Corredor sin retorno (1963)
Muchos títulos catalogados como cine independiente estadounidense son producidos por compañías subsidiarias de los grandes estudios; y las que no lo son, suelen llegar a acuerdos de distribución que también condicionan la supuesta independencia creativa que, a menudo, es empleada como reclamo publicitario; como si decir “independiente” implicase una calidad superior que las producciones referidas no siempre atesoran. Más o menos esto ha sido así desde el ocaso del sistema de estudios, cuando empezaron a proliferar productoras que acababan dependiendo de las “major”, de su engranaje y distribución. Incluso un cineasta como Samuel Fuller no fue ajeno a la influencia de la industria cinematográfica, aunque, como Orson Welles, Budd Boetticher o John Cassavetes, lo fue desde la “marginalidad” donde desplegó la creatividad y discurso que se descubren a lo largo de su filmografía. Pero dicha independencia conlleva un precio, y, tras el fracaso de Una luz en el hampa (The Naked Kiss, 1964), el precio a pagar por Fuller fue el de rodar un solo título en los diez años siguientes. Como consecuencia de su personalidad, el cine de Fuller es reconocible en sus constantes temáticas y en el pensamiento crítico que sale a relucir en producciones como Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1963), en los desequilibrios psíquicos de tres de sus personajes. Estos remiten de forma directa a tres problemas sociales de la época: la guerra fría, caldeada por la crisis de los misiles cubanos en 1962, las protestas y enfrentamientos raciales en el estado de Mississippi, a raíz de la ley de integración educativa, y la carrera armamentística; tres circunstancias que han provocado la estancia del trío en el interior del centro psiquiátrico que sirve de escenario para desarrollar esta acertada propuesta, extrema y alucinada, que encuentra su excusa argumental en el asesinato sin resolver que impulsa al periodista Johnny Barrett (Peter Breck) a poner en marcha su farsa, la cual, más que descubrir al autor del homicidio, desvela su obsesión por conseguir el Pulitzer.
La presentación de Barrett lo muestra respondiendo a las preguntas que le realiza un psiquiatra (Philip Ahn) respecto al deseo incestuoso que su hermana inexistente despierta en él. Este ensayo pretende adelantarse a las posibles preguntas que el doctor Cristo (John Matthews) le hará cuando se cumpla la primera parte del plan, aquella en la que necesita la intervención de Cathy (Constance Towers), su novia, quien, a pesar de su negativa inicial, claudica a la presión de Barrett y denuncia los falsos intentos de abuso por parte de su supuesto hermano, lo cual provoca que el reportero sea internado como paciente en el centro donde pretende obtener el nombre del asesino. De este modo, Corredor sin retorno se adentra en un espacio alucinado donde, aparte de descubrirse las secuelas de la guerra de Corea (y del comunismo), el problema racial y la carrera armamentística entre las dos superpotencias del momento, se observa la evolución de la locura que hace mella en el periodista. Desde su llegada, su pensamiento se deja escuchar para convertirse en uno de los hilos conductores de su experiencia, desde la ambiciosa cordura con la que persigue el ansiado Pulitzer y, con el transcurso de los días, desde la desorientación que empieza a dominar su mente a raíz de las terapias y de su relación con el resto de pacientes. En sus visitas, esta circunstancia no pasa desapercibida para Cathy, la única que parece temer por la salud mental de aquel a quien ama, y por ello desea poner fin a la mascarada que ni Johnny ni el jefe del periódico pretenden descubrir, el primero porque vive el desequilibrio de su nueva realidad y el segundo porque el trabajo de su empleado es una exclusiva que no quiere dejar escapar. Como consecuencia, en Corredor sin retorno la locura y la lucidez se entremezclan para mostrar las realidades que se esconden tras los desequilibrios de Stuart (James Best), convencido de ser un oficial del ejército confederado porque se niega a reconocer su pasado en la guerra de Corea, de Trent (Hari Rhodes), perseguido durante su estancia en la universidad por la tonalidad de su piel y en el presente se cree el fundador del Ku Klux Klan, o del doctor Boden (Gene Evans), que ha regresado a la niñez para huir de la carrera armamentística de la que fue parte activa. Los tres son los testigos a quienes Johnny se acerca, pero, a medida que lo hace, su cordura se difumina para que sea su desequilibrio mental el que empiece a dominar sus actos y sus pensamientos, como delata su voz en off, en el largo corredor que le conduce de su consciencia inicial a la enajenación que lo convierte en uno más entre quienes lo rodean.
Magnifico
ResponderEliminarEstoy de acuerdo contigo. Es un magnífico film, como también lo es Una luz en el hampa (The Naked Kiss, 1964), con la que "Corredor sin retorno" forma una especie de díptico, ya que ambos sacan a relucir aspectos sociales nada favorecedores desde perspectivas que se complementan. Quizá por ello, una de las imágenes de "Una luz en el hampa" encuadre un cine donde se proyecta "Corredor sin retorno".
EliminarSaludos.