viernes, 11 de septiembre de 2015

Bonnie & Clyde (1967)



La década de 1960 confirmó el anunciado final del sistema de estudios que imperaba en Hollywood desde el periodo silente. La dura competencia de la televisión, la drástica reducción de salas de exhibición, la crisis en el star system o las paulatinas despedidas de pioneros como Allan DwanCecil B. DeMille, Charles ChaplinJohn Ford, King Vidor, Michael CurtizRaoul Walsh, William A. Wellman (y tantos otros realizadores irrepetibles que engrandecieron el cine estadounidense) obligaron a la industria cinematográfica a una transformación que se produjo de la mano de nuevos ejecutivos, que sabían más de números que del medio que iban a dirigir, y de los cineastas surgidos hacia la segunda mitad de los años cincuenta. La aparición de estos nuevos realizadores y la confirmación de otros en activo, unido a los turbulentos tiempos que atravesaba la sociedad norteamericana —los asesinatos de John y Bobby Kennedy, Malcolm X y Martin Luther King, las protestas a favor y en contra de la igualdad de derechos civiles, el despertar del Tercer Mundo, que amenazaba la influencia geopolítica internacional estadounidense, 
los movimientos contraculturales, que, como toda contracultura, cumplida su misión de escandalizar, acabarían formando parte de la cultura/industria oficial o el conflicto de Vietnam—, dieron paso a películas que reflejaban la amargura y el desencanto que trajo consigo el despertar del sueño americano. Producciones en su momento transgresoras, como lo fueron los dramas Lolita (Stanley Kubrick, 1962) o El graduado (Mike Nichols, 1967), los thrillers A sangre fría (Richard Brooks, 1967) o En el calor de la noche (Norman Jewison, 1967), el western Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969) o la película de carretera Easy Ryder (Dennis Hopper, 1969), rompieron con algunos tabúes impuestos dentro del medio cinematográfico, una ruptura con lo establecido que abrió paso a un tipo de producciones más violentas, descarnadas y, en algunos casos, influenciadas por los cines surgidos hacia la década de 1960 fuera de la industria de Hollywood: underground, nouvelle vague o free cinema. Dentro de este grupo de films, Bonnie y Clyde (Bonnie & Clyde, 1967), nacida del empeño de Warren Beatty, su productor y protagonista, recibió la inmediata simpatía del público y las airadas protestas de sectores conservadores, cuyas bocas en algunos quedaron abiertas y en otros llenas de improperios, escandalizados por la violencia explícita y la supuesta carga erótica de un romance gansteril y cinematográfico que mostraba a los criminales como héroes románticos.


Uno de los factores clave del éxito de Bonnie y Clyde fue su conexión inmediata con el público joven, pues mayoritariamente, el adulto prefería acomodarse en su hogar y disfrutar de las emisiones televisivas: series, reposiciones de películas clásicas, concursos y otros programas. Pero la conexión entre las imágenes y los espectadores es un después, un antes que lo hizo posible es el estilo y el tono desarrollados por Arthur Penn, director con quien Beatty había trabajado en Acosado (Mickey One, 1965), para narrar con imágenes y sin miedo a la censura del Código Hays el recorrido criminal de sus protagonistas. Su narrativa, entre la poética y la crítica que fuerza, no rehuye el conflicto social mientras acompaña a los delincuentes desde sus inicios hasta su caída, sin caer Penn en la tentación de juzgarlos, aunque sí en la de ensalzarlos. Si bien prescinde de juicios morales a la hora de mostrar a la pareja, los convierte en víctimas heroicas, y con ello logra, por una parte, el aplauso y, por otra, el rechazo del público. Pero aun con sus aciertos, Bonnie & Clyde es una película que debería verse desde una doble mirada: la que tenga en cuenta su época, donde sí podría decirse que fue rompedora, y fuera de su momento, en tiempo presente, cuando dicha ruptura se olvida y afloran defectos que en su día quizá pasasen de largo; aunque, se mire como se mire, su mítica no puede negarse. A la “química” de su guapa pareja, se le une la realidad de ser uno de los títulos más relevantes que confirmó el cambio en la industria cinematográfica de Hollywood.


La historia de Bonnie Parker (Faye Dunaway) y Clyde Barrow (Warren Beatty) fue escrita por David Newman y Robert Benton y en algunos aspectos recuerda a la filmada por Joseph H. Lewis en el El demonio de las armas (Gun Crazy, 1950). Aunque en Bonnie & Clyde el comportamiento criminal de la pareja no surge de una patología —se omite como afectó a Clyde su estancia en el correccional y se alude su incapacidad sexual en un par de ocasiones, pero solo para remarcar que la pareja sustituye la falta de sexo por las armas—, como sí aflora en el personaje masculino del film de Lewis, sino que nace como una consecuencia del momento que les ha tocado vivir. No cabe duda que Penn y sus guionistas se toman numerosas libertades argumentales respecto a la realidad de la pareja, tanto la psicológica como la criminal, pero es cine y, por tanto, la fantasía que depara o posibilita que ni Bonnie ni Clyde muestren una personalidad desequilibrada o una naturaleza violenta. Lo que les impulsa es su rechazo a la miseria en un presente que les ha deparado soledad y decepción, las que eligen dejar atrás cuando se unen; aunque su decisión implique el uso de la fuerza bruta y, a su vez, la persecución de individuos que emplean una violencia similar a la suya para darles caza.


Bonnie & Clyde es un film que mezcla varios géneros, cine de gángsters, road movie e incluso western, para recrear una época de crisis y de malestar social, similar en muchos aspectos al vivido durante los años sesenta, pero lo hace desde esos dos personajes que se enamoran a primera vista y que nunca desisten a la hora de alcanzar sus objetivos: romper con lo establecido, divertirse y crear un entorno familiar que los arrope. Este concepto de familia se agudiza gracias a la presencia de Buck Barrow (Gene Hackman), Blanch (Estella Parsons), la mujer de este, y C. W. Moss (Michael J.Pollard), quienes comparten el sueño de los protagonistas, pero dicha ilusión es un imposible que se confirma cuando los representantes de la ley, que no llegan a adquirir el grado de humanidad que la cámara sí confiere a los delincuentes, les dan caza en la escena más recordada del film.

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