Me reconozco en Jacques Tati, tal vez porque su humor me sepa subversivo, al mandar a “tomar por ahí” al supuesto progreso, que el cómico comprende que solo es tecnológico, ni social ni humano (en un sentido humanitario y humanista). Me gusta su personaje Monsieur Hulot, que crea “involuntariamente” el caos para llamar la atención sobre la superficialidad y el esnobismo, sobre la modernidad y su velocidad de escape hacia no se sabe muy bien dónde; ese movimiento de huida constante que espanta la quietud y relega al olvido el tiempo para pensar e incluso el destinado a disfrutar de aquellas cosas en las que los sentidos ya no se detienen o lo hacen (hoy) con la finalidad de crear contenido audiovisual que compartir y con el que llamar la atención. La crítica a la vida a plena carrera, sin mirar atrás, ni a los lados, ni al frente, ni detenerse a saborear el instante, ni a quien te sale al encuentro, ya asoma en Día de fiesta (Jour de fête, 1949), en el pueblo donde la calma se ve interrumpida por el documental donde se muestra el reparto a la “americana” que afectará al cartero protagonista. Ese “más rápido, más rápido” con el que Tati no está de acuerdo, pero que su repartidor ciclista asume como máxima evolución y ejemplo a seguir…
En Las vacaciones del señor Hulot (Les vacances de M. Hulot, 1953) parece que regresa cierta quietud, pero solo es un espejismo que desaparece en Mi tío (Mon Oncle, 1958) y sobre todo en Playtime (1967) y Traffic (1971), que se lanza a la carretera y al salón del automóvil. El cómico francés hereda de Charles Chaplin el ir a contracorriente, pero deshecha la sensibilidad de aquel, tal vez por temor a caer en lo sensiblero o porque prefiera expresar otro tipo de rebeldía y de humanismo, el que representa alguien que no sabe que es uno de los últimos representantes de un modo de vida que se extingue. Hulot no busca ser marginal, ni es egoísta, todo lo contrario, de ahí que siempre se ofrezca y nunca pretenda transgredir las normas; solo vive según su idea del mundo, que el ve con ojos generosos y todavía a su altura, pues habita un espacio no vertical (en un barrio sin edificios que aspiren a rascacielos) ni tecnológico, esa moda de rodearse de tecnología, de ponerla al servicio doméstico y cotidiano, queda para la modernidad que abrazan su hermana y su cuñado en la casa de Mi tío. En cierto modo, él es la inocencia perdida. La tranquilidad de Hulot, que no pocos de quienes le rodean observan con extrañeza, tal vez salvo los niños y los perros, de la que otros se ríen o lo toman por idiota, define al defensor, inconsciente de serlo, de un tipo de estar y de vivir ya en desuso —el también defendido por Akira Kurosawa en Ikiru (1952), que queda reflejado en el parque y el columpio, lejos de la burocracia y ajeno a las prisas que habían dominado al inicio del film—, tal como irá asomando en siguientes comedias del personaje. En ellas, Tati enfrenta el vértigo y la idiotez de la sociedad tecnológica con la tranquila postura que representa su héroe, porque, para mí, Hulot es uno de los grandes héroes cinematográficos; no un antihéroe como pueda suponerse por su “patosismo”, el que da pie a que Tati desarrolle espléndidos e hilarantes gags, todos ellos estudiados hasta el más mínimo detalle para alcanzar el efecto pretendido por este gran cómico y creador de situaciones, cuyo héroe de celuloide supera cualquier obstáculo y cuya forma de ser perturba un entorno en vías de deshumanizarse, donde la serenidad, la generosidad, la amabilidad y la inocencia representadas en el protagonista de Mi tío, que parecen ya no tener cabida en el presente o que se encuentran en desuso, o solo usadas por él y por otros “Hulots” hombres y mujeres más…
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