Resulta indudable la influencia de Frank Capra en esta comedia que Stephen Frears realizó sobre la idolatría del héroe, que no es quien lleva a cabo una acción extraordinaria que deviene en heroicidad, sino aquel que encaje con la imagen del Juan Nadie que pueda ser vendible como héroe popular. Lo de menos es si el desconocido ha sido o no heroico, solo importa tener uno a mano que cumpla los requisitos para crear el ídolo que el público admirará durante unos días, los justos que los titulares de la prensa sensacionalista y las imágenes de televisión consideren oportunos para satisfacer sus objetivos. ¿Cuáles son? Es una pregunta de las muchas que podrían plantearse. A partir del guion de David Webb Peoples, de quien ese mismo año Clint Eastwood había llevado a la pantalla Sin perdón (Unforgiven, 1992), Héroe por accidente (Hero, 1992) toma de Juan Nadie (Meet Joe Doe, 1940) y se adapta a las características de finales de siglo XX, pero la necesidad de héroes, y lo vendibles que son estos, apenas ha cambiado desde que Capra popularizó a sus Deeds, Smith o Doe. Tampoco han variado en exceso los usos y los fines de los medios, ni el gusto de la opinión pública y de las masas por el héroe o heroína que sale de su seno para deslumbrar durante unos instantes, antes de regresar al olvido del que un hecho puntual, en este caso una confusión de identidad, saca a la luz y da notoriedad a tipos como John Bubber (Andy García). El falso héroe que de la noche a la mañana se convierte en una estrella mediática porque la prensa, aquí la ambiciosa periodista Gale Gayley (Geena Davis), asume que él ha sido quien salvó a las víctimas del accidente en el que ella también se vio involucrada. Pero el verdadero héroe es otro hombre (Dustin Hoffman), uno que no cae bien y que no se ajusta a la imagen que los medios han creado en su confusión de identidad…
lunes, 22 de septiembre de 2025
sábado, 20 de septiembre de 2025
Disparando a perros (2005)
viernes, 19 de septiembre de 2025
Rescate (1996)
Cuenta la leyenda que un secuestro, el de Helena, deparó la guerra de Troya, aunque la historia explique que el conflicto obedeció a causas económicas —cabe recordar la estratégica situación de la ciudad, también llamada Ilión, que posibilitaba el control del paso y del tráfico comercial de los Dardanelos—; y que el rapto de las Sabinas trajo cola en los orígenes de la Antigua Roma. De modo que la leyenda y después la literatura se hicieron eco de tales sucesos y, desde aquellos (y antes), otros raptos se han sucedido en la realidad y en la ficción oral y escrita, y, a partir del nacimiento del cine, en la cinematográfica. Desde entonces, películas sobre secuestros y raptos hay unas cuantas, pero pocas tan memorables como El maquinista de la General (The General, Buster Keaton, 1926), en la que Keaton se echa a la carrera para recuperar a sus dos amores, Infierno del odio (Tengoku to jigoku, Akira Kurosawa, 1963), el arriba y abajo donde la tormenta se desata para golpear el cielo de la opulencia y acercar el infierno de los desposeídos, o Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), de buscadores va el asunto, también de temores, obsesiones, frustraciones, desamores, familia y desencanto. O tan buenas como Mi nombre es Julia Ross (My Name Is Julia Ross, Joseph H. Lewis, 1945) o El coleccionista (The Collector, William Wyler, 1965). Hay otras que son dignas muestras de cine de acción —1997… Rescate en Nueva York (Escape from New York, John Carpenter, 1980) o Jungla de cristal (Die Hard, John McTiernan, 1988)— y de suspense —El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knows too much, Alfred Hitchcock, 1956), también la versión de 1934, o El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, Jonathan Demme, 1990)—, o entretenidas propuestas televisivas como la primera temporada de la serie 24 horas. También hay una versión anterior de Rescate (Ransom, 1996), la dirigida por Alex Segal y protagonizada por Glenn Ford, que me parece mejor que la realizada por Ron Howard cuarenta años después, con Mel Gibson asumiendo el protagonismo de una historia que difiere lo justo de la escrita por Cyril Hume y Richard Mainbaum —que sería guionista asiduo de la saga James Bond— en 1956…
Las arriba nombradas plantean situaciones límite, angustiosas, dolosas, pero cada cual parte de ese punto para realizar su película, para plantear sus temas y sus cuestiones. En la de Howard, dicha situación no trata de plantear si lo que hace Tom Mullen es o no correcto, si la opinión pública es algo más que la voz de la ignorancia o qué harían un padre y una madre por su hijo, sino que le sirve para realizar un thriller de acción que atraiga al público y sirva de lucimiento del popular actor que da vida al héroe herido, un empresario multimillonario que se ha hecho a sí mismo, enfrentado en un duelo a muerte con su antagonista. La competición entre antagónicos gusta y la figura del triunfador vende en el país de las barras y estrellas, pues representa la imagen del sueño americano hecha realidad; aunque, la de Tom, Kate (Rene Russo) y Sean Mullen (Brawley Nolte) no tarde en transitar por la pesadilla y desvelar ciertos trapos sucios, aunque tal como lo expone Howard no empaña el aura heroica de Tom, cuando los Mullen reciben el mensaje que le informa del secuestro de su hijo y que, si quieren volver a verlo, han de entregar un rescate. Pero Tom, el héroe estadounidense, el tipo que nunca había subido a un avión hasta que entró en el ejército, tras un momento de duda y de seguirles el juego, decide no negociar con los secuestradores, como tampoco su país afirma no negociar con terroristas, quizás habría que preguntar qué significa negociar, cuántos tipos de terror existen y quiénes lo siembran o son cómplices. Así, como quien no quiere la cosa, en una aparición televisiva, Tom ofrece dos millones de dólares a quien cace a los tipos que se han llevado a Sean, unos don nadies controlados por un antagonista que también quiere su porción del sueño del que disfrutaban Kate y Tom hasta que descubren la ausencia de su hijo. ¿Por qué él?, pregunta al secuestrador, en un interrogante claramente expresado por obligación del guion, para crear cierta ambigüedad en el héroe (que nunca se plantea), no de la supuesta situación límite, a lo que el criminal responde que lo ha escogido a él porque es de los paga, como ya demostró con anterioridad, cuando sobornó para proteger su negocio...
jueves, 18 de septiembre de 2025
Horizon. Una saga americana - capítulo 1 (2024)
La relación de Kevin Costner con el western se inicia en Silverado (Lawrence Kasdan, 1985) y, desde esta entretenida aventura, en la que Costner participaba en uno de los principales papeles, llega a Horizon, una saga americana - capítulo 1 (Horizon. An American Saga - Chapter 1, 2024), en la que asume la producción, el guion, la dirección y uno de los personajes de mayor peso narrativo. Entre ambas, han transcurrido casi cuarenta años, cuatro décadas durante las cuales regresó al género de forma asidua. Algunas como Los intocables (The Untouchables, Brian De Palma, 1987) o Revenge (Tony Scott, 1990) no son western, propiamente dicho, pero presentan rasgos genéricos y contienen momentos de la épica del género que también ha llevado a la distopía, como director y protagonista, en Mensajero de futuro (The Postman, 1997) y, como productor y estrella, en Waterworld (Kevin Reynolds, 1995). Pero su film más popular del oeste (y el favorito del público mayoritario) todavía sigue siendo Bailando con lobos (Dances with Wolves, 1990). Aunque, particularmente, me guste más Open Range (2003), no me olvido de Wyatt Earp (Lawrence Kasdan, 1994), en la que, aparte de ser el actor principal, también ejerció de productor, igual que hizo en la miniserie Hatflieds & McCoys (Kevin Reynolds, 2012). Ahora, treinta y cuatro años después de su debut como director, realiza la más ambiciosa de las suyas, en cuanto a proyecto y epopeya, aunque este primer capítulo, de los tres en los que divide su Horizon, no mejora lo expuesto con anterioridad en algunos de los films nombrados. Incluso decae en su último tramo; no es que en los anteriores no lo haga, pero, a pesar de sus altibajos, generan cierto interés.
No me cabe duda que Costner realiza una película que quiere respetar el género, pero, por momentos, su western parece una telenovela de la era streaming y padece de repetición de ideas y temas expuestos de un modo quizás correcto, pero que no aporta originalidad al conjunto de historias que Costner intenta entretejer para que confluyan en Horizon, la tierra de la gran promesa, a donde acuden cientos de colonos, una tierra de violencia, de especulación de terrenos, de esperanzas, de miedo, de lucha, de supervivencia… Se trata de una tierra regada por la sangre de quienes estaban (los pueblos nativos) y de quienes llegan (los colonos procedentes del este) para ocuparla y hacer realidad la promesa de bienestar y de futuro anunciada en los panfletos por los promotores del lugar, un paraíso rico y fértil que unos quieren mantener y otros desean poseer. ¿No hay lugar común? Horizon, capitulo 1, entretiene por aquello de ser un western que, si bien no aporta novedad al género, no lo hace de menos; sin embargo, por ese mismo motivo de ser lineal, en las historias que propone (en las que se dejan ver extensos espacios abiertos, pueblos en construcción, poblados en destrucción, militares, colonos, caravanas, indios, vaqueros solitarios, asesinos, mujeres aguerridas…), acaba por aburrir. En todo caso, no se puede negar que Costner haya querido aportar su grano de arena al western, desde aquel joven pistolero juguetón y parlanchín de Silverado hasta su maduro y lacónico Hayes Ellison. En definitiva, en su madurez, pretende honrar el género jugando cartas tan manoseadas como la colonización, hace décadas llamada la conquista del oeste, y el enfrentamiento entre el “hombre blanco” y las tribus indias; también entre buenos y malos, puesto que esa fórmula simplista de ver la vida gusta a la mayoría. Por lo general, el público prefiere la leyenda, el mito, el cuento, aunque siempre sea el mismo, a la realidad y entonces, suspiro y pienso en Ford y El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shots Liberty Valance, 1962), el western que marcó mi infancia y mi afición al cine…
miércoles, 17 de septiembre de 2025
¿Quién quiso ser Robert Redford?
martes, 16 de septiembre de 2025
Dante, de camino al Paraíso
Nacido en Florencia, en 1265, Dante crece y la historia sigue su curso. El medioevo está a un paso de su final, aunque todavía ningún contemporáneo medieval lo sepa, porque nadie, en su día, piensa que su época se acabe; ni las mentes más osadas de entonces podrían aventurar que la suya se sitúe entre dos humanistas, aunque no menos sanguinarias —una de las grandes diferencias estriba en la buena publicidad de unos y la mala de la que queda en medio—. Será en el Renacimiento cuando se hable de la Edad Media, a la que se le dará una mala publicidad, basada en su aparente inamovilidad; aunque, de no moverse, ¿cómo habría llegado el renacer? Mas el poeta de la Comedia no pertenece al renacer de la cultura clásica, aunque se trate de un precursor de Petrarca y Bocaccio, tal vez, junto a él, los dos escritores prerrenacentistas italianos más reconocidos en la actualidad…
Los años avanzan y el bebé Alighieri da sus primeros pasos mientras otros apuran los intermedios y algunos ya caminan los últimos. Alfonso X el Sabio, cuya corte brilla en la memoria popular por su poesía, muere cuando el joven florentino cuenta con dieciocho años, edad a la que Dante se encuentra a Beatriz, ya convertida en mujer, y en la que se hace discípulo y amigo de Guido Cavalcanti, a quien desterrará hacia 1300, cuando, ya inmerso en la política, el creador del Purgatorio ejerza la máxima magistratura de Florencia. Él también vivirá la experiencia del exilio al año siguiente, en el momento que la ciudad del Arno cae en poder de los güelfos negros, rivales de los blancos, que es la facción a la que pertenece el escritor y futuro embajador en Roma…
Pero una década antes de su condena por malversación —a la que habría que añadirle su sentencia a muerte, en rebeldía—, Dante tiene veinticinco años, corre el 1290 de la era cristiana y, en Portugal, el rey trovador don Dinis funda la que será la primera universidad portuguesa en Lisboa, que en 1308 se transfiere a Coimbra. No era la primera europea, digamos que tal honor recae en la de Bolonia (siglo XI), pero en las tierras que, en el XVI, verían nacer a Luis de Camoens estaban orgullosos de su rey y de sus ambiciones artísticas y educativas. Tal vez el monarca luso supiese que toda sociedad, país, reino e individuo deberían priorizar y preocuparse por la educación, no como parte de fines políticos —como así parece haber sido hasta la fecha, y todo apunta a que más allá de esta— sino como medio y finalidad en sí misma, que permita a dicha sociedad y a la persona su liberación, su maduración, su buen desarrollo; al menos uno mejor que al que conducen la ignorancia (sin curiosidad), la brutalidad, el fanatismo y culto a cualquier ideología —no confundir con ideas ni con pensamientos o filosofía—, cuya máxima y meta siempre es imponerse y destruir el resto…
Un año después, en 1291, por aquí estamos tristes, pues fallece Paio Gómez Chariño, junto Martín Códax, Meendiño o Joan Airas, de los poetas gallegos más famosos y queridos de su tiempo. Apuradas las lágrimas, que siempre hay en todas las casas y edades, ya falta menos para que Dante Alighieri entre a formar parte del séquito florentino del francés Carlos Martel de Anjou y que un monje ermitaño acceda al trono pontificio. Mas Celestino V, que así se hará llamar Pietro Angeleri, renuncia antes de cumplirse los seis primeros meses de su papado. Este Celestino es el primero de los papas en renunciar de forma voluntaria; otros lo habrían hecho antes de manera involuntaria, por medio del martirio o del asesinato —de hacer caso a las habladurías, incluso sin tener que ver con la política, Juan XII, de quien se dice el papa más joven de la historia, murió martilleado por un marido celoso—. Su lugar lo ocupa Bonifacio VIII, quien no se contenta con la renuncia de su predecesor, de quien recela sin pruebas, pero con temor a que sea su rival. Pobre ermitaño, que solo quería paz y se encontró encerrado por orden de aquel Bonifacio, que se convertirá en uno de los enemigos del poeta y político florentino. Muerto el papa, en 1303, Clemente V accede a la silla de Pedro y se lleva la corte papal a Aviñón. ¿Por qué lo hace? ¿Porque sabe que, algún día, de allí serán las señoritas? Pero ahora regresemos a 1295, año en el que escribe La flor, ya había creado Vida nueva, y en el que fallece Martel, protector de Dante, pero este ya era entonces un político hecho y derecho, más todavía le quedaba unos años para escribir el Infierno, cuya redacción inicia en 1307, catorce años antes de que concluya el Paraíso y también su existencia…
lunes, 15 de septiembre de 2025
Alvin Toffler, Orson Welles y El “shock” del futuro
domingo, 14 de septiembre de 2025
Coffee & Cigarettes (2003)
Una de las piezas que mejor recuerdo de Coffee and Cigarettes (2003) es aquella que expone la reunión de Iggy Pop y Tom Waits en la que ambos dejan de fumar, aunque la intención solo les dura unos instantes, pues, finalmente, la afición y la adicción a los cigarrillos vence sin mayor pesar para los contertulios, que acompañan con tabaco sus cafés, su incomodidad y su conversación a la defensiva. Ese recuerdo me lleva a pensar que hace más de cinco años que dejé de fumar y más de veinte desde que vi por primera vez esta suma de once cortometrajes en los que el humo, la cafeína, los encuentros y las charlas, con o sin sentido, unen episodios confiriéndoles sensación de unidad, aunque ninguno de los momentos tenga que ver con los demás. Funcionan independientes y algunos mejor que otros. Desde entonces, el mundo y nosotros hemos cambiado. Sin ir más lejos, en relación con la percepción que tenemos del tabaco, ¿quién de los nacidos antes de la década de 1980 no recuerda al cowboy que cabalgaba a ritmo de Elmer Bernstein en anuncios comerciales o ver a alguien fumando en el interior de un local público, incluso en el aula de la facultad o en la consulta del médico de turno? Aunque seamos los mismos, siempre somos otros. Cambiamos, para seguir siendo. Lo ha hecho nuestra mirada, nuestro cuerpo, nuestras relaciones con el medio y con nosotros mismos, nuestra sociedad, pero la película es la misma. Las películas siempre son las mismas, somos nosotros (y nuestras miradas) quienes cambiamos y, para bien o para mal, quienes percibimos y juzgamos distinto, condicionados por los cambios en nuestro cuerpo, en nuestras relaciones y en nuestra mente, por las experiencias que evolucionan nuestra “madurez” y por los hechos, las características, las imposiciones y el “espíritu” que determinan cada época que vivimos y morimos. No podemos escapar de la historia, del devenir que, ajeno a nuestros deseos y decisiones, nos transforma y nos hace vernos y ver el mundo de otra manera, aunque no seamos conscientes. Puede que esa inconsciencia sea un reflejo defensivo o fruto de un no querer ver, de una manipulación externa o de una fuga de la realidad cambiante; aunque, en cierto modo, como decía el aristocrático gatopardo, nada cambie. Todo fluye, nada permanece, vendría a decir Heráclito, mientras que Parménides se situaba en el polo opuesto y de ahí a ver quién le movía. Otros vendrían a conciliar y dirían un poco de esto y de aquello. No obstante, en muchos aspectos, los cambios son constantes. Cambian las leyes, las modas, las correcciones, las prohibiciones, las imposiciones, la tecnología, los ídolos de barro... aunque, en el fondo, poco cambie nuestra historia. Tal vez se mantengan los temas, las emociones y los sentimientos humanos, aunque también estos dependen de los más diversos factores…
A buen seguro que el Jarmusch que inicia la serie Coffee & Cigarettes en el cortometraje homónimo realizado en 1986, al que seguirían otros dos, filmados respectivamente en 1989 y 1993, no era el mismo que aquel que añadió once más en este largometraje estrenado en 2004 (ni el que pueda ser en la actualidad), en el que se dejan ver algunos de sus amiguetes: Bill Murray, Iggy Pop, Roberto Benigni, Steve Buscemi, Tom Waits… Pero la unidad formal se mantiene, guarda relación, como si el tiempo no hubiera pasado. Lo hacen en locales, la mayoría bares y cafeterías, sentados a la mesa, donde el humo y la cafeína son compañeros de charlas, incluso de soledad e interrupciones indeseadas. Eso es lo que propone Jarmusch: una película compuesta por breves piezas en las que reúne a actores y actrices que hacen de sí mismas, pero sin ser ellas mismas, actuando para crear la sensación de encuentro y desencuentro, de complicidad o de extrañeza, en situaciones dispares que sienta a sus personajes a la mesa para que den rienda suelta al silencio o a la verborrea, que suele ser la dominante en esta película; tal vez la única de Jarmusch, que me aburre y entretiene al mismo tiempo, quizás porque me obliga a aceptar lo que me sirve sin generarme la sensación de complicidad. La otra opción es no probarla; claro que hay alguna pieza que, por sí sola, vista aislada de la sucesión de cortos, funciona. De hecho, me pregunto si no sería mejor verlas por separado, que en suma de tanto vouyerismo seguido. Es probable. En todo caso, ¿qué interés tienen estas conversaciones y comportamientos humanos propuestos por Jarmusch que, además de ajenos, sé preparados para ser observados y escuchados entre el humo y el café? Su desenfado, su ironía y su modo de reírse de sí misma.
viernes, 12 de septiembre de 2025
Wyatt Earp (1994)
Si bien Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, John Ford, 1946) me parece magistral y la mejor película que toma como excusa la figura de Wyatt Earp, mi mente todavía es incapaz de comprender qué importancia tuvo este personaje y el O. K. Corral en el devenir de la historia estadounidense para convertirse en leyenda y en una continua inspiración para el cine de Hollywood. El personaje asoma en unas cuarenta películas y dudo que, sin la mítica y las posibilidades que esta ofrece para abordar otros temas, diese para tanto. Más allá del enfrentamiento entre el héroe y los villanos, que no deja de ser la superficialidad del asunto, está la exaltación del más fuerte, del más recto, del más justo, aunque no exista justicia, solo la letra y la ilusión que se le quieran dar y que deparan la ley, no siempre justa. Así parece entenderlo Lawrence Kasdan en su segundo western, en el que, tal como apuntaba y esbozaba con suma gracia en Silverado (1985), en la presencia de dos hermanos y de sus dos amigos, se dedica en Wyatt Earp (1994) a desarrollar las relaciones del héroe (Kevin Costner) con su familia, con su amigo “Doc” Holliday (Dennis Quaid) o las sentimentales con Urilla (Annabeth Gish), que fallece a penas al año de casados, Mattie (Mare Winninghan) y Josie (Joanna Going). En realidad, ningún cineasta que se precie, y que haya llevado el personaje y el duelo a la gran pantalla, prioriza ese instante que enfrenta a los Earp y a los Clanton (y cía) en un corral de Tombstone (Arizona). Lo toma como excusa para contar otras historias y abordar otras cuestiones. En el caso de Kasdan, que pudo realizar este film gracias al éxito comercial de El guardaespaldas (The Bodyguard, 1992), desde el nacimiento del héroe hasta su confirmación, pasando por su infierno en vida, tras la muerte de su esposa, hasta su recuperación para el orden y su consagración como imperturbable y expeditivo agente del orden que sigue el consejo paterno de golpear primero. Esas relaciones humanas, que John Sturges centra en Duelo de titanes (Gunfight at the O. K. Corral, 1956) en la amistad de dos hombres que no se sabe si van a abrazarse o darse de golpes, en Wyatt Earp, se amplían para explicar la naturaleza del héroe…
Kasdan tarda en centrarse en la amistad que une a Doc, un jugador aquejado de tuberculosis, y a Wyatt. Primero quiere dar a conocer a su protagonista, a la leyenda antes de serlo, y así descubre al joven Earp de adolescente, cuando huye de casa para alistarse en el ejército de la Unión que lucha contra los confederados. Pero su padre, Nicholas Earp (Gene Hackman), se lo impide. La figura partera es autoritaria y enseña a sus hijos qué es lo correcto, aunque se trate de su corrección, no de la corrección, que es un asunto más complejo y ambiguo. Para Wyatt, debido a su educación, no hay ambigüedad, solo la familia y las decisiones correctas e incorrectas; es decir, el lado de la ley y el de fuera de ella. El padre le dice que, cuando se enfrente a quienes no creen en la ley, golpee primero y lo haga a matar. También les inculca, desde niños, la idea de la familia como lazo de sangre, único refugio y recurso: <<solo puedes confiar en ella. Recordadlo. No hay nada tan importante como la sangre. Los demás son extraños>>, repite por enésima vez durante la comida familiar en la que informa que parten hacia California. Y de nuevo cae en el mismo error: primero, porque la familia la inician dos extraños que, como Wyatt y Urilla, a veces dejan de serlo en su unión, la que deparará un nuevo núcleo familiar de dos distintos. Segundo, hay amigos como Doc, que estarán cuando se precisen, aunque el resto del tiempo el jugador esté compadeciéndose, jugando a las cartas o peleándose con Kate Elder (Isabella Rossellini), con quien mantiene una relación sentimental violenta. Tercero, hay suficientes ejemplos en el cine y en la historia humana que corroboran que existen relaciones familiares que matan, un ejemplo cinematográfico: El padrino parte II (The Godfather Part II, Francis Ford Coppola, 1974). En cualquier caso, no todo es blanco y negro, como les inculcó y creía su padre, sino que existen tonalidades grises. Y ahí, en ese conflicto de claroscuros, Wyatt ha de hacerse a sí mismo y ahí reside lo mejor de este film de Kasdan, en la ambigüedad del héroe, que cae antipático, e incluso en la de Earp padre, que ha de enfrentarse a una elección difícil para alguien como él: familia o Ley. Nicholas incumple la segunda para salvar a su hijo; aunque no se traiciona, ya que actúa siguiendo su principio motor: primero la familia y después la ley, los dos cimientos de su existencia, que también lo serán de Wyatt, quien une la amistad a esa dualidad constrictiva paterna que marca la vida de los hijos y el devenir de esta película cuyo paso por las salas quizás mereciese mejor suerte…
jueves, 11 de septiembre de 2025
Mystery Train (1989)
La importancia que Jim Jarmusch da a la música transciende el cine, forma parte de su vida y así lo demuestra que ya antes de lanzarse a la dirección hiciese sus pinitos musicales y que nunca haya abandonado su afición. En todo caso, la música se encuentra ahí, siempre presente, como también lo está en el de su colega Aki Kaurismäki cuando bromea con los Leningrado Cowboys. En su obra cinematográfica incluso adquiere rostro en la presencia de Tom Waits, Iggy Pop, John Lurie o Neil Young. En su cuarto largometraje, Mystery Train (1989), título de la canción de Junior Parker y del libro sobre el rock escrito por Greil Marcus, le tocó el turno a Joe Strummer, Screamin’ Jay Hawkins y Rufus Thomas; mientras que Waits se deja oír en la radio, pues presta su voz al Dj radiofónico que funciona tanto para introducir en las ondas el tema Blue Moon como de nexo entre las historias, uno de los lazos, pues la ciudad, el hotel barato, el tren nocturno sobre el paso a nivel en las proximidades, un disparo al amanecer o, mismamente, el mito Elvis, son otros puntos que sitúan las tres historias de Mystery Train en el mismo marco espacio-temporal: la misma jornada en Memphis, pero no la ciudad de postal que podría esperarse cuando alguien piensa en Graceland o en estudios musicales como el mítico Sun Records visitado por la pareja que llega de Yokohama. Jarmusch desmitifica, no deifica ni considera a Elvis ningún rey, tampoco niega que fuese un gran intérprete, que supo vender un estilo y una voz que causaron furor y desataron la mitomanía que lleva a la imitación y a la idolatría. No, aunque le guste, Jarmusch no lo idolatra. Al menos esa es la impresión que depara esta comedia roquera y urbana, en el sentido que pueda serlo un film de Jarmusch, es decir lejos de un retrato realista y anodino de las calles y de las imágenes de postal.
Se ambienta en Memphis, la cuna de Elvis Presley, el rey del rock, dice Mitzuko (Yûki Kudô), aunque Jun (Masatoshi Nagase) exprese su preferencia: Carl Perkins —autor, entre muchas otras, de la popular Blue Suedes Shoes que Elvis Presley cantaría un año después—, aunque bien podría ambientarse en Nueva Orleans o en cualquier ciudad. Mitzuko le calla insistiendo más en su Elvis, aunque no dice que este nunca compuso las letras de las canciones que interpretó; al contrario que la gemela del segundo episodio de Coffee & Cigarettes (2003), quien no duda en expresar su rechazo a Elvis, afirmando que “robó” las letras a Carl Perkins o a Otis Blackwell por diez dólares. Mystery Train cuenta tres historias que encuentran su comunión en la (des)mitificación de Elvis y en la ciudad de Tennessee, estado sueño cuya capital, Nashville, es otra localidad famosa por la música —y que Robert Altman hizo centro de una de sus sátiras cinematográficas más populares—, aunque, en el caso capitalino, por la Country. La primera procede de Yokohama y llega en tren a una vieja estación, semi vacía, que en nada se parece a la moderna de la ciudad de donde proceden. Esta realidad ya crea una primera diferencia entre lo que han imaginado y lo que ven, pero ellos son personajes de Jarmusch y no desesperan, más bien, esperan encontrarse una ciudad donde brille el mito, pues en ella se encuentra Graceland, que aguardan visitar. Elvis fue un negocio en vida y lo es en muerte, pero la ciudad que deambula la pareja japonesa o la generosa y fantasiosa romana a quien da vida Nicoletta Braschi, o Johnny (Joe Strummer), el novio inglés de Dee Dee (Elizabeth Bracco), se detiene en cafeterías, bares, licorerías y en ese hotel de “mala muerte” situado en una ciudad con calles y locales en descomposición, una localidad que recuerda más al Nueva Orleans de los primeros minutos de Bajo el peso de la ley (Down By Law, 1986) que a la idílica estampa que vende la leyenda y el negocio…
miércoles, 10 de septiembre de 2025
Kurt Vonnegut y Las sirenas de Titán
martes, 9 de septiembre de 2025
Adorno, desde la vida dañada
El subtítulo “Reflexiones desde la vida dañada” responde con bastante precisión a la pregunta de qué va “Minima Moralia”. Este libro escrito por Theodor W. Adorno entre 1944 y 1947 iba a serlo también de su colega Max Horkheimer, a quien le dedica la obra, pues la idea inicial era la de realizar un diálogo entre ambos filósofos, junto a Herbert Marcuse y Erich Fromm, máximos representantes de la primera generación de la Escuela de Fráncfort. Pero, no pocas veces, las intenciones se ven truncadas por circunstancias externas. En el prólogo del libro, Adorno explica de la siguiente manera que <<la ocasión inmediata para componer este libro me la brindó el cincuenta cumpleaños de Max Horkheimer el 14 de febrero de 1945. Su elaboración coincidió con una fase en la que, debido a circunstancias externas, tuvimos que interrumpir el trabajo en común>>.
Si se continúa leyendo más allá de esas primeras páginas, se sabrá sobre qué ideas giran sus reflexiones y cuáles son las conclusiones a las se llega este pensador alemán cuya escritura desvela sinceridad, claridad expositiva, resistencia frente a una sociedad que oprime —con permisividad controlada, estudiada, impuesta—, y crítica hacia su presente, el cual, andado el tiempo, ha deparado el nuestro; sus palabras lo descubren intentando ser una mente libre en un mundo que, evidentemente, lo impide. No voy a insistir aquí en lo que expresa, sólo escribir una idea suya que llamó mi atención, una de tantas reflexiones suyas que lo hicieron. Dice así: <<El que ofrece algo único que nadie quiere ya comprar personifica, aun contra su voluntad, la libertad de cambio>> En nuestros días, la idea de Adorno sigue vigente, tal vez haya cobrado mayor fuerza, pues quien ofrece algo único se convierte hoy en un ser ninguneado por esa multitud que solo da visibilidad a quienes generan productos de consumo de masas, que suelen ser poco elaborados, repetitivos e insípidos, pero fáciles de masticar, de ahí uno de los factores de su éxito… Y esto que parece tan corriente e inocente, no deja de ser un peligro mortal para el pensamiento, que es el primer paso en la manera humana de (re)plantearse, cambiar y evolucionar…
lunes, 8 de septiembre de 2025
Dead Man (1995)
Camino del más allá, deambula un hombre muerto que comparte el nombre con William Blake, el poeta y pintor inglés que en los últimos años de su vida ilustró la Comedia de Dante y que siempre se encuentra presente en Dead Man (1995), sea en un poema o en las citas que Jim Jarmusch pone en boca de Nadie (Gary Farmer). Blake (Johnny Deep) viaja sin reconocer su inexistencia, su nueva existencia, ni la espectralidad que le rodea y que irá percibiendo a lo largo de su recorrido por el blanco y negro fantasmal, fotografiado por Robby Müller y musicalizado con acordes de Neil Young, donde se producen encuentros que desvelan el choque entre el nuevo y el viejo mundo (el físico y el espiritual) al que William, contable procedente de Cleveland, llega en tren. El caballo de hierro avanza de este a oeste y permite al hombre blanco acercar distancias para apurar su beneficio y el fin de los búfalos —todos los pasajeros, salvo William, disparan sobre los bóvidos desde el vagón—, del “salvaje” oeste y de los pueblos nativos que lo han habitado hasta su llegada. El contable aparece en la pantalla en el interior del vagón donde este hipnótico western, en el que el tiempo parece no existir, se abre al humor de Jarmusch, a su encanto guasón, poético y rebelde, con el que viaja al origen y al final del western, género cinematográfico estadounidense por excelencia…
Nadie le dice al moribundo William, <<algunos nacen a la noche eterna>> y hacia esa eternidad común, aunque más que común es la del hombre muerto que encuentra en el indio a su guía —como Dante lo halló en Virgilio—, caminan mientras tránsitan por un mundo de espíritus, puede que perdidos o de camino al infierno, al purgatorio o al paraíso. Cual Virgilio con Dante, “El que habla alto y nada dice”, verdadero nombre de “Nadie”, que también podría ser el nombre que el embustero de Ulises da al cíclope Polifemo —aunque, al contrario que el héroe homérico, es un errante sin Ítaca a la que regresar—, lo acompaña en su tránsito final. Nadie habla al de Cleveland, que escucha perdido en su ignorancia y en la sorpresa, extrañeza, que le genera su entorno y sus moradores. Le cuenta su propio deambular, le refiere su viaja a Inglaterra, donde supo de William Blake, el poeta y pintor admirador de Dante y de su Comedia, también le habla del hombre blanco, el que décadas antes no existiría para los pueblos nativos, salvo por las historias susurradas a través del viento. Ese hombre blanco se fue apoderando del territorio, de este a oeste, de norte a sur, ocupando todo, desbrozando, eliminando, transformando, para crear su mundo, el supuestamente civilizado y primitivamente industrializado como el que domina Dickinson —a quien dio vida Robert Mitchum, en su último papel para el cine—, el amo y señor de Machine que pone precio a la cabeza de William, el hombre muerto que lleva la muerte consigo y para el resto…
domingo, 7 de septiembre de 2025
Regreso al futuro III (1990)
Hay varios aspectos que se repiten a lo largo de la trilogía Regreso al futuro, desde algunas fechas a las que la historia regresa, la de 1955 y la 1985, hasta el reloj del ayuntamiento, pasando por la inmadurez de Marty, la cual parece decir adiós una vez de vuelta del salvaje oeste en el que se ambienta esta tercera parte, cuando Doc les expresa (a Marty y a Jennifer) una doble sentencia que bien podría considerarse la moraleja de la serie, al menos la más evidente y quizá también la más falsa: <<Vuestro futuro no está escrito, solo depende de vosotros>>. Escuchar esto me genera no pocas dudas, porque una mirada alrededor y al interior parece confirmar que en cada individuo existen factores y actores externos que le condicionan y que condicionarán ese futuro que, según en científico, solo depende de ellos. Pero solo se trata de una frase de película y, tal vez, la moraleja más interesante sea aquella que Zemeckis no expresa, sino que muestra desde el inicio y que cuestiona para qué la ciencia sin corazón, y de esto último pueden presumir tanto “Doc” como Marty. Parece pregúntaselo a lo largo de su filmografía, en la que juega con el tiempo y con la tecnología. En Regreso al futuro parte III (Back to the Future Part III, 1990) lo hace desenfadado, tal como había hecho en las dos anteriores entregas, pero viajando al viejo oeste, el del cine, el nacido de las historias y de la leyenda, regresa al western, al de John Ford, también al satirizados por los hermanos Marx y al italianizado de Leone, a cuyos spaghettis Zemeckis rinde homenaje en varias escenas; por ejemplo: el travelling ascendente que supera la estación para abrirse al nuevo y viejo mundo al que accede Marty, quien, en 1885, asume para sí el nombre de Clint Eastwood. En esta parte III, Zemeckis amplia su radio de acción, abarcando de este modo desde 1885 hasta 2015, para cerrar el círculo que se abre y cierra en 1985, cuando el protagonista adolescente ya ha madurado, pues ya no confunde el valor con tener que demostrar que no teme a nadie. Y en ese punto hay otra moraleja, más sincera o real que la expresada por Doc, la del futuro no escrito y que solo depende de uno, que vendría a decir que todos tenemos algún miedo, y no hay nada malo en ello, puesto que, en su estado natural, es incluso una defensa contra posibles peligros que represente el medio. Otra cuestión resulta cuando se transforma en obsesión y terror, pero en Regreso al futuro no hay cabida para ese aspecto psicológico, sino para otros como el amor, aquel que, en su vertiente amistosa, une a Marty y a Doc, y el que despierta entre el científico y Clara en 1885, pues ambos siente una atracción intelectual a primera vista que les desnuda la materia gris y les lleva al deseo, el que Marty no ve con buenos ojos porque podría trastocar su misión de regresar a 1985 y poner en orden aquellos desbarajustes temporales que le han llevado a recorrer distintos puntos del continuo espacio-tiempo…
viernes, 5 de septiembre de 2025
Byung Chul Han y el cansancio
De regreso, tras despedirme de unos amigos, ya a punto de subir las escaleras de la Quintana, me descubrí rodeado de quietud y pensando en el popular ensayo de Byung-Chul Han sobre la sociedad actual, que él dice del cansancio y del rendimiento, aunque podría haberla llamado de consumo, de la imagen de cara la galería, de las deidades minúsculas —pues ya todos, en nuestra pequeñez, nos sentimos el centro del universo— y del estar en la rueda, de la cual no se pueda salir, a riesgo de quedarse fuera. Recordaba que el autor insistía en la misma idea, la de una sociedad en la que todo se ha igualado, en la que ya nada es extraño, por lo que no es necesaria una reacción contraria. Evocando a Marcuse, hamos perdido nuestro pensamiento bidimensional. Pensando en el texto, se cruzaron con el recuerdo de las líneas ideas propias, basadas en influencias y en observaciones, ideas como la de que, en sociedades que presumen de liberales y democráticas —aún peor sería en las abiertamente totalitarias—, el individuo que logra abrir los ojos (y se mira a sí mismo y a su alrededor) se descubre esclavo de todo, incluso de uno mismo, y lo que es peor, a menudo contento de su esclavitud, tal vez porque sus cadenas sean invisibles o encadenen disfrazadas de comodidad, inclusión y bienestar.
Arriba, en la de Vivos, frente a la Casa de la Parra, me planteé si el individuo ya no puede dejar de producir ni de consumir, ni de exigirse más y más trabajo y consumo porque la directriz que se ha fijado vendría a insistirle en que todo es posible si trabaja para adquirir esto y aquello, si es un ser activo, útil, productivo —lo que no dice es para quién lo es—, no pensante, que luzca en un posado, que compita en la superficie y que llegue a casa cansado, después de su jornada laboral o de su visita al gimnasio; ya tendrá el fin de semana para recuperarse, para acercarse al centro comercial, para zapatearse en el sofá o darse un homenaje, y hacerlo siempre igual. Día tras día, año tras año, hasta que llegue el momento de festejar su jubilación o su ausencia de júbilo. Además, ese espejismo de ser especial, único, un ganador nato, inconsciente de formar parte prescindible del engranaje de una sociedad estándar, homogénea, programada, aunque viva en la pérdida de su libertad, esa fantasía “positiva” juega en su contra, ya que le aleja de la realidad que implicaría el enfrentarse a esa misma realidad de ser un objeto en manos invisibles que acaricia porque le posibilita la idea de ser lo más grande; se premia la igualación, la reducción y la sustitución (y no hablo de la resolución de sistemas matemáticos), también la imitación y la repetición.
Para la sociedad moderna, ya no hay una disciplina ni una deidad controladora a la que agradecer o culpar, una que indique, a través de sus “elegidos”, qué y qué no hacer, con la promesa de una recompensa futura. Ahora, sombras manipuladoras e igual de controladoras sustituyen lo viejo y constituyen la nueva divinidad. El sometimiento y la esclavitud no han desaparecido, solo han cambiado sus formas, lo vienen haciendo desde las primeras décadas de siglo XX, y la del XXI semeja más cruel que la anterior realidad porque, vendiendo progreso y mejoras sociales, incluyo nuevas esperanzas, apenas existe en ella esperanza alguna que se concrete, ya que ha creado desesperados y desamparados, desesperanzados que se aíslan en su visibilidad —antes todos éramos anónimos, hoy creemos no serlo debido a las redes sociales y a internet— y que ya solo pueden ver su ahora, el que, apoyándose en la sugestión del miedo y la búsqueda del placer en la inmediatez, les exige “trabaja, gana dinero, gástalo, trabaja, lo necesitas para poder vivir y existir, puesto que de no tenerlo, no existes, no consumes, estarás fuera, en la miseria”. En cierto modo, se intenta huir de la realidad apostando por lo aparente, sin comprender que se huye sin posibilidad de escape, pues toda realidad se lleva consigo, y cuando uno se enfrente a ella, si es que llega a hacerlo, tal vez sea demasiado tarde o comprenda que su vida no ha sido suya.
Abandonando la plaza, regresaron las líneas en las que Byung Chul Han insiste en la ausencia de “otredad” y el dominio de la positividad en nuestros días, una falta y una tenencia que nos afectan y en la que vive la sociedad del siglo XXI. A esta idea, el filósofo germano-coreano vuelve una y otra vez, tal vez porque necesite sentir que se explica o por la tendencia que se descubre en no pocos autores a expresar una misma idea de diferentes formas, como si el lector fuese idiota, que en la mayoría de los casos no niego ni afirmo que lo sea, o puede que se gusten o que lo hagan con el fin de llenar más páginas o de encontrar la mejor manera posible de comunicarse. No obstante, esto implica el riesgo de perder al lector, y que este cierre el libro y opte por hurgarse la nariz, como suele hacer cuando detiene su automóvil ante un semáforo en rojo, o que se dedique a pensar en otros libros y en otros autores en quienes leería ideas similares sobre una sociedad que, más del cansancio, cansa de tanta superficialidad e imbecilidad que premia, ensalza y eleva como si así fuese menos estúpida. En todo caso, “La sociedad del cansancio” me genera la sensación de que podría haber dado para otra forma, me refiero a explicarse en menos o en más páginas pero más fluida y suelta a la hora de desarrollar la idea que se repite y que ya se encuentra en otros autores anteriores a este reconocido filósofo de origen coreano que escribe sus obras en el idioma de Friedrich Nietzsche, Martin Heidegger, Walter Benjamin y Hannah Arendt, influencias y referencias que asoman por el texto. Mas ya al alcanzar Cervantes, tempo atrás llamada plaza del Pan, me dije que lo pensado podría darme para un breve ensayo sobre un ensayo y unas ideas, uno que no busca tener razón solo la posibilidad de desarrollar un pensamiento que, como tal, sé incompleto e imperfecto, abierto al error y a la continua negación y corrección…