martes, 7 de julio de 2020

Carrie (1976)



Parte mito, parte naturaleza humana, la rebeldía adolescente no es rebelde, puesto que no se rebela. Sigue un desarrollo natural y social, de cuerpo y mente, de conductas y hábitos. Se distancia de la sombra protectora y acepta su nuevo rol, que lo aleja de sus mayores, aunque no tanto como pueda parecer a primera vista. Dicha (no) rebeldía asume modas, las reproduce e incluso se transforma en agente que las impone, adhiriéndose y uniformando al conjunto que forma la masa juvenil. Sucede cada día, y cada día esa supuesta rebeldía rechaza a quienes no la presentan similar o presentan alguna que no encaja dentro de los márgenes de la uniformidad modal impuesta. Es obvio, esto ni es nuevo ni exclusivo. De hecho, aunque nos esforcemos en creerlo, pocas cosas relacionadas con el comportamiento humano son novedosas. No son exclusivas del hoy, la mayoría nos acompañan desde ayer.


Si tomamos 1976 como la víspera del ahora, vemos que fue ayer cuando Brian de Palma leyó la novela de un joven y desconocido escritor llamado Stephen KingDe Palma ignoraba quién era aquel autor, pero vio en su novela <<la historia de un patito feo al que martirizan en el instituto y que se toma la revancha>>. Ese patito feo, Carrie (Sissy Spacek), es el blanco de las burlas de sus compañeras de clases. Y lo es porque presenta diferencias respecto al patrón dominante. Su imagen, su timidez y su comportamiento en general, difieren y llaman la atención, aunque quiera pasar desapercibida. Su ropa, su silencio, su ignorancia, respecto a su naturaleza de mujer, provocan que su día a día escolar sea como una larga temporada en el infierno, pero su infierno, el que realmente la quema y la condena, encuentra su hoguera principal fuera del instituto: la encuentra en casa, bajo el yugo de su madre (Piper Laurie), cuyo desequilibrio y fanatismo religioso hieren y condenan a su hija desde su nacimiento.


Carrie (Brian De Palma, 1976), El resplandor (The Shinning; Stanley Kubrick, 1980) y Misery (Rob Reiner, 1990) son tres de las grandes películas que tienen su origen literario en obras de King, y las tres tienen en común personajes cuyos desvaríos conducen a la locura y abren las puertas del infierno donde, en el caso de Carrie, reina la madre obsesiva que no desentonaría en un motel propiedad de Alfred Hitchcock, sin duda, uno de los cineasta que más ha influido en De Palma. Al evitar el desarrollo natural de la hija, esa rebeldía adolescente que no se rebela, sino que sigue su curso, la madre condiciona y altera, a base de intolerancia, fanatismo religioso y censura, las relaciones de Carrie con el entorno y con su naturaleza femenina. A pesar de todo, la personalidad de la muchacha sobrevive al intento materno de castración y represión. Lo hace sin conocimiento de su cuerpo y sin apenas confianza en su relación con el medio donde nunca se encuentra. Su primera menstruación lo demuestra, puesto que ignora qué sucede y, como consecuencia, su reacción de pánico no deja de ser natural: ve su sangre en las manos o deslizándose por sus piernas, y cree que se desangra. Sus compañeras se burlan de sus gritos, se burlan sin piedad, incapaces de comprender o de detenerse en el por qué de los motivos ajenos. Lo hacen como si las bromas a costa de terceros (en este caso Carrie) formasen parte de la cotidianidad, de lo que se espera de ellos y ellas. En ese momento, únicamente la profesora de gimnasia se muestra comprensiva, amable, protectora. Esa escena del vestuario marca el resto de la película, puesto que establece a Carrie como el centro de las burlas, a Chris (Nancy Allen) y Sue Snell (Amy Irving) como adolescentes triunfadoras (iconos de la imagen aceptada por sus compañeras y deseada por sus compañeros) y a la profesora como el reflejo maternal inexistente en la vida de la protagonista.


En Carrie no hay posibilidad de frenar la colisión de las fuerzas que se ponen en movimiento. Ni las buenas intenciones las equilibra, al contrario, sin saberlo juegan a favor de las opuestas, juegan a favor de la mezcla de pesadilla y de sueño generada por De Palma, uno de los cineastas con mayor talento visual de aquella generación de cineastas que despuntó en la década de 1970. Gracias a la mezcla virginal y diabólica, a la afrenta y a la sospecha de que, para su venganza, la joven empleará sus poderes telequinésicos, Carrie funciona cual cuento de hadas de terror, uno en el que no hay príncipe azul, ni hada madrina, ni bella princesa que despierte a tiempo y evite la humillación y sus catastróficas consecuencias, sea en la escuela o en el hogar que comparte con ese ser dañino que asume ser madre, una madre que entra en barrena y castiga física y verbalmente a su hija mientras entona sus discursos de fanática reprimida. La escena de la burla en los vestuarios o la de la madre azotándola, porque Carrie le recrimina que le haya ocultado aspectos naturales a ser mujer, preparan el ambiente malsano que Brian De Palma logra liberador durante los primeros compases del baile de fin de curso, cuando todo gira y gira armonioso, como parte de un sueño o del ascenso de la adolescente protagonista al séptimo cielo desde donde se produce su descenso al infierno de donde ha querido huir y adonde regresa definitivamente.

 

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