Más que en cualquier otra época, en la actual se exige crear una imagen que venda el producto, pero resulta que ese producto ya es la propia persona. Esto se aprecia con mayor claridad en las redes sociales. Sus “usuarios” —término que de inicio ya despersonaliza— se han convertido, con su consentimiento y su feliz entrega, en objeto de exhibición y de venta. Convertidos en contenido, rinden pleitesía al producto vacío, a la imagen preparada que se repite creando la uniformidad de la era arroba. Lo superficial triunfa sobre lo sustancial. El pensamiento huye de complejidades y de cualquier amenaza de esfuerzo mental. El significado y el significante se desequilibran y esto supone potenciar y agravar una situación que no es nueva. Asoma en la era de la televisión, pero en la de internet se agudiza en la insistencia del “usuario” de estar ahí, de que existe y que su existencia merece se admirada. “Somos dioses que idolatrar”. Esta sensación ha aumentado durante los últimos años. Lo importante no es ser, sino la apariencia de ser. La prueba es la constante llamada de atención por parte de los “usuarios”, que emplean cualquier recurso a su alcance para crear contenido —quiza quedase mejor decir “crear envase”— y hacerse notar: desde un primer plato a una puesta de sol que presume de idílica; si lo es o no, queda al gusto del consumidor. En todo caso, lo que parece importar es la pose, que lo vean a uno. Para ello, se transforma el mundo en un gran circo mediático y ya se sabe que las grandes estrellas circenses son las fieras y los payasos. Se impone la incultura de centro comercial, se busca la diversión estandarizada y el consumo rápido. Lo que se dice cultura apenas es ya un producto prefabricado. Se presume que se vive, pero ¿qué se esconde detrás de la presunción?…
“El tiempo es oro”, sonría Midas antes de sufrir su maleficio y caer en la cuenta de que el tiempo es tiempo, que solo puede vivirlo, que comercializarlo no le acerca la felicidad. En su amor por el oro, Midas se hunde y en nuestro afán de inmediatez creamos y vivimos en la sociedad de las prisas, tal vez convertidos en un chiste fácil de quienes podríamos llegar a ser. Sus miembros reducen su pensamiento y lo exteriorizan polemizando sobre lo que otros dicen o usando frases hechas que presumen una sabiduría inexistente. Se descontextualiza, se recurre a tal o cual fuente de la que se desconoce lo esencial. Todo sea para beneficio y satisfacción de la pereza y de la inactividad intelectual. “Bien, mejor así que no cansa ni exige”, parecen decir, pero si alguien se detiene a pensar en ello, tal vez descubra que continúa siendo singular y extraordinario encontrar vida inteligente en el planeta tierra, donde se aplaude la estupidez, la ordinariez y la simpleza, incluso el embrutecimiento. Una imagen no vale más que mil palabras, solo vale lo que es. Pero resulta que ahora parece ser lo más valioso, porque economiza, convence sin exponer sus porqués, incluso hay a quien les emociona. Otros somos cómplices. Todos consumidores y productores. Así se crea un mundo en el que la imagen es lo único que parece importar y lo único digno de admirar.
Desconozco las pretensiones de Ben Stiller respecto a esto cuando realizó Zoolander (2001), pero no es complicado ver en ella una sátira del culto a la imagen que se imponen en un mundo que apuesta decididamente por descerebrarse e idolatrar la apariencia, la superficialidad, la pose que, salvo excepciones, domina allí donde se mire y arrincona el esfuerzo intelectual. Se escucha “no quiero romperme la cabeza, quiero evadirme”. Esto, en apariencia inocente, esconde no poco peligro, pues cae en la comodidad que relega al ostracismo el pensamiento complejo. ¿Qué sucedería si la capacidad analítica y (auto)crítica cae en el olvido? Que no la recordaríamos y su ausencia no implicaría ningún vacío, pues sería como si nunca hubiese existido. Así, creyendo no serlo, nuestras mentes serían más fácilmente manipulables y estaríamos al servicio de quienes mejor supieran imponer sus ideas, tal vez vistiéndolas de formas atractivas, seductoras y llamativas, sin que por ello dejen de esclavizar. Lo dicho sucede en la realidad, donde la moda se impone; al contrario que sucede en la estadística matemática. Ahí, la variable que más se repite señala cual es la moda y no a la inversa, que es lo que sucede en la cotidianidad mundana, donde la moda se impone para crear la variante que más se repite. Así se alcanza la uniformidad de un conjunto conforme que presume de una diversidad superficial. Por mucho que la publicidad quiera vender que la variante (consumidores o usuarios) crea su propio estilo o logre el “sé tú mismo”. Claro que no comentan que ser uno mismo requiere una interioridad, la cual resulta imprescindible para ese “sé tú mismo” que acaba proyectándose fuera.
En el mundo de Zoolander triunfa el exhibicionismo y la exteriorización. Stiller caricaturiza y parodia. Y aunque se trate de una comedia amable dentro de su rebeldía infantil, hay momentos hilarantes que no disimulan crítica al culto a la imagen. Esta nueva religión la abraza el héroe del film, que se aferra al “sé tú mismo” que asume tras romper con el orden familiar establecido; el que su padre y su hermano mayor esperan que siga. Desde esta perspectiva, Derek es un rebelde de mirada acero azul, pero no más rebelde que su rival en las pasarelas; y en su rebeldía común, se unen contra el Poder. Pero no lo hacen para cambiar el mundo, pues no son revolucionarios. Aparte, a ellos, les gusta el mundo tal como es: banal, estereotipado, sin complicaciones existenciales y enteramente abierto al placer y a que el resto admire su imagen, tanto si asoma en una revista de moda, en un anuncio televisivo o en las redes sociales. Lo importante para los dos modelos es estar ahí y gustar a los otros. En esto, los héroes de Zoolander no pueden realizarse fuera del hedonismo que practican ni de las miradas de admiración del público. Son para los demás, pues para ellos resulta vital que les miren; de otro modo sentirían la derrota vital, su inexistencia… En este aspecto no difieren de los polemistas de turno ni de los chistosos que precisan de víctimas para hacer gracia a un tipo de público. Solo así, reinando en la apariencia, logran plenitud. En estos casos, la insistencia de tener un público, de sentir que alguien les mira, vendría a expresar que necesitan de otros para ser ellos, lo cual, de ser cierto, confirmaría que la sociedad de hoy —como la de ayer, se sometería a otro tipo de orden— vive en la imagen de la que se burla Stiller en su comedia…
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