Dicen que tres es un número entero y un primo. También se escucha que en ocasiones es multitud; otras que da forma a un trío con el que ya puedes subir la apuesta en una partida de póquer o al coche-cama rumbo a la cálida Florida, uno que quizá acabe tan lleno como el camarote de los Marx o el centro comercial vecino, las tardes de los sábados de lluvia y rebajas. Pero no “buscaré tres pies al gato”, ni compraré ofertas tres por dos, cuando ni necesito uno. Prefiero cantar el popular “tres eran tres las hijas de Elena, tres eran tres y ninguna era buena”, aunque, quizá, de las tres, ninguna fuese fatal; ni mala la idea de preguntar a los tristes tigres qué les entristecía, ¿ser tres o su propia tristeza? Pero ya se sabe, mejor aquello de en boca cerrada…, que cria cuervos y… recoge tempestades. Pues no me aplico el cuento y me pregunto si mezclar refranes está permitido por estos lares y en estos tiempos, porque, tal como corren sin freno hacia la incultura que iniciará la cultura que relegará la que agoniza desde avanzado el XX a una clase de historia y al olvido, ya no sé si es correcto ir a pie o en el coche de San Fernando. Quizá por eso mismo casi siempre voy caminando, y lo que falta andando. Respecto a los mosqueteros, ignoró qué decir desde que dejaron de ser tres para, con la llegada del joven gascón, ser cuatro a repartir estocadas por aquí, estocadas por allí, en aquella Francia de folletín…
Tres son los de la fotografía, tres que respondían a los nombres de Juan Antonio Bardem, Luis Buñuel y Carlos Velo, tres que, aunque se posicionasen en la instantánea como los vértices de un isósceles, no formaban geometría. Eran tres de cine, de los más grandes cineastas que haya dado su país, otra cuestión es que allí lo tuviesen complicado; tras la guerra civil, dos de ellos, imposible, aunque Buñuel regresase en los años sesenta para, a costa de saltarse el régimen, darse un atracón cinematográfico y subversivo en la magistral Viridiana (1961). Los tres coincidieron en México, durante el rodaje de Sonatas (1959), dirigida por Bardem y basada en las Sonatas de Valle-Inclán, que no eran tres, sino cuatro, el mismo número que las estaciones de Antonio Vivaldi y que las de ferrocarril compradas por la imagen infantil en aquel tablero donde casi siempre la suerte le mandaba a la cárcel sin cobrar y sin pasar por la casilla de salida. ¿Tal vez un augurio del porvenir?, se preguntaba el niño que, un par de años o décadas después, susurró un vaya con don Ramón y don Antonio, y con su ir uno, dos o tres pasos literarios y musicales por delante. Velo y Buñuel también caminaron con adelanto, antes de verse obligados a exiliarse en México, tras la guerra civil española (1936-1939). Ambos habían colaborado en la distancia, cuando Buñuel le pidió al auriense hormigas para La Edad de Oro (L’Age d’Or, 1930). Años después, volverían a colaborar en Nazarín (1958), basada en la novela homónima de Pérez Galdós, otro gigante de las letras a la par de don Ramón María, en la que Velo haría de consejero de producción. Al año siguiente, el ourensano asumiría una función similar para Bardem en su adaptación de Valle-Inclán, que fue una coproducción producida por el mexicano Manuel Barbechano Ponce... En fin, dan las diez y en el piso de arriba alguien afirma que siempre nos quedará París. De la habitación vecina, a través de la pared de fantasía más que de papel, una voz expresa que “no hay dos sin tres”. “Pero ¿si hubiese tres sin dos?” —escucho que le pregunta otra—. “Entonces, ¿qué? ¿Solo nos quedarían los impares?” “Vamos” —me digo a mis tres reflejos—, “salgamos de aquí antes de que los vecinos nos quiten los pares y los de arriba nos vengan con el techo encima”.