El cine, al igual que la literatura, tenía el poder de acercar culturas distantes y de aproximar espacios ajenos a los propios, lugares y costumbres desconocidas. Jean Renoir, Fritz Lang, Roberto Rossellini o Louis Malle vieron la India con diferentes ojos, pero todos ellos tenían en común que eran europeos, y que se acercaban con su mirada europea a un país que Satyajit Ray miraba de otra manera. Lo hacía como un hindú que observa su país, su tierra, su gente, y hablaba de ellos sin la ensoñación de Renoir o la búsqueda de quien, como Rossellini, desconoce y quiere conocer. Partiendo de esta distancia o cercanía, según la perspectiva de quien mire, no extraña que resulten diferentes sus espacios hindúes a los expuestos tanto en los documentales de Rossellini o Malle o en las ficciones de Lang y Renoir. Cierto que es posible que el cine de Ray, al menos en sus inicios, estuviese influenciado por el neorrealismo italiano y por su colaboración con Renoir durante el rodaje de El río (The River, 1950), pero su cine es fruto de su formación cultural y de su comprensión de su entorno natal, de contradicciones y tradiciones, donde asumió una postura progresista. Sus personajes, sus conflictos, aunque universales, se sitúan dentro de una cultura y una sociedad concreta, muy diferente a la occidental. Para Lang, en su díptico, la India era una aventura con un héroe alemán, para Renoir, una evocación pictórica y poética de una mujer inglesa que evoca su infancia. Rossellini y Malle la vieron como viajeros hacia verdades que descubrir, mostrar o desvelar, mientras que para Ray es su hogar, su cotidianidad, su cultura, sus raíces. Esto marca una gran diferencia a la hora de acercarse a la India. En las películas de los autores europeos, el espacio y los personajes resulta accesibles para el público occidental, ya que, aunque veamos el país del Ganges y sus gentes, lo vemos a través de ojos occidentales —se occidentaliza lo observado y narrado, por decirlo de alguna manera. Mientras que en las películas de Ray, vemos un entorno que nos es desconocido, sin filtros, quizá por ello resulte más fascinante, si cabe, y enigmático, aunque sea un lugar donde se reconocen universales humanos. En La Diosa (Devi, 1960), esos universales son el amor y el temor generado por la duda —a lo largo del film se produce el conflicto entre racionalidad y fanatismo—, la carnalidad sensorial y espiritualidad que asusta a la protagonista femenina después de que su suegro (Chabi Biswas) sueñe que ella es la reencarnación de la Diosa Madre. A partir de ese instante, Doyamoyee (Sharmila Tagore) ya no sabe quién es. Si es mujer o la Diosa, ya que el milagro o rápida recuperación del niño moribundo —sufre desnutrición— le hace dudar cuando intenta huir con su esposo (Sumitra Chatterji), después de que este regrese a buscarla.
Umaprasad, el joven esposo, recibe una carta donde le explican el suceso, de modo que no tarda en regresar al hogar paterno para liberar a la esposa amada. Liberar quizá suene extraño, puede que exagerado, pero no, eso es lo que intenta. Como individuo al que guía el pensamiento racional, pretende romper las cadenas de superstición y tradición que le apartan de la mujer que ama. Umaprasad apunta una personalidad contraria a la paterna, debido a su formación académica, posiblemente británica, la cual le ha liberado del fanatismo religioso que guía él comportamiento paterno. Por su parte, el padre, está convencido de que su sueño, en el que iguala a Doyamoyee con la diosa Kali, es un mensaje divino que confirma la reencarnación con la que se obsesiona, obsesión detonante del conflicto y del drama. Resulta inevitable el choque entre ambos personajes y, en medio, la figura de la diosa y de la mujer, una figura que el esposo idealiza en su carnalidad, su físico y su realidad. Por ser de carne y hueso la quiere e intenta romper unas cadenas de lealtad filial, mientras que el padre fantasea a su nuera espiritual, como una imagen que desea, pero no puede alcanzar, también como la protección maternal que quizás mitigue o consúele la soledad y el miedo a la vejez. No sin motivo, Ray decía que para que un occidental pudiese llegar a comprender en profundidad La Diosa debería antes conocer o familiarizarse con el culto a la Diosa, con el renacimiento cultural bengalí del siglo XIX, con la tradición en una sociedad de castas y con las relaciones familiares, entre padres e hijos y esposas y maridos, relaciones en todo caso de sometimiento. Y ahí, en el acercamiento a una cultura distante a la europea, es donde la mirada occidental se transforma en otra más capacitada para ver donde antes quizá solo intuyese o pasasen desapercibidas algunas cuestiones propias a la cultura y la tradición bengalíes.
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