miércoles, 8 de julio de 2020

Cesare Zavattini. La mejor condición


El autor teatral es aplaudido o abucheado, es principio y fin, hace y deshace, puede presumir de que lo escenificado sobre las tablas es obra suya y no de quien pone la trama en escena. En el cine esto no sucede o sucede a la inversa. Se dice que una película es de tal o cual director, de tal o cual actor o actriz, pero pocas veces alguien asume que lo que está viendo en la pantalla sea obra de los guionistas. La mayoría de los escritores cinematográficos han pasado de puntillas por la historia del medio, de ahí que apenas se recuerden nombres clave como los de Carl MayerJacques PrevertDudley Nichols o Rafael Azcona, por citar cuatro de los más reconocidos entre los olvidados imprescindibles. Preston Sturges, John Huston, Billy Wilder o Robert Rossen fueron casos aparte, ya que sí se les reconoce, aunque no por guionistas, sino por dar el paso a la dirección. Hay otros casos, como el de Thea von Harbou u otros escritores de películas a quienes asociamos con los realizadores con quienes establecieron fructíferas relaciones profesionales. Si bien nadie duda de que una película de Fritz Lang es de Lang y no de Harbou, no sucede lo mismo cuando hablamos de Vittorio De Sica y Cesare Zavattini. No sabemos donde empieza uno y acaba el otro, quizá se pueda decir de ellos que "tanto monta, monta tanto..." o que en realidad, o lejos de cualquier realidad, poco más importa que su magistral conexión. Puede que la riqueza de su cine no fuese posible sin la comunión y la amistad que los unió, aunque esto no quiere decir que, por separado, cada uno fuese un creador singular e irrepetible, puesto que sí lo fueron. La grandeza de De Sica está fuera de toda duda, lo mismo sucede con la de Zavattini, cuya autenticidad se iguala al humanismo que destilan sus escritos, su conciencia social, convencida de que el cine era un medio universal que, según su empleo, podría servir al progreso humano. Su intención de hacer del cine algo diferente a un espectáculo prefabricado y deshonesto, lo convirtió en alguien irrepetible, en un guionista y teórico que transformó el celuloide con su aportación al neorrealismo. Alabado por unos, estudiado por otros e incluso imitado por unos y otros, Zavattini sentó cátedra en solitario o al lado de su amigo De Sica, a quien dedicó Straparole, el diario de cine y de vida en el que escribió este texto, fechado en 1946, que quizá aclare parte de sus intenciones cinematográficas:







La mejor condición


Los peces rojos aplastan sus bocas redondas contra el vidrio para encontrar el camino del mar, y cada vez, durante este breve trayecto que superan con un solo golpe de las aletas, renacen sus esperanzas. Nosotros somos como esos peces, y yo mismo no he estado nunca tan confiado en nuestro cine, tan alegre. Creo que nos encontramos en las mejores condiciones para preparar algún mensaje digno del cine que tendrá las nubes por pantalla, de forma que las gigantescas figuras proyectadas en Milán serán vistas por millones de ojos desde las llanuras de Vercello hasta el estuario del Po. Nos hallamos en estas condiciones porque por el momento la historia nos ha excluido y en la vida de los pueblos se presenta raramente tan insólitas vacaciones. Antes de continuar las anábasis y las catábasis que acabarán en los libros de lectura de los nietos, aprovechémonos de nuestro estupor y de nuestra soledad: los adjetivos se nos han caído en derredor como si fuesen costras. Si aún quedara un puente a nuestras espaldas, cortémosle para impedir la fuga de lo que somos. Creo que solo de la conciencia de este estado de gracia surgirá el cambio de un cine que sigue engañando al prójimo en todas partes del mundo. Nosotros los italianos hemos engañado con menos miramientos, logrando con frecuencia arrancar suspiros y sollozos. Por el contrario, es necesario sacar provecho de los diversos protagonistas que hay en el mismo centro de nuestro carácter, cuya conciencia hemos mitificado sistemáticamente con la cámara. Si no tenemos miedo de abrirnos en ángulo chato, si renunciamos a la primogenitura que hemos ostentado estos años a cambio de las lentejas para siempre, evitaremos las palabras siniestras cuya sombra ya se extiende sobre el mundo a pesar de los hechos acaecidos. <<Nada nuevo>>. ¿Cómo deberán ser nuestras películas? No serán ni alegres ni tristes, y sin final; o al menos sin aquellos finales a los que se agarran los hombres. Haremos películas con un final cualquiera -camina, camina-, habremos encontrado el verdadero significado de la tristeza y la alegría. Mientras tanto, generosos conejillos de Indias, dejamos que los demás nos vean vivir, como bajo una campana de cristal. Por ahora no somos ni buenos ni malos; ni santos ni diablos: asustados solo por las voces demasiado seguras y por las palabras, puesto que a las cosas se las sigue llamando con nombres que ya no les pertenecen. Amigos y enemigos nos acusarán de no estar arrepentidos y de permanecer insensibles a los gritos de dolor que aún se elevan desde muchas partes de la tierra. Pensad en los muertos, dirán personas autorizadas. No podemos. Si se llora a un muerto, ¿cuánto hay que llorar por tres muertos? Un año sin un minuto de descanso. Y por trescientos mil muertos, toda la vida arrancándome los cabellos. ¿Y por tres millones de muertos? No es posible abatirnos por la aflicción de manera proporcional a las desdichas que nos han afectado.
En espera del sentido de la medida, nosotros los del cine buscamos un mínimo común denominador y podemos encontrarlo en el valor de aceptar lo que somos y no lo que quisiéramos ser; y en el valor de continuar aquel examen empezado durante nuestras clamorosas desdichas e interrumpido por la intervención de aquellos demasiado dispuestos a imponer cuanto antes nuestra propio penitencia. A persistir en una situación hipócrita no puede nacer más que un cine hipócrita.

Casare Zavattini: Straparole. Diario de cine y de vida. Llibres de Sinera, Barcelona, 1968

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