Recordando las apariencias de Tom Cruise y Brad Pitt en Entrevista con el vampiro (Interview with the Vampire, Neil Jordan, 1994), podría sustituir la de Cruise por la de Antonio Banderas y la impresión apenas variaría, me vino a la memoria la imagen de los Bee Gibbs, pero la descarté de inmediato y los mandé a freír espárragos con Manero; que dicho así, suena a receta. Su lugar lo ocupó un dúo musical de la década de 1980. Busqué en internet algún retrato de Modern Talking y, aparte de ver que, más temprano que tarde, cualquier moda y modernidad son demodé y obsoletas, para su futuro incluso ridículas, me encontré con un encadenamiento de ideas irrazonable que me llevó a la conclusión de que no habría mejor entrevista vampírica que a Nosferatu, el silente, claro. Sus respuestas, más que elocuentes, podrían ser desgarradoras y sangrantes. Sin palabras innecesarias para explicarse, y sin falsetes ni coros nos haría comprender que es un condenado a perpetuidad. ¿Y quién podría abandonar las sombras y sonreír siéndolo? Aun así, con su pena y su ataúd a cuestas, con sus dientes amenazantes y sus garras afiladas, vagando de levante a poniente y de norte a sur, que gran cantante habría sido, superando con su silencio y sin dificultad el listón musical de los últimos tiempos; por supuesto también el cinematográfico. Por lo general, ambos listones se encuentran a ras de suelo. Así andamos ahora, a gatas, cuando no nos da por imitar a la babosa, tal vez al caracol, del que no copiamos su lentitud, ni su decidido aferrarse a la superficie por la que se desliza, ni su rastro brillante, sino ese arrastrarse entre cansino y perezoso que parece situarla en el mismo lugar y en la misma postura eternamente, como si el avanzar no fuese con ella. La babosa, más que el caracol, parece anclarse en una aparente eternidad que me devuelve al tema de los vampiros, cuya evolución se me antoja difícil y ya imposible, si uno se atiene a la realidad de que no están vivos, pues la falta de vida parece complicar cualquier posibilidad de respirar y de ir hacia alguna parte. No obstante, Nosferatu (Friedrich Wilhelm Murnau, 1922) lo hizo, salió de una idea y dio uno o dos pasos adelante…
El resto de vampiros caminaron sobre la senda de celuloide desde entonces abierta. Lo hicieron con voces propias como la de Terence Fisher o la de Werner Herzog; o Browning y Coppola, que en sus intentos no encontraron su mejor tono, pero superan al de otros muchos que hicieron del vampiro un producto sin sangre. ¿Y qué es un vampiro sin sangre y siendo producto de consumo? ¿Una de sus víctimas? Cualquier vampiro posterior a aquel conde Orloff cuya vestimenta, delgadez y calva me recuerda a un hermano lasaliano de mi infancia carece de la voz del mudo y de la partitura de Murnau, compositor de la magistral sinfonía del horror que suena en imágenes. Miedo, terror, desolación, destrucción, locura, el horror atruena en la realidad humana y mundana. Nunca la abandona. La propia humanidad parece llevarlo consigo. Es su cruz, pero ¿cuál es su cara?
En su particular, cómico y negro “yo acuso”, Monsieur Verdoux (1947), Chaplin acusa la hipocresía y la guerra. Son usos y abusos que ni el no vivo puede soñar, si a un vampiro se le concede la posibilidad del sueño. Tal vez en las horas diurnas pueda huir de su pesadilla. Mudo antes que orador, Verdoux poco sabe de vampiros, pero sí de humanismo. Ya cuando era vagabundo sacaba los colores a una sociedad construida sobre las espaldas de sus sometidos, las víctimas, las desigualdades e injusticias de entornos insolidarios, aunque Madariaga expresase que la solidaridad era la tendencia internacional, salvo en España. Tal vez estuviese equivocado. Por su parte, Verdoux-Chaplin señala el doble rasero de sus jueces. Les acusa de que le juzgan a él pero no se juzga a los criminales que juegan las grandes ligas, que es muy fácil juzgar y condenar a un don nadie. A fin de cuentas, condenarle no amenaza el orden de las cosas y sosiega las mentes bienpensantes. Verdoux se siente agraviado y se lo piensa antes de hablar y expresar a viva voz lo que no puede decir ningún silente. Entonces se marca un discurso chaplinesco que aún hoy no ha perdido vigencia, uno que si bien no es tan famoso como el de El gran dictador (The Great Dictator, 1940), pues aquí la propaganda y la política jugaban a su favor, no le anda a la zaga en la claridad expositiva y discursiva. Qué bien habla el que antes era mudo. Habla de la criminalidad, de las guerras, de quienes las desatan y las llevan a cabo justificándose con palabras y abstractos a los que confieren el sentido que les interesa. Pero Verdoux ve el truco; tal vez no haya vivido la guerra, mas comprende el horror que implica todo enfrentamiento bélico, el horror que enloquece a Kurtz en Apocalypse Now (1979), en la que Coppola sí encuentra el tono y da de lleno, cuando ve su rostro reflejado en él y comprende algo más, que no solo es su reflejo lo que ve. Ve todo un mundo reflejado y atrapado. Siente la necesidad de expresar qué es el horror para comprenderlo y desterrarlo, pero le resulta imposible reducirlo a palabras y, al no encontrar explicación posible, esa ausencia, la imposibilidad de racionalizar el horror, le lleva al límite humano. Solo puede sentirlo, sufrirlo, verse consumido en él y por él. El horror, el horror..., repite mientras desliza su mano por su cabeza afeitada, a la espera del golpe de gracia que lleve su corazón lejos de las tinieblas que quedarán ahí, para los Willard y otros servidores de vampiros distintos al condenado que deambula entre las sombras del ayer en el ahora y del hoy en una jornada anterior a otra que quizá esté por venir o ya sea solo otra camino del olvido…
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