No hay que ser un lince ni ser filólogo para comprender que algunas palabras y expresiones empleadas de forma continua pueden hacer mella en el oyente —piensen en un bebé, en cómo aprende a decir mamá y papá—. Más complicado es realizar un estudio pormenorizado del cómo y el para qué, y más difícil todavía, hacerlo cuanto tu vida ya no te pertenece. Ese fue el caso de Victor Kemplerer, quien durante el periodo nazi realizó un minucioso (y clandestino) estudio del lenguaje empleado por los líderes y los medios del llamado Tercer Reich, haciendo hincapié en el uso de las palabras y de los símbolos empleados para manejar a la población, a la que los nazis querían no pensante, irreflexiva, ignorante, uniforme, manipulable a más no poder. <<El nazismo se introducía más bien en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente.>> (1) La ignorancia, la desgana intelectual y el embrutecimiento ya estaban ahí, solo tuvieron que apurarlo y llevarlo hacia donde les beneficiaría, señalando un enemigo para la situación que atravesaba Alemania tras el crack del 29 y la depresión económica que le siguió, y que disparó la inflación e implicó la exigencia estadounidense de la devolución de los préstamos. La situación era compleja. A las heridas no cicatrizadas de la Primera Guerra Mundial, se le sumó la permisividad de la República de Weimar, para con los enemigos de la democracia, permisividad que se evidenció en no pocas ocasiones, sin ir más lejos en la laxa condena a Hitler y otros cabecillas del Putsch de Múnich de 1923, el malestar de la baja burguesía —base sobre la que se aupó el nacionalsocialismo— y el miedo de las grandes fortunas al comunismo —lo económico siempre está presente en cualquier guerra, revolución o movimiento histórico—. De todo eso se aprovecharon Adolf Hitler y su “séquito”, cuya sinrazón e incultura ya queda expuesta en su libro Mi lucha.
Pero en 1925, fecha de la publicación del panfleto, nadie vio en su contenido un peligro inminente, tal vez porque muy pocos lo leyeron entonces y los que sí lo hicieron o bien eran “fans” o despistados lectores que se dormían por las noches perdiendo el hilo de las líneas escritas por quien, tal vez, considerasen un don nadie que había intentado un golpe y había fracasado. Durante su estancia en presidio, el futuro dictador comprendió que la fuerza bruta —un choque directo y violento con el sistema— no le depararía el poder, así que los nazis se mantuvieron a la expectativa, haciéndose pasar por un partido político democrático, y nadie sospecharía ni podría aventurar lo que iba a suceder a partir de 1933. Mas en ese año, cuando subieron al poder, a pocos les pasó desapercibido sus intenciones, sus uniformes, sus símbolos, sus discursos, sus palabras, la reiteración diaria de su fanatismo. Sí, “fanatismo”, del que presumían porque habían transformado esa palabra de connotación enfermiza en una a celebrar. La hicieron presente en su discurso, para festejar y alejar la reflexión, para asentar la irreflexión, similar a la actual —hoy se usa el no pensar en la idea de “fan” y “seguidor” en la cotidianidad de las redes sociales y de tanto ídolo de barro que, económicamente, resulta un negocio muy rentable: a mayor número de fanáticos seguidores, más ingresos—.
Perseguir fortuna es un objetivo visible, pero lo que Hitler y los suyos pretendían y querían era otra cuestión; más compleja, más desquiciada; sus objetivos habían sido expuestos en Mi lucha. Por otra parte, deseaban una población activa, siempre en constante movimiento, incapacitada para la quietud, pues solo la pausa permitiría pensar y, por lo tanto, posibilitaría el ver hacía dónde conducía la ideología en el poder. Y “adónde” sería una buena pregunta que pocos se plantearon, puesto que <<la LTI se centra por completo en despojar al individuo de su esencia individual, en narcotizar su personalidad, en convertirlo en pieza sin ideas ni voluntad de una manada dirigida y azuzada en una dirección determinada, en mero átomo de un bloque de piedra en movimiento. La LTI es el lenguaje del fanatismo de masas.>>, <<en sus momentos culminantes, debe ser el lenguaje de la fe, ya que está enfocada hacia el fanatismo>>, envalentonado este por la parafernalia, el rito y la lengua del partido. Solo hay que ver El triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl, 1934) para hacerse una idea del carácter religioso, casi divino, mesiánico del que se rodeó la figura de Hitler, que en dicho documental parece descender de los cielos (y no precisamente porque viaje en avión).
Aunque el LTI estaba ahí, a la vista y al oído de todos, era complicado descubrir su lenguaje, el cómo se utilizaba en el día a día, en la prensa, en la radio, en los mítines y los altavoces callejeros, taladrando con repeticiones la mente de la población a la que quería sin actividad intelectual, para guiarla sin tener que convencer, pues convencer exigiría ofrecer razonamientos y respuestas a preguntas que no podría justificar con razones objetivas y racionales. Pero nada racional había en los nazis, por lo que el pensamiento fue su primer enemigo a erradicar. Eran conscientes de que <<Quien piensa, no quiere ser persuadido, sino convencido y quien piensa sistemáticamente, es doblemente difícil de convencer.>> Así que el uso de una lengua directa, populista, que apelará al sentimiento y no al intelecto, les sería de gran ayuda. <<El lenguaje crea y piensa por nosotros>>, apuntó el filólogo al comienzo de su cuaderno de apuntes.
La lengua que empleaban ni siquiera era original suya, la formaban palabras que ya estaban ahí, en Alemania o en otros lugares, pero que ellos supieron emplearla para sus fines; darle su sentido. <<Antes bien, todo en ella era discurso, todo en ella debía ser apelación, arenga, incitación.>> De ese modo, no les resultó difícil controlar a las masas, hacer de ellas cuanto se les antojase y convertirlas a su religión, ya que a religión se reducía el nacionalsocialismo —otro tanto sucedía con el estalinismo, aunque Klemperer no supo verlo, cuando compara aspectos que asoman en las lenguas empleadas por ambas ideologías, confiriendo un carácter positivo al uso soviético; conclusión comprensible si uno piensa que el libro lo escribió en 1946—, que apelaba a la creencia ciega y al seguir los dictados de quien se erigió a sí mismo en mesías de la germanidad frente al peligro que atribuyó a los eslavos, a los católicos y, sobre todo, a los judíos, ya fuesen alemanes, polacos, franceses, holandeses…, y a otras minorías étnicas.
Resulta curioso como la propaganda transforma la realidad y crea otra a su antojo; ¿qué sucede? ¿Es que nadie se detiene a pensar lo que les dicen? ¿El por qué y el para qué? El generar la idea de masa, de pueblo elegido y grupo homogéneo ayudó lo suyo, ya que esa masa elegida, la que Hitler consideraba superior, se sintió digna de habitar la nueva Germania, aquella que presumía su pasado de los pueblos nórdicos y que encontraba su excusa en las teorías de Rosenberg, quien, a su vez, había rebuscado entre las ideas de algún demente anterior a ellos. El resto de personas, ya hubiesen nacido en Alemania, en Austria o en la Conchinchina, quedaban fuera, despojados de su ciudadanía, estigmatizados, perseguidos, eliminados. Klemperer se salvó por distintas circunstancias; la primera su matrimonio con Eva Schlemmer, que era “aria”, y la última, el bombardeo de Dresde, que si bien mató a miles de personas, a él le brindó la posibilidad de escapar de la Gestapo, justo antes de su traslado; es decir, de su asesinato a manos de la policía nazi.
El escritor recuerda en su libro que hubo un momento crucial, fue cuando les obligaron a llevar la estrella amarilla, crucial porque ese instante les elimina la posibilidad de pasar desapercibidos y lo que el símbolo conlleva… Esa estrella rudimentaria, formada por dos triángulos, expresaba todo el odio de la ideología nazi y sus intenciones respecto a los judíos, a quienes culpaba de los males de Alemania, encontrando en sus víctimas una excusa y un chivo expiatorio que les permitía llevar a cabo su aberración, su locura, la de un régimen de terror que se apoyó en la embrutecida pequeña clase media para alcanzar el poder, el cual ya no dejarían hasta ver reducida Alemania (y otros lares) a escombros. Klemperer sobrevivió a la sinrazón, en buena medida gracias a su matrimonio con Eva, a quien dedica su estudio —<<pues sin ti este libro hoy no existiría, como tampoco existiría hace tiempo su autor>>— y, hacia el final de la guerra, a trasgredir las normas a las que le obligaban, quitándose la estrella y ocultando su identidad por distintos lugares del país que no tardaría en ser liberado, ocupado y dividido en cuatro sectores que acabarían siendo dos, para hoy ser uno. Quién sabe que le deparará el mañana, pero hoy la sinrazón sigue su curso en otros lugares; ahí está, puede detectarse o pasar desapercibida, por eso un estudio como el de Klemperer, que nos advierte de la necesidad de un oído atento y de una mente crítica, continúe siendo una lectura que invita a pensar…
(1) Entrecomillado extraído de Victor Klemperer: LTI. La lengua del Tercer Reich (traducción de Adan Kovacsics). Editorial Minúscula, Barcelona, 2001.
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