lunes, 3 de marzo de 2025

Al caer el sol (1998)

Ya el título apunta de que va la cosa, de cansancio y ocaso, también de estar de vuelta y de saber tomarse la vida con cierta ironía y un tanto de resignación. Ese anochecer remite al detective crepuscular, mas no por ello menos efectivo que uno en su amanecer o en su mediodía, aunque la mitad de la película ande desorientado, buscando respuestas e intentando ayudar a sus amigos; en realidad, resulta más efectivo que los jóvenes que le amenazan o intentan colaborar con él. No se trata tanto de reivindicar la experiencia, el factor humano y la edad como dos años después hará Clint Eastwood en el espacio de Space Cowboys (2000), sino de homenajear y hacer un tipo de thriller diferente al que podía verse en las pantallas de fíneles del siglo XX. Harry Ross (Paul Newman) bien podría haber sido Harper tres décadas atrás, pero entonces Ross era policía, oficio al que dedicó veinte años tras los cuales ejerció la investigación privada y se dio a la bebida, superado por una vida de pérdida: su mujer y su hija. Su oficio de detective le acerca a los Marlowe, Hammer y Spade, pero no a los de los cinematográficos de los años cuarenta y cincuenta, a estos se parece más el Marlowe de James Caan en la televisiva Poodle Springs (Bob Rafelson, 1998), pues el protagonista de Al caer el Sol (Twilight, 1998) bebe de otros investigadores privados. Habría que buscarlos en el cine policiaco de los setenta, un “subgénero” o momento cinematográfico en el que varios de los actores que asoman en este film de Robert Benton dejaron su impronta. Me refiero a Paul Newman, protagonista de las dos películas del detective Harper, Gene Hackman, que aparece en el reparto de Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967), semilla del policíaco setentero, y en referentes como las dos entregas de French Connection y La noche se mueve (Night Moves, Arthur Penn, 1974), y James Garner, en Marlowe, detective muy privado (Marlowe, Paul Bogart, 1969), un trío de tipos duros entonces y que en el film de Benton, otro nombre propio del cine de los setenta y del policiaco (suyo fue el guion de Bonnie and Clyde), beben los vientos por el personaje de Susan Sarandon, actriz igual de imprescindible que sus tres compañeros de reparto y que se deja ver por aquellos años al lado de Jack Lemmon y Walter Matthau en Primera plana (The Front Page, Billy Wilder, 1974); aunque, particularmente, la prefiero en la posterior Atlantic City (Louis Malle, 1980), viviendo un romance otoñal con otro grande del cine hollywoodiense, Burt Lancaster, por entonces también crepuscular. No me olvido de Stockard Channing, otra actriz que remite al la década de 1970, en su caso al musical juvenil en Grease (Randall Kleiser, 1978), dando vida a la teniente de policía que había sido la compañera de Harry. Ella aporta un tono diferente, incluso podría decir que algo pícaro que apunta una relación con su excompañero más allá de la profesional que mantuvieron en el pasado, un periodo al que siempre remite el film, ya sea porque está narrado en una analepsis o porque fantasmas pretéritos resurjan en ese momento crepuscular de los personajes principales. En definitiva, mucho de lo que veo en las imágenes me lleva a pensar en esa época dorada del policiaco, uno contundente y pesimista, que dejaba ver espacios depresivos y personajes marginales, incluso los que estaban al servicio de la ley. Pero Harry Ross ya no trabaja para el estado, ahora lo hace para sus amigos Jack y Catherine Ross, a quienes conoció dos años antes, cuando le encargaron localizar y devolver a casa a su hija (Reese Witherspoon), menor de edad y fugada con un vividor (Liev Schreiber). Desde entonces vive con ellos, y desde entonces no puede evitar sentir algo más que amistad por esa mujer, estrella de la pantalla, cuyo atractivo gana en las distancias cortas en las que Harry suspira por ella…



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