las necesidades del público de masas y construyó la organización de mayor éxito jamás concebida para satisfacer dichos gustos y necesidades.
Quizá la gente sofisticada de Nueva York o Los Ángeles se burlaba de Andy Harvey o de los musicales de la MGM por ese aire de “representemos una función” que exhibían, pero Mayer sabía que esa fórmula funcionaba. Entonces, igual que ahora, a la gente (sobre todo a los estadounidenses) le gustan las estrellas, el espectáculo y el optimismo, salpimentados si es posible con un poco de sentimentalismo. La gente no quiere que se le ponga en tela de juicio ni que la instruyan, sino que la complazcan y la entretengan. Y para que una película tenga éxito comercial no es tan importante la calidad estética como el hecho de que encaje a la perfección en una categoría previa ya existente; y determinadas categorías son más fáciles de crear que otras.>> (2)
(1) King Vidor: Un árbol es un árbol (traducción De Francisco López Marín). Paidós Ibérica, Barcelona, 2003.
(2) Scott Eyman, en el prólogo de su libro “El león de Hollywood. La vida y la leyenda de Louis B. Mayer” (traducción de Ricardo García Pérez). Editorial Debate, Barcelona, 2008.
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