La radio y la televisión acercaron el mundo de los programadores a los hogares, convirtiendo a los individuos y a las familias en oyentes y espectadores, pero también distanciaron la atención de estos; en cierto modo los educaron para ser en la inmediatez y al tiempo pervirtieron la capacidad reflexiva y comunicativa de sus consumidores. Para bien y para mal, ya nada volvería a ser igual que antes, pues ambas, tal vez inicialmente sin conocer sus límites y sus posibilidades, llegaron para transformar la cotidianidad. Lo hicieron y crearon adictos, nada fuera de lo común siendo como es la adicción una tendencia en la humanidad y supongo que en el resto de especies. Fueron capaces de condicionar la opinión y los gustos del público, indicando de forma sutil o gruesa, según la publicidad, la propaganda y la censura, qué consumir, qué ver, qué hacer, qué pensar, a quién imitar, incluso qué ser… Indudable su valor mediático, pero más aún lo es su capacidad como agentes de control y de cambio, sobre todo la televisión que, al llevar la imagen a las casas, generaba la sensación de cercanía, impensable tiempo antes, y la ilusión en los espectadores de estar siendo testigos y partícipes de programas y concursos donde gente corriente, como ellos mismos, triunfaban y sacaban unas pesetillas. Conocían sus rostros y sus voces, en la radio solo estas últimas, y en la prensa escrita solo las líneas de imprenta que, aunque acercasen la noticia o la tergiversasen, impersonalizaba, amén de que no toda la población leía o quería leer —en esto, poco ha cambiado—. La primera emisión televisiva pública data de 1936, obra de la BBC, y en la década siguiente, en Estados Unidos, los aparatos televisivos ya eran de uso común en los hogares donde les aconsejaban comprar este o aquel tabaco o aquellos alimentos envasados o el mejor quitamanchas. En España, la primera emisión se produjo en octubre de 1956, con Arias Salgado de Ministro, pero sin apenas televisores en el país —la señal alcanzó unos seiscientos y solo en Madrid—.
Los aparatos empezaron a formar parte del mobiliario de algunas casas y pisos en la década de 1960, recibiendo la señal del único canal que emitía, de ahí que la posibilidad de elección se redujese a no tenerla… En todo caso, fue una ventana a lo que sucedía en otras partes del país e incluso del mundo allende los Pirineos y el Atlántico, claro que aquel mundo lejano y cercano entraba en los hogares filtrado por la censura (a menudo en mano de religiosos) y expuesto como el régimen franquista mandaba. De ahí que no siempre, por no decir nunca, pues supongo que alguna vez se escaparía alguna verdad, se tuviese acceso a más realidad que a la pretendida por quienes controlan el medio. Pero a veces los cambios también eran imparables para los controladores. Tras las reticencias iniciales de la censura y la imposibilidad de frenar la fiebre pop que se propagaba por la juventud española de mediados de los años sesenta, en su contacto con los fenómenos musicales que, sin duda, encontraron una espléndida vía de propagación en el turismo, España quiso ser yeyé y la televisión fue uno de los medios que se vistió de cierta modernidad. En el cine, lo yeyé también se puso de moda, más si cabe cuando Concha Velasco protagoniza Historias de la televisión (1965) y se marca un tema ya mítico. La actriz se convirtió en una de las imágenes icónicas del cine y de la musica ligera española al cantar Una chica yeyé —tema inicialmente escrito en masculino para Luis Aguilé—, en el film de José Luis Sáenz de Heredia. Historias de la televisión seguía la estela de la popular Historias de la radio (1955), pero cambiando el medio y contando nuevas historias, las de dos ilusos que, a su manera y en sus ilusiones, se rebelan contra el orden o lo que se espera que deben ser sus vidas. No, parece decir Felipe (Tony Leblanc), un joven que ve en la televisión la oportunidad de ser concursante profesional. Y no rotundo, dice Katy (Conchita Velasco), que trabaja de kiosquera pero vive para ser la cantante famosa en quien sueña convertirse; y, para ello, nada mejor que ser activa y tomar las riendas de su vida. En su paso a delante, da una lección de independencia y de cómo coger el toro por los cuernos. Lo hace para dar cuerpo a su ilusión… no es fácil, tampoco resulta sencillo para Felipe, pero, ya sea en solitario o emparejados, ninguno ceja en su empeño. Uno, Felipe, es un caradura, la otra, Katy, se presenta marchosa, vigorosa, igual de ilusa que aquel, pero mucho más sobrada y decidida que la chica yeyé de la canción, ya mítica en el cine español, que Concha Velasco inmortalizó para el cine y sobre el escenario, comiéndose la pantalla con su voz, su ritmo, su presencia y su innegable atractivo…
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