En la actualidad nadie que conozca un mínimo sobre cine cuestiona la importancia ni la influencia del legado cinematográfico de Vittorio De Sica y Cesare Zavattini, aunque, a buen seguro, cuando se conocieron durante el rodaje del guion “Daré un millón”, ninguno de ellos imaginó hasta que punto lo sería, como tampoco supondrían las cotas que alcanzarían con su asociación. Pero antes de coincidir e iniciar su fructífera relación profesional, el primero empezaba a despuntar como actor en comedias como Qué sinvergüenzas son los hombres (Gli uomini, che mascalzoni!; Mario Camerini, 1932) mientras que el segundo ejercía de periodista y novelista. En 1931 el escritor publicó su primera novela, Parliamo tanto di me, en ella ya apuntaba hacia el estilo humorístico que caracterizaría parte de su obra, tanto la literaria como la cinematográfica. Este estilo se evidencia sobre todo en Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951), película que posee el sello inconfundible de Zavattini, no en vano el guion adapta su novela Totó, el bueno, material que el dúo expuso de modo sublime en esta cumbre del neorrealismo que, rompiendo las normas del movimiento, transforma la trágica realidad en humor y fantasía, algo inusual hasta entonces, aunque no por ello deja de ser un enfoque certero, crudo y, ¿por qué no decirlo?, genial. La fantasiosa alegoría de Zavattini y De Sica aborda la injusticia social de la época desde un tono más desenfadado, irónico y optimista que el mostrado en otras de sus grandes producciones, porque su personaje central así lo exige, ya que este se define por la ilusión con la que encara las dificultades que le salen al paso en ese Milán marginal que no se ve en las postales. Las andanzas de este joven (Francesco Golisano) comienzan cuando una anciana (Emma Gramatica) lo recoge de bebé y lo cuida hasta el día de su defunción. Por aquel entonces, el pequeño Totó no contaría con más de ocho años y su imagen en el entierro de su madre adoptiva lo presenta desde un humor que sirve para enfatizar aspectos poco solidarios, como la soledad a la que se condena al niño mientras sigue al féretro, antes de ser sorprendido por la repentina aparición de un ladrón que lo acompaña en el sentimiento, porque de ese modo despista a los “carabinieri” que lo persiguen. El tiempo transcurre y el muchacho abandona el orfanato (donde habría pasado el resto de su infancia) para acceder a ese Milán al que alude el título después de que un mendigo le robe la maleta (porque le gusta, no por lo que pueda contener) y le invite a pasar la noche en su hogar, un madero que, por proteger, solo los protege de la bóveda celeste. El amanecer en ese espacio marginal se presenta igual de frío que la noche y, como consecuencia, los miembros de la comunidad de vagabundos se trasladan de un lado a otro de la explanada en busca de un rayo de sol que les caliente, una escena que se completa con brillantez cuando, entre las sombras, un haz les agasaja con su calidez y todos los allí reunidos muestran su contento, porque para ellos poco es mucho. En su relación con el medio Totó mantiene una actitud alegre, inocente, sincera y solidaria, que se dibuja en su sonrisa mientras colabora en el arreglo de una barriada a donde acuden nuevos vecinos en busca de la ilusión de un hogar, y entre quienes descubre a Eduvigis (Brunella Bovo), la joven de la que se enamora.
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