jueves, 13 de marzo de 2025

El oro de Nápoles (1954)

Una de las grandes parejas de cine no asoma en la pantalla, aunque uno de sus miembros luzca en ella su faceta actoral. Su relación se afianza tras las cámaras, donde se gestan las historias y las suyas son grandes en su complicidad y su humanismo. Calan hondo, resultan entrañables y humanas, pues su principal interés se centra en el ser humano, sin héroes ni villanos, ya sean dolosas como Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948), fantasiosas y divertidas como Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951), tristes como Umberto D. (1952), o satíricas como El especulador (Il boom, 1963). No nombraré más títulos, salvo uno, el que ahora corresponde, porque son muchas sus grandes aportaciones al cine y, con las citadas, me queda claro, no sé si a ustedes, que la pareja es Vittorio De Sica y Cesare Zavattini, dos imprescindibles de la historia cinematográfica, quienes, junto a Giuseppe Marotta, que también participó en el guion de El oro de Nápoles (L’oro di Napoli, 1954), fueron los responsables de acercarnos la ciudad mediterránea a través de su mirada cinematográfica humanista y sensible, entrañable, caricaturesca, divertida y, en ocasiones, triste. En De Sica y Zavattini la preferencia por lo humano es innegable e innegociable, aunque el primero acepte papeles en películas ajenas que le permitan mantener su ilusión de que la vida es juego. Lo humano, emociones y sentimientos, resulta predominante en cualquiera de sus películas, de ahí que El oro de Nápoles al que alude el título sean las gentes de la ciudad, la cual cobra distintos rostros fílmicos en esta espléndida películas compuesta por seis episodios en los que también asoman miembros de otras parejas que forman parte innegable del cine y, por supuesto, de esta espléndida comedia y drama. Esas dos caras que todos llevamos con nosotros, aquí, en Nápoles y en cualquier lugar habitado, son parte de la ciudad y de sus vidas, bien lo saben las mujeres a quienes dan vida Sofia Loren y Silvana Mangano, y tal vez sus media naranjas en la vida real, Carlo Ponti y Dino de Laurentiis, que la produjeron. Aparte, asoman otros nombres irrepetibles, aunque cierto que ningún humano se repite (hasta que den vía libre a la clonación), como Totò y de Filippo, gigantes de la cinematografía italiana, que tiene unos cuantos, y no sorprende pues se trata de una de las grandes referentes en esto de hacer películas, ya no solo por el neorrealismo o por la comedia a la italiana, ni por ser pionera en las superproducciones allá por la primera mitad de la década de 1910, antes de que a David Wark Griffith lo considerasen el padre de todo esto, sino por su cercanía y su humanidad, por su apuesta a cara partida por las historias, los personajes y las situaciones que denuncian o satirizan y que desvelan parte de su época. En esto, Zavattini y De Sica son fundamentales, que no quiere decir que los únicos, pero sí quienes junto a Mario Monicelli y Marco Ferreri mejor supieron retratar desde lo tragicómico y la caricatura (grotesca y esperpéntica en Ferreri) a la Italia de la segunda mitad del siglo XX; ambos eran conscientes de que el mayor tesoro, el oro de Nápoles, eran sus gentes, tan atípicos e impredecibles, pícaros, ingenuos, engañados… De Sica da rienda suelta a su sentido del humor, a su sensibilidad y a su complicidad con los niños y los desfavorecidos, con los personajes pícaros y los desvalidos, como parece serlo el de Totò o la Mangano, el primero en su imposibilidad de recuperar su intimidad, invadida por el gorrón que se le ha adueñado de su casa, y la segunda en un matrimonio de conveniencia que la condena a una especie de ostracismo sentimental y emocional. De Sica se pasea por las calles y casas napolitanas, rinde homenaje a la ciudad y expresa a viva voz la idiosincrasia local; el resultado, aunque irregular en su comparación episódica, me sabe magistral en los episodios protagonizados por Sofia Loren y el propio De Sica, cuyo duelo en la pantalla, con un niño que no puede salir a jugar fuera con los de su edad, le iguala a su rival e incluso le lleva al extremo de intercambiar los roles, pero, sobre todo, desvela la soledad en la infancia, la imposibilidad de ese pequeño que, si bien acepta jugar con él, desea hacerlo con las voces infantiles que se escuchan al otro lado de las paredes del palacete, en esas calles napolitanas donde la vida prima, aunque haya se pasee un cortejo fúnebre…



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