sábado, 25 de octubre de 2025

Eddy de Wind en Auschwitz


Durante los últimos meses de su encierro en Auschwitz I, el holandés Eddy de Wind se puso a escribir para dar testimonio de los campos de concentración nazis. Por entonces ya contaba con 29 años, había sido deportado dos años antes al complejo carcelario que abarcaba varios campos de trabajo y el más terrible de Birkenau, más infernal porque, allí, cuatro crematorios funcionaban a diario recordando que aquello era el infierno, que nadie podría escapar de la muerte y de las llamas. Por suerte, para De Wind, solo pasó un mes en Birkenau y fue devuelto al campo Auschwitz I, a la sección de enfermeros. Aunque terribles, las condiciones de los enfermeros eran más favorables que la mayoría de grupos de trabajo. De Wind accedió a ella, gracias a que por entonces ya era médico —se había licenciado a pesar de la prohibición a los judíos de cursar estudios universitarios—. Probablemente, eso y mucha suerte fueron los factores que le permitieron sobrevivir y dar testimonio. Fue uno de los primeros en narrar y publicar su experiencia, la de los campos de la muerte. Para él, era vital hacerlo, pues pretendía que el mundo conociese el horror sufrido por millones de seres humanos; quería que se recordase para que no volviese a producirse semejante crimen. Dicha aberración la narra en Auschwitz: Última parada, que publicó por primera vez en 1946. Pero, como superviviente, también sitió culpabilidad por haber sobrevivido, culpabilidad que no era ajena al resto de quienes salieron con vida de aquellos campos nazis donde trabajar no les hacía libres, solo les hacía cadáveres o muertos vivientes. Sencillamente, los reventaban hasta que morían o hasta que llegase su turno en una de las selecciones cuyo final era conocido y temido.


En su libro, Eddy de Wind recuerda que, ya a la llegada a Auschwitz, los oficiales de la SS hacían una primera selección. Tras bajar del tren, ordenaban formar en dos filas, una a la izquierda y otra a la derecha: una para los condenados a las cámaras de gas, ancianos, niños, cualquiera a quien los seleccionadores no viesen utilidad inmediata; y otra para los condenados a los barracones y al trabajo esclavo que, en la mayoría de los casos, acababa en muerte. De todo esto, de Wind deja constancia, pero, al contrario que Primo Levi en su trilogía de Auschwitz o Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido, no habla en primera persona. Tal vez no pudiese hacerlo en aquel momento de encierro y solo pudiese hablar distanciándose de sí, aunque háblese de sí mismo. Así, para expresar sus experiencias y sus sentimientos en aquel infierno, decidió narrar en tercera persona e inventar un personaje, Hans, que no deja de ser él, visto por él, con una distancia que le permite hablar de sus sentimientos, de sus pensamientos, de cómo se aferra al amor hacia su mujer, encerrada en el “Block 10” donde Josef Mengele y otros experimentaban con sus cuerpos. Al tiempo que nos hace partícipes de sus impresiones, habla de cuanto ve a su alrededor: horror, desesperanza, muerte…


<<En este lugar habían sido asesinadas más personas que en cualquier otro lugar del mundo. Aquí había dominado un sistema de exterminio de una perfección sin parangón, aunque tampoco había sido completo. De lo contrario, él ahora no podría haber estado aquí ni tampoco estaría vivo. ¿Por qué vivía? ¿Qué le daba derecho a vivir? ¿En qué era él mejor que todos esos millones que habían parecido?>> (1) Esa era la gran pregunta, la que Hans/Eddy de Wind y tantos otros supervivientes se hacían. A él <<le parecía de una insondable maldad no haber compartido el destino de todos esos otros, pero pensó en las palabras de la muchacha en “No pasarán”: “Debo seguir viviendo para contarlo, para contárselo a todo el mundo, para convencer a las personas de que todo esto ha sucedido de verdad…”>>. (2) Pero la finalidad de su testimonio, que era evitar que volvieran a repetirse aberraciones similares, no se ha alcanzado, como prueban el gulag soviético —antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial—; la revolución cultural china, los campos de los jeremes rojos en la Camboya de la década de 1970; la política indonesia en Timor Oriental durante el último cuarto del siglo XX; el genocidio ruandés en 1994; el conflicto sirio desde la revuelta del 2011; Darfur, en el Sudán del XXI, o la situación límite de la población palestina, condenada a sufrir hambruna y destrucción, son algunos de los infiernos que prendieron después del nazi. Algunos todavía arden, y ya son más de siete décadas que nos separan del momento narrado por el médico holandés, un momento que parece haber pasado, tal vez por su amplitud literaria y cinematográfica, de la realidad a la imaginario popular, con el riesgo que esto conlleva, que el público lo tome como una ficción y que las palabras e intenciones de Eddy de Wind, Viktor Frankl, Primo Levi, Jorge Semprún y tantos otros que dejaron su testimonio como legado para una humanidad más tolerante que, vista hoy, parece haber caído en la intolerancia o, tal vez, nunca la ha abandonado.


(1) (2) Eddy de Wind: Auschwitz: Última parada (traducción de Julio Grande). Espasa Libros, Barcelona, 2019.

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