Suena contundente, pero de todos los trabajos escritos por la dupla Wilder-Brackett, fuesen aquellos dirigidos por otros o por el primero, El vals del emperador (The Emperor Waltz) es sin paliativos el más irregular y el menos wilderiano. La contundencia no es mía, es del propio Billy Wilder, que prefería no hablar de este film o, en su defecto, referirse a él como un error del que no tenía nada más que decir. Si se observa la filmografía de Wilder, se descubre en ella a un cineasta moderno y mundano que miraba la realidad con descaro y la interpretaba dese su ironía, nada amable y ajena a los lujos y a la fantasía que dominan en una película como esta, de ahí que sus largometrajes, la mayoría, aborden temas poco o nada glamurosos que, en menor o mayor medida, esconden la crítica a la hipocresía social a la que se accede a través de las vivencias de hombres y mujeres que uno mismo podría encontrarse a la vuelta de la esquina o, simplemente, en el reflejo del espejo. Por contra, los ambientes lujosos por donde transitan los personajes acartonados de El vals del emperador se antojan más adecuados para directores como Mitchell Leisen y, sobre todo, para alguien como Ernst Lubitsch, acostumbrado a rodar comedias elegantes ambientadas en un París de ensueño, en reinos imaginarios o países centroeuropeos que, en muchos casos, presentaban características de las operetas en las que Wilder, a pesar de haber nacido en Galicia (en la actual Polonia) y vivido en Viena o Berlín, no estaba interesado. La ausencia de una idea acorde a intereses propios, provocó que Wilder no supiese dotar a esta comedia romántica, con pinceladas de musical, de su acidez reflexiva habitual, lo que provoca que, a medida que avanzan los minutos, el film pierda fuerza e interés, incluso para el más acérrimo admirador del genio de El apartamento. Aún así, el inicio de El vals de el emperador posee cierto atractivo y el acierto de presentar a cuatro personajes que el realizador empleó única y exclusivamente para introducir los flashback en los que se desarrolla la práctica totalidad de una historia ambientada en Austria en el siglo XIX, en la época de Francisco José I (Richard Haydn). La acción se inicia en uno de los palacios del emperador, en cuyo salón de baile suena la pieza de Johann Strauss (hijo) que da título a la película, allí se contempla a un grupo de nobles bailando, a la espera de la aparición del monarca. Sin embargo quien hace acto de presencia es un individuo cuyo atuendo choca con el lujo y la irrealidad que se respira en el ambiente, lo que provoca que el cuarteto de la alta sociedad centre su atención en él y observe desde la distancia la conversación que el desconocido mantiene con una aristócrata austriaca. Gracias a las palabras de los chismosos y a la vestimenta del recién llegado se comprende que Virgil Smith (Bing Crosby) no pertenece a ese mundo de ostentación en el que se introduce de forma clandestina, y que simplemente se trata de un vendedor oriundo de Estados Unidos que, tiempo atrás, llegó a ese espacio irreal para vender un gramófono al emperador. Pero, por casualidades y amoríos perrunos (parte de las escenas cómicas giran en torno a dos perros en los que se representan rasgos humanos), Smith se enamoró de la condensa Johana Augusta Franziska (Joan Fontaine), la misma mujer con quien discute en el presente y con quien en el pasado contactó desde el rechazo para posteriormente sustituirlo por una aceptación que no entiende de razas (en el caso de sus perros) ni de estamentos sociales (en el suyo). Sin embargo, los supuestos seres racionales plantean mayores problemas que los animales, pues aquello que resulta sencillo para la inteligencia canina se complica en la racionalidad humana, limitada o condicionada por miedos, prejuicios, dudas, suposiciones o cuestiones materiales como el nivel de vida al que el uno y la otra están acostumbrados. Pero El vals del emperador no logra ironizar ni profundizar en el enfrentamiento de clases del que Billy Wilder ofreció breves pinceladas humorísticas, como tampoco logra captar y mantener la atención del espectador, quizá porque nunca llega a interesar a la de su responsable, pues parece evidente que Wilder no sintió suya una película que de algún modo (quizá inconsciente) le sirvió para homenajear a Lubitsch, fallecido un año antes del estreno de esta comedia de la que será mejor no hablar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario