Aparte de otras cuestiones y a grandes rasgos, una de las claves en las conquistas y colonizaciones residió en la construcción de vías de comunicación que posibilitaron el rápido traslado de tropas y de recursos logísticos, así como el nacimiento de asentamientos militares, y más tarde urbanos, desde donde se abastecía o comerciaba con los centros más importantes de los países conquistadores. Un buen ejemplo de esta práctica lo encontramos en la Antigua Roma, cuyos dirigentes comprendieron los múltiples beneficios que les reportaría acortar las distancias o, dicho de otro modo, disminuir el tiempo de traslado del ejército y de materias primas, desde y hacia los distintos puntos del Imperio. En este aspecto, como en tantos otros, Roma fue imitada por naciones que aún estaban por nacer y que seguirían sus pasos mejorando las calzadas existentes o construyendo nuevas, y que con el paso de los siglos fueron sustituidas por caminos más espaciosos y posteriormente por carreteras y autopistas. También se construyeron puentes, se modificó el terreno, abriendo pasos a través de bosques, ríos y montañas, y se desarrollaron medios de transporte a cada cual más rápido y de mayor capacidad que el ser humano, las mulas o las típicas carretas arrastradas por un par de bueyes u otros animales de tiro. Uno de esos adelantos fue la locomotora, cuya aparición produjo una revolución en las comunicaciones terrestres, porque, en definitiva, el tren posibilitó recorrer largas distancias sin apenas esfuerzo y un considerable incremento en la capacidad de carga. De modo que, a lo largo del siglo XIX, los países desarrollados se embarcaron en la construcción de líneas ferroviarias para mejorar su economía, pero en Estados Unidos, una nación recién nacida, este reto fue mayor que en otros puntos del globo. A los miles de kilómetros de terreno que separaban la costa este de la oeste, habría que añadirle las dificultades orográficas, los inevitables intereses económicos y la "eventualidad" de que el ferrocarril iba a transitar por territorios ocupados por los nativos norteamericanos. En mayor o menor medida, estas circunstancias quedan recogidas en Unión Pacífico (Union Pacific), una de las producciones sonoras más ágiles y equilibradas de Cecil B.DeMille.
La epopeya filmada por DeMille se abre al espectador con los títulos de crédito que se desvanecen sobre los raíles que rinden tributo a los pioneros que participaron en una gesta que trasformó la economía, el paisaje y la geografía humana de Norteamérica. En Unión Pacífico estos aspectos se omiten en beneficio de la épica y del romance, algo similar a lo que años atrás había hecho John Ford en El caballo de hierro (Iron Horse; 1924). Sin embargo la visión de DeMille difiere de la de Ford en varios puntos, uno de ellos reside en la inclusión de un triángulo amoroso muy del gusto del responsable de Los inconquistables (Unconquered; 1947), aunque este, al contrario que sucede en otras de sus producciones, no repercute de forma negativa en la épica, en la que hay cabida para héroes y villanos, para la amistad entre dos hombres enamorados de la misma mujer o para la lucha contra los indios, a quienes se simplifica sin entrar en detalles de cuáles fueron las consecuencias que el ferrocarril llevó consigo. Todas estas cuestiones quedan supeditadas a la tensión generada por ese triángulo formado por Jeff Butler (Joel McCrea), Dick Allen (Robert Preston) y Mollie Monahan (Barbara Stanwyck), tres personajes con sentimientos que los une, los separa y les obliga a buscar una salida que evite un enfrentamiento que podría producirse en cualquier momento, debido a las manipulaciones de Campeau (Brian Donlevy), un villano tan lineal que podría intercambiarse con otros villanos de DeMille.
La epopeya filmada por DeMille se abre al espectador con los títulos de crédito que se desvanecen sobre los raíles que rinden tributo a los pioneros que participaron en una gesta que trasformó la economía, el paisaje y la geografía humana de Norteamérica. En Unión Pacífico estos aspectos se omiten en beneficio de la épica y del romance, algo similar a lo que años atrás había hecho John Ford en El caballo de hierro (Iron Horse; 1924). Sin embargo la visión de DeMille difiere de la de Ford en varios puntos, uno de ellos reside en la inclusión de un triángulo amoroso muy del gusto del responsable de Los inconquistables (Unconquered; 1947), aunque este, al contrario que sucede en otras de sus producciones, no repercute de forma negativa en la épica, en la que hay cabida para héroes y villanos, para la amistad entre dos hombres enamorados de la misma mujer o para la lucha contra los indios, a quienes se simplifica sin entrar en detalles de cuáles fueron las consecuencias que el ferrocarril llevó consigo. Todas estas cuestiones quedan supeditadas a la tensión generada por ese triángulo formado por Jeff Butler (Joel McCrea), Dick Allen (Robert Preston) y Mollie Monahan (Barbara Stanwyck), tres personajes con sentimientos que los une, los separa y les obliga a buscar una salida que evite un enfrentamiento que podría producirse en cualquier momento, debido a las manipulaciones de Campeau (Brian Donlevy), un villano tan lineal que podría intercambiarse con otros villanos de DeMille.
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