Más interesante que el despertar sexual de Manuel (Jorge Sanz), el adolescente de quince años sobre el que gira El año de las luces (1986), y del primer amor que surge cuando conoce a María Jesús (Maribel Verdú), es el ambiente de posguerra recreado por Fernando Trueba y la ambientación lograda por su equipo artístico, una ambientación que la emparenta con la no menos espléndida de Belle Epoque (1992), comedia que se sitúa en la inmediata preguerra y en otro paraíso imposible. Entre medias, estalla la guerra civil que Manuel vive en Madrid, bajo la continua amenaza de los bombardeos y la carestía, rodeado de los “rojos” que forman parte de la cotidianidad en la que crece. A esta realidad suya, que en la pantalla se omite porque la acción se sitúa en abril de 1940, tenemos acceso por sus palabras durante el viaje en autobús, cuando responde a su hermano mayor, Pepe (Santiago Ramos), teniente del bando nacional. Por sus palabras, la realidad vívida es la de cualquier niño madrileño de la época, la retratada por Jaime Chávarri en Las bicicletas son para el verano (1984), cuya acción se sitúa entre Belle Epoque y El año de las luces. En estas últimas se ofrecen dos perspectivas complementarias del “paraíso” que inevitablemente se pierde, paraísos vitales, de inocencia y libertad. Decía Azcona en una entrevista para la revista Nosferatu que <<Los paraísos existen solo para perderlos>> y eso es lo que sucede a los dos personajes interpretados por Jorge Sanz en estas dos películas de Trueba, un cineasta que encontró en Azcona un coguionista que aporta experiencia y amplía la perspectiva a su cine.
Aparte de que abre una nueva etapa en la filmografía de Trueba, quien hasta entonces venía desarrollado lo que se dio a conocer como “comedia madrileña”, El año de las luces es una de sus mejores películas, por sencilla y por la presencia de personajes entrañables o grotescos que, como los de Manuel Aleixandre, Rafaela Aparicio, Verónica Forqué, Chus Lampreave o José Sazatornil “Saza”, resultan indispensables para que lo expuesto en la pantalla no caiga en la desgana ni en la repetición. Son el respiro de la trama, a la que dotan de humanidad, humor e ironía, pues no solo se trata de exponer el aprendizaje vital y el despertar sexual de Manolo, un despertar que le sitúa a las puertas del mundo adulto, con lo que ello conlleva, sino que también se pretende un retrato, entre costumbrista y cómico de la inmediata posguerra, del deseo silenciado, de la represión sexual, de las ilusiones perdidas. A través de los ojos del personaje central se accede a este panorama entre la posibilidad que libera y la intolerancia que conlleva la censura y la represión características del nuevo régimen que se impone tras la guerra. Pero también se descubre cierto tono nostálgico, quizá porque la historia narrada nazca de la memoria de Manuel Huete, suegro del director, cuya propia experiencia vital en un “preventorio infantil”, similar al que asoma en la película, sería el punto de arranque para el guion escrito por Azcona y Trueba, el primero de los tres en los que colaboraron.
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