jueves, 27 de marzo de 2025

Chicas en pie de guerra (1984)

De ser hoy, estarían muriendo y matando en igualdad de condiciones, pero el 7 de diciembre de 1941, la cosa pintaba muy distinta para las estadounidenses, a quienes no se aceptaba en el ejército, salvo en puestos administrativos (secretarias) o si formaban parte de la rama sanitaria (enfermeras). No se enviaba a las mujeres al “matadero”, excepto en los países que ya estuviesen en él —como era el caso de la Unión Soviética, que sufría la invasión alemana y necesitaba todo el material humano posible para hacer frente al invasor, de ahí que su ejército contase en sus filas con mujeres soldados— o el de los países totalmente ocupados, en cuyas resistencias la figura de la mujer cobró relevancia. Sin pretenderlo, puesto que sus metas son la victoria de unos intereses sobre otros y las cuestiones económicas que todo el proceso depara, la guerra cambió ese panorama, pues fue una oportunidad para ellas, que vieron como las puertas del mercado laboral se les abrían de par en par, aunque solo fueron puertas a puestos de operaria en fábricas como la recreada por Jonathan Demme en Chicas en pie de guerra (Swing Shift, 1984). Con todo, aquella entrada masiva en el mundo laboral significó un paso adelante, aunque, inicialmente, solo se trataba de cubrir las vacantes masculinas, tras el reclutamiento y la salida de los hombres hacia los campos de entrenamiento y enterramiento, que en eso se estaban convirtiendo el Pacífico, el norte de África y los continentes asiático y europeo.

Una entrada similar de la mujer en la industria, aunque a menor escala, había acontecido en diversos países durante la Gran Guerra (1914-1918) y en la zona republicana (en concreto en ciudades industriales como Barcelona) en la guerra civil española (1936-1938), pero, tras el ataque a Pearl Harbor, las estadounidenses llegaron para quedarse. No había vuelta atrás, no podía haberlo, ni permitirían que lo hubiese, aunque su acceso al trabajo fuese una consecuencia no buscada por la administración, aunque sí necesaria para que la maquinaria armamentística funcionase a todo tren. De hecho, la guerra y sus exigencias materiales precipitaron la salida definitiva de la crisis que el país llevaba arrastrando durante toda la década de 1930. Esto último no lo aborda Jonathan Demme en Chicas en pie de guerra, un film de manual, efectivo en su ausencia de riesgo y de novedad, y construido sobre un patrón similar a otras miles de producciones cinematográficas más. Lo que Demme propone es un retrato de aquel instante de guerra en la retaguardia, en realidad dudo que pueda llamársele así a un lugar que dista miles de kilómetros del frente, pero sí se trata de un espacio afectado por el conflicto. Partiendo del guion de Nancy Dowd, que firmó con el nombre Rob Morton, y Ron Nyswaner (sin acreditar), Demme se centra en la entrega laboral y la lucha liberadora llevada a cabo por mujeres como Kay (Goldie Hawn), Hazel (Christine Lathi) o Jeannie (Holly Hunter), quienes entran a trabajar en una fábrica de cazas que no tardarán en llenar y combatir en los cielos de medio mundo. Ellas son las protagonistas de una doble lucha, por la igualdad laboral y por la victoria aliada, y esto es lo propone el director de Philadelphia (1993) en Chicas en pie de guerra, amén de las relaciones de amistad y amorosas, a las que se les concede también un papel liberador, pues en Kay, su contacto con Lucky (Kurt Russell) y la distancia que se establece con su marido (Ed Harris), enrolado en la marina, no solo le posibilita una libertad hasta entonces impensable —Jack era quien decidía, le negaba la posibilidad de trabajar, quería e imponía que Kay se quedase en casa— le permite comprender que se puede ser infiel a una misma siendo fiel al ausente, y viceversa…



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