martes, 21 de octubre de 2025

Kundera, el kitsch y La insoportable levedad del ser

Milan Kundera, 1980; fotografía de Elisa Cabot


Comentaba Kundera en un entrevista para The Paris Review, realizada allá por el año 1984, que la novela <<no es el territorio de las afirmaciones, sino de los juegos y las hipótesis>>. Habrá quien esté en desacuerdo, y quien también rechace que <<la reflexión en el marco de la novela es hipotético por definición>>. Respecto a esto, no tengo nada que añadir, salvo que existen autores que se valen de ese marco novelístico para introducir en él reflexiones filosóficas y subjetivas (dudo que una reflexión pudiese ser de otro modo, pues es el sujeto y no un objeto quien la piensa) que consideran concretas y certeras. Unamuno, que sentía mayores simpatías por Rousseau que por Voltaire, me sirve de ejemplo, pues, más que novelista, era un pensador que escribía novelas en las que rechazaba el racionalismo como base de una filosofía vital válida; sin ir más lejos, esa postura asoma en Amor y pedagogía o en Abel Sánchez. En la primera, en la imposibilidad de una programación para la vida, contradiciendo el Emilio de Jean-Jacques Rosseau, que no era racionalista, más bien se le acusaba de lo contrario, y en la segunda, en los sentimientos que, evidentemente no pueden racionalizarse, determinan comportamientos como el cainismo. Para Unamuno no hay una teoría que posibilite una educación perfecta, que dé una vida perfecta, puesto que la perfección no es un atributo humano; de hecho, dudo que exista lo perfecto más allá del abstracto o de la ilusión de perfección que deseamos sentir real. En todo individuo actúan el sentimiento, las emociones, la posibilidad, la imposibilidad... Y en todos se genera y se acumula mierda. Pero cambiando la novela por la cotidianidad, también la mayoría, por no decir todas las reflexiones (cuestión aparte son los ensayos y los estudios sobre este o aquel tema), parten de hipótesis, de posibilidades, o de concretos que estimulan las ideas que se desarrollan en busca de respuestas, que no tienen que ser válidas, sino convincentes y satisfactorias para el pensador, que posteriormente tenderá a rechazar cualquier crítica a su conclusión. Tampoco resulta extraño que un mismo individuo fusione ambas en su pensamiento, ya que realidad y posibilidad suelen caminar de nuestra mano, incluso confundiéndolas o haciendo de una la otra…


Una de las reflexiones más populares de Kundera fue la sexta parte de La insoportable levedad del ser, una que todavía recuerdo mientras el resto de la novela se difumina en los rincones de la memoria. Aquella parte, titulada La gran marcha, expone su hipótesis sobre el kitsch. Se pregunta y se responde qué es. Para el narrador (y para Kundera), <<el kitsch es la negación absoluta de la mierda>>. Según el escritor checo, <<es provocador>>, pero también <<es un ensayo inconcebible fuera de la novela, pura reflexión novelística>>. Mas habría que añadir que, como él mismo afirma en la entrevista, basado en sus experiencias y en un amplio estudio. Más aún, aunque esto ya en un plano personal, considero que el autor da en el clavo al atribuirle al kitsch (y a quienes lo desarrollan) la negación de la mierda, la que nos rodea y, por su puesto, la propia, esa que a menudo ignoramos porque estamos acostumbrados a ella. No apesta porque es la nuestra. Algo así como aquel que “ve la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”. El kitsch niega creando espacios donde elimina lo negativo y donde todo resulta superficialmente festivo, colorista, estético. Hablar de la mierda resulta tabú e incluso puede llegar a ser la causa de la persecución política, legal, mediática y social de quien se atreve a darla a conocer. El kitsch no solo es una cuestión artística, sino también política e incluso ya de vivir. Elimina lo que se considera nocivo, lo que pueda lastimar, y se decanta por mostrar mundos felices y color de rosa, incluso cuando trata algún tema complejo, polémico o doloroso evita lo complejo, lo polémico y lo doloroso. Prefiere el decorado, el colorido, el sentimiento enlatado, el melodrama con final feliz, la promesa de que todo es maravilloso y bonito, que nada puede marchitar la alegría de vivir ni impedir la conquista de la felicidad perpetua. Pero el kitsch también funciona como espejo que distorsiona la realidad, crea y devuelve una imagen estereotipada que, si la observamos en lo que niega (lo que no expone), en lo que oculta y calla, podemos ver la mierda negada, esa que de no existir implicaría la inexistencia humana o, acaso, ¿una de las funciones humanas no es generarla y expulsarla?




A continuación, varios fragmentos de La gran marcha, en la que el narrador expone qué es el kitsch:


<<5.


La disputa entre quienes afirman que el mundo fue creado por Dios y quienes piensan que surgió por sí mismo se refiere a algo que supera las posibilidades de nuestra razón y nuestra experiencia. Mucho más real es la diferencia que divide a los que dudan acerca del ser que le fue dado al hombre (por quien quiera que fuera y en la forma que fuera) y los que están incondicionalmente de acuerdo con él.


En el trasfondo de toda fe, religiosa o política, está el primer capítulo del Génesis, del que se desprende que el mundo fue creado correctamente, que el ser es bueno y que, por lo tanto, es correcto multiplicarse. A esta fe la denominamos “acuerdo categórico del ser”.


Si hasta hace poco la palabra mierda, se reemplazaba en los libros por puntos suspensivos, no era por motivos morales. ¡No pretenderá usted afirmar que la mierda es inmoral! El desacuerdo con la mierda es metafísico. El momento de la defecación es una demostración cotidiana de lo inaceptable de la Creación. Una de dos: o la mierda es aceptable (¡y entonces no cerremos la puerta del váter!), o hemos sido creados de un modo inaceptable.


De eso se desprende que el ideal estético del “acuerdo categórico del ser” es un mundo en el que la mierda es negada y todos se comportan como si no existiese. Este ideal se llama “kitsch”.


Es una palabra alemana que nació a mediados del siglo XIX y se extendió después a todos los idiomas. Pero la frecuencia del uso dejó borroso aquel original sentido metafísico, es decir: el kitsch es la negación absoluta de la mierda; en sentido literal y figurado: el kitsch elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable.>>


[…]


8.


¿Cómo sabía aquel senador que los niños son la felicidad? ¿Acaso podía ver sus almas? ¿Y si en el momento en que desaparecieran de su vista, tres de ellos se lanzaran sobre el cuarto y empezaran a pegarle?


El senador tenía un solo argumento para su afirmación: sus sentimientos. Allí donde habla el corazón es mala educación que la razón lo contradiga. En el reino del kitsch impera la dictadura del corazón.


Por supuesto el sentimiento que despierta el kitsch debe poder ser compartido por gran cantidad de gente. Por eso el kitsch no puede basarse en una situación inhabitual, sino en imágenes básicas que deben grabarse en la memoria de la gente: la hija ingrata, el padre abandonado, los niños que corren por el césped, la patria mencionada, el recuerdo del primer amor.


El kitsch provoca dos lágrimas de emoción, una inmediatamente después de la otra. La primera lágrima dice: “¡Qué hermoso, los niños corren por el césped!”.


La segunda lágrima dice: “¡Qué hermoso es estar emocionado junto con toda la humanidad al ver a los niños corriendo por el césped!”.


Es la segunda lágrima la que convierte el kitsch en kitsch.


La hermandad de todos los hombres del mundo sólo podrá edificarse sobre el kitsch.


9.


Nadie lo sabe mejor que los políticos. Cuando hay una cámara fotográfica cerca, corren en seguida hacia el niño más próximo para levantarlo y besarle la mejilla. El kitsch es el ideal estético de todos los políticos, de todos los partidos políticos y de todos los movimientos.


En una sociedad en la que coexisten diversas corrientes políticas y en la que sus influencias se limitan o se eliminan mutuamente, podemos escapar más o menos de la inquisición del kitsch; el individuo puede conservar sus peculiaridades y el artista crear obras inesperadas. Pero allí donde un solo movimiento político tiene todo el poder, nos encontramos de pronto en el Imperio del kitsch “totalitario”.


Cuando digo totalitario quiero decir que todo lo que perturba al kitsch queda excluido de la vida; cualquier manifestación de individualismo (porque toda diferenciación es un escupitajo a la cara de la sonriente fraternidad), cualquier duda (porque el que empieza dudando de pequeñeces termina dudando de la vida como tal), la ironía (porque en el reino del kitsch hay que tomárselo todo en serio) y hasta la madre que abandona a su familia o el hombre que prefiere a los hombres y no a las mujeres y pone así en peligro la consigna sagrada “amaos y multiplicaos”.


Desde ese punto de vista podemos considerar al denominado gulag como una especie de fosa higiénica a la que el kitsch totalitario arroja los desperdicios.>>


Milan Kundera: “La insoportable levedad del ser” (traducción de Fernando de Valenzuela Villaverde) pp 259-260, 262-264. Colección Maxi. Tusquets Editores, Barcelona, 2008.

lunes, 20 de octubre de 2025

El extranjero (1967)


Albert Camus publicó El extranjero en 1942, durante la Segunda Guerra Mundial y en plena ocupación alemana de Francia. Por entonces, ya no era ningún niño, contaba con veintinueve años de edad y en su obra ya se observa madurez y una intención filosófica, la de un pensador que, influenciado por autores como Kafka, Nietzsche o Dostoievski, sintió en sí la mezcla de amargura y desesperanza de aquellos, una que, probablemente, compartiesen la mayoría de jóvenes intelectuales de su generación. En la posguerra, se convirtió en uno de los autores y pensadores más admirados de su tiempo. Siete años después de su fallecimiento en accidente de coche, Luchino Visconti realizó la adaptación cinematográfica del texto, uno de los más populares de Camus, con Marcello Mastroianni asumiendo el rol protagonista, aunque la primera elección del cineasta italiano era Alain Delon —y la única, hasta que Delon tuvo sus más y sus menos con el productor Dino de Laurentiis—. Finalmente, Mastroianni encarnó a Meursault, el extranjero en un mundo que le niega la voz y su identidad, un mundo en el que todo parece darle igual, quizás porque se lo han programado o porque haya hecho del nihilismo su filosofía vital…


Decía Joseph L. Mankiewicz (1) a Michael Ciment que el cine y el texto son dos medios que difieren en los sentidos que empleamos para decodificar y sentir los diálogos. El cine es auditivo, comentaba el cineasta, se recibe por el odio, y la literatura es visual. Su idea tiene todo el sentido, ya que el diálogo literario se lee y el cinematográfico se escucha. Esto lo sabían los guionistas de Visconti, Suso Cecchi D’Amico, George Conchon y el propio director, pero les iba a resultar complicado llevarlo a cabo en El extranjero (Lo straniero, 1967), cuyo resultado final dista de ser la adaptación cinematográfica pretendía inicialmente por Visconti. Una de las condiciones impuestas, (2) para trasladar el texto a la pantalla, fue que la película se mantuviera fiel a la fuente literaria. Pero algo falla, pues cualquiera comprende que un creador como Visconti tiene sus propias ideas y hacer que reniegue de ellas no juega a favor de la película. Por otra parte, las frases dichas por Mastroianni son las literales del texto de Camus, pero, si bien funcionan en la literatura, no tienen porque hacerlo en el cine. Semejante literalidad agudiza la fidelidad exigida por Francine Faure, la viuda de Camus, pero entorpece la visión que Visconti tenía en mente y que tuvo que dejar de lado debido a dicha exigencia. Ella exigía máxima fidelidad al texto, lo que jugó contra Visconti y sus guionistas, que buscaban en la novela un punto de partida para plasmar la situación por la que atravesaba la Argelia de la década de 1960. No pudo ser, pero tampoco esa fidelidad implica que, más allá de la apariencia superficial, atrapen el tono filosófico de Camus, o logren darle profundidad, sino que lo tratan en superficie, en su situación y en esos diálogos, donde no logra transmitir el fondo. Ahí reside una de las grandes diferencias entre cine y literatura, en el tiempo de profundizar. El primero exige mayor inmediatez, el audiovisual no se detiene (salvo que te encuentres en casa, o en un aula, y le den a la pausa) mientras que en el segundo, el lector es dueño del tiempo, puede detenerlo para reflexionar lo que ha leído; de modo que le resulta más evidente la soledad del vecino mayor, aquel que encuentra su vía de escape en su perro, hasta que este desaparece; la violencia de Raymond, a quien acabará considerando amigo, tal vez porque el protagonista siempre se deje llevar, pues, para él, negarse a lo que venga carece de sentido. No es quijotesco, carece de expectativas y no se hace ilusiones respecto a la vida. Esa aparente falta se convierte en el motivo que el tribunal juzga, más que el homicidio del joven árabe. A Meursault se le culpa de ser diferente, de no mostrar emociones ni sentimientos reconocibles para aquellos que representan lo aceptado. Su aparente pasividad, su ateísmo confesó, la ausencia de duelo visible ante la muerte materna, le condenan…


Fuentes:


(1) Michel Ciment: Billy y Joe. Conversaciones con Billy Wilder y Joseph L. Mankiewicz (traducción David Rodríguez Trueba). Plot Ediciones, Madrid, 1994.


(2) Gaia Servadio: Luchino Visconti. Biografía (traducción de Jorge Bertevoro). Torres de Papel, Madrid, 2014.

domingo, 19 de octubre de 2025

Un lugar llamado Milagro (1988)


El pequeño contra el grande, tal como gusta en Hollywood y como fantasean en la Biblia cuando esa competición se decanta por David sobre Goliat. Desde entonces, ejemplifica la posibilidad de que el insignificante en apariencia venza al evidente gigante. Pero, ya en una casa de apuestas de la realidad mundana, nadie apostaría por ese pequeño, ni siquiera su familia, sus amigos y vecinos, aunque luego algunos se le sumasen a la lucha, otros continuasen impasibles y los hubiera que le trabasen. ¿Y el Estado y las leyes? ¿Apoyan a estos anónimos que, para el sistema, carecen de nombre y atributos que les distinga? Respuestas negativas aparte, solo en el cine y la literatura fantástica tiene todas las de ganar, pues ahí, en el celuloide y en los cuentos de hadas, en la fantasía más que en el mundo real, la victoria del débil frente al fuerte no es inusual, sino una constante que podría hacernos pensar que la victoria de la justicia social resulta más fácil de lo que es. Frank Capra fue uno de los máximos y mejores representantes de esta tendencia a creer posible que los oprimidos salen victoriosos porque en ellos se encuentran la razón moral y el sentido de la democracia que atribuye a lo estadounidense. Esa posibilidad de victoria gusta a quienes sabemos de nuestra pequeñez y soñamos un mundo mejor —supongo que cada quien tendrá su propia utopía al respecto—, pero sus héroes, Deeds, Smith, Doe, representan al individuo, no a la comunidad. Además, se identifica con el anglosajón medio que toma de modelo, el cual, por un instante, se aleja de su anonimato para enfrentarse al sistema y sanarlo; pues no se trata de combatirlo, solo de hacer una limpieza que elimine aquellos elementos que lo ensucian. Para Capra y sus héroes, ese sistema es casi perfecto y solo tiene algunas malas praxis que ellos señalan y corrigen. En Robert Redford, que en Un lugar llamado Milagro (The Milagro Beanfield War, 1988), hereda el optimismo de Capra, el héroe y la heroína ya no lucen apellidos ingleses, sino hispanos. Además, no los individualiza, les hace parte de la comunidad; decisión que depara un film coral.


El origen de sus apellidos ha de buscarse al otro lado de la frontera, aunque en el siglo XIX ese lugar llamado Milagro perteneciese a México, igual que pertenecía la práctica totalidad del sur de Estados Unidos, desde California a Texas, pasando por Arizona, Colorado, Nevada y Nuevo México, que es donde se ambienta la película, e incluso Utah. Uno de los individuos, que forma el grupo, es un hombre casado, padre de familia, sin trabajo y con unas tierras que se niega a vender. Responde al nombre de Joe Mondragón (Chick Vennera) y resulta un incordio para los empresarios y constructores, pues él inicia la lucha quijotesca obligado por la necesidad de comer. No lo hace por una cuestión de justicia social, lo hace porque, a falta de empleo que le proporcione un sueldo, necesita cultivar para poder sobrevivir; precisa las judías que plantar y el agua que le permita regarlas. Pero el problema reside en que el agua no le pertenece. Está controlada por la comunidad y esta se encuentra en manos de la promotora del complejo recreativo que, campo de golf incluido, se proyecta levantar en esa zona en la que se corre la voz de la osadía del pequeño. El detonante para que muchos se unan y genera la sensación de estar ante una heredera de La sal de la tierra (Salt of the Earth, Herbert J. Biberman, 1952) con un toque de humor, esperanza y realismo mágico.


El agua es de la naturaleza, así que debería de ser de todo el mundo, pero resulta que tiene dueño, ya que existen leyes que la convierten en propiedad privada y en negocio. No cabe duda que privatizar los recursos naturales (ríos, bosques, fondos marinos,…) es un negocio; y la gestión del agua continental, ríos, pozos, lagos, es uno muy lucrativo; y en Milagro tal vez se guarde para regar el verdor del campo de golf y suministrar agua fresca al lujoso completo proyectado. Así, en su lucha accidental, el pobre Joe está en boca de todos los del pueblo, pues ha desafiado al gigante; mas este no se cruzará de brazos. El grande sabe que tiene las de ganar, que posee la fuerza, el dinero y los políticos necesarios de su parte; como demuestra que la escena donde se conoce al grande sea en la oficina del gobernador del Estado (M. Enmet Walsh). Pero el cine no es la realidad, aunque, esta, en contadas ocasiones, permite soñar y avanzar. Eso hace Robert Redford, sueña y cuenta. Narra sin florituras, con elegancia y desparpajo, menos triste que en su anterior trabajo detrás de las cámaras, con un toque de humor, la historia de esos desheredados, condenados a perder, que somos los más, y a padecer un mundo deshumanizado en manos carentes de corazón que las haga sentir, en cuerpos que no han pasado hambre e ignoran el diario sufrir, en cerebros que ya son calculadoras de beneficios y negocios. Redford se posiciona y, como Capra, ofrece una oportunidad de lucha desde el sistema, pero no es individualista, sino comunitario; en este aspecto se parece más al Vittorio de Sica y al Cesare Zavattini de Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951).


Con los escasos recursos que cuentan, Joe, Ruby Archuleta (Sonia Braga), el vecino centenario y otros Juan Nadie se enfrentan a las trabas y a la violencia que les sale al paso, incluso a la tentación que implica la posterior oferta de empleo que hace dudar a Joe, pero no a su mujer (Julie Carmen) ni a Ruby, quien se erige en el alma de la “revolución” de los desheredados de Milagro. Para vencer disponen de honradez, que de poco vale en mundos deshonestos, de la ayuda mutua, entre semejantes, del espíritu combativo como el de la heroína de Sonia Braga. De esa unión nace la fuerza, que a veces se pierde por la boca, a la que se unen quijotescos que, como el abogado y activista interpretado por John Heard o el universitario a quien da vida Daniel Stern, todavía creen en un mundo mejor dentro de ese sistema que engulle cuanto se cruza en su camino y que oprime al pequeño, al ciudadano que considera numérico, prescindible, de tercera. Pero los héroes y heroínas de Milagro creen en un mundo más justo y libre, y Redford también, creen en uno donde el agua, el aire y la tierra sean fuente de vida y de riqueza para todos, no un negocio lucrativo y exclusivo para las élites que dominan un lugar llamado Milagro y el resto del planeta. Pero ¿y la historia? ¿Puede encontrar algún ejemplo de ese mundo más justo? ¿Qué muestras o pruebas nos ha ofrecido a lo largo de los milenios? ¿Alguna posibilidad real o solo utopías e intentos que depararon nuevas injusticias y los mismos sufridores, aunque sus nombres cambiasen?

sábado, 18 de octubre de 2025

Viktor Frankl y El hombre en busca de sentido


 A veces se escucha la pregunta qué sentido tiene esto o aquello. Las respuestas pueden ser variadas, según la interpretación de quien responda. Pero hay preguntas que carecen de ella o que se convierten en cuestiones que no implican que se respondan, sino que se vivan. Entonces ya se trata de una cuestión vital. La pregunta, ¿cuál es el sentido de la vida? Es personal, cada cual vive la suya y se plantea hacia dónde le conduce. Hay incluso quien lo niega, pues nada encuentra, y quien haya numerosas pistas que quizá le permitan vivir las respuestas. No se trata de una cuestión religiosa ni política, sino humana, la de sentir que hay algo ahí para uno, tal vez un lugar en el mundo o una meta hacia la que caminar. Si luego llega o se desvía es una cuestión que desvela que no siempre somos dueños plenos de nuestra existencia —alguien como yo, podría decir que apenas lo somos, puesto que nuestras opciones se encuentran limitadas, ya no solo por nuestras propias limitaciones— y que esta se ve afectada por factores que nos son impropios, tal como la casualidad, que definiré como “de todas las posibilidades, la que se presenta para sorprendernos”, o la intervención de fuerzas extrañas, como pudieron ser los nazis para los judíos, los gitanos y otros pueblos considerados no arios. Esa pregunta, que es más bien una búsqueda vital, intenta responderla de algún modo Viktor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido, un libro cuyo espacio narrativo se ubica en la memoria del narrador, que recuerda su estancia en el campo de exterminio de Auschwitz.


 Al prisionero del Lager se le deshumaniza; se le quitan los objetos personales, la ropa, el cabello, cualquier posesión, toda característica que le diferencie, porque también se le niega el nombre. En su lugar se le asigna un número, que se cose a la ropa sucia y vieja, ya usada, repleta de remiendos, que le entregan en uno de los bloques y se le tatúa en su piel… Esa será la única identidad que tendrán en cuenta sus carceleros, la mayoría presos comunes a los que el “poder” se les sube a la cabeza; y lo demuestran con insultos y otras vejaciones. Ya solo son eso: dígitos, y nada va a cambiarlo. Pero el número respira, sufre, padece debilidad, hambre y sed, teme, ansía sobrevivir, mas solo le resta endurecerse o caer en la apatía que le conducirá a la muerte. Pero ahí, en ese infierno humano, pues lo crearon y los sufrieron humanos, continúa el instinto de supervivencia y en algunos sobrevive la ilusión de ser, de volver a ser, de no dejar de ser. Todo esto lo intenta explicar Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido, el libro en el que detalla los aspectos psicológicos del prisionero, también da pinceladas del carcelero, y ejemplos de su propia experiencia como condenado en los campos de exterminio nazi donde, por casualidades, sobrevivió. Digo casualidades porque sobrevivir en un espacio tan deshumanizado no depende de uno, aunque sus decisiones decanten la balanza hacia la vida o la muerte o hacia el seguir siendo persona o el dejar de sentir. A veces, todo dependía del capricho del azar, de ser enviado aquí o allí, de caer en un barracón o en un grupo de trabajo con un jefe más comprensivo, menos violento y letal que tantos que predominaban y que eran escogidos, precisamente, por su capacidad de abuso. A diferencia de, por ejemplo, Eddy De Wind en Auschwitz última etapa, que se inventa un personaje para hablar de su propia experiencia, o de Primo Levi en su Trilogía de Auschwitz, cuya honestidad resulta una excepcional guía por ese infierno que jamás pudo superar ni olvidar —¿quién podría?—, Frankl, psiquiatra de profesión, trata de ofrecer una explicación objetiva y profesional para los distintos estados por los que pasaba el condenado. Pero resulta imposible, ya que su experiencia es personal, fruto de un sinsentido perfectamente calculando —nada de aquello surgió por casualidad, sino que fue proyectado racionalmente por mentes que calcularon hasta el mínimo detalle para crear un horror nunca visto hasta entonces—, y, por mucho que se intente racionalizarla, nunca llega a poder objetivarse. Una experiencia así nunca llega a olvidarse ni a explicarse en su totalidad; entra a formar parte del universo de las pesadillas que ya no dejarán de formar parte de quienes lograron regresar…

viernes, 17 de octubre de 2025

Bohumil Hrabal y Trenes rigurosamente vigilados


La obra de Bohumil Hrabal carece de la pedantería de la de Kundera, de su seriedad, también de la aspiración a transcender del autor de La broma y de ser tomado por un gran intelectual de su tiempo. Eso, a Hrabal, no le interesaba; carecía de tal ambición. Lo suyo no era la aspiración a grandeza, sino el vivir la vida en sí, incluso en la marginalidad y en los más variados oficios, los que fue plasmando en sus libros. De ese modo, sus propias experiencias van asomando por sus páginas, claro que lo hacen sin ser las suyas, pues ya son las de sus personajes, alteradas por la ficción, por la invención y la creación de mundos que parecen escapar del nuestro, pero que lo desvelan con mayor intensidad. Su literatura es humanista, irónica, absurda, kafkiana, no exenta de existencialismo; aunque, más incluso que en Kafka, su mayor influencia quizá la encontrase en Joroslav Hašek y su buen soldado Švejk… Al inicio lo nombré junto a Kundera, comparándolos, lo cual siempre resulta injusto porque, como cualquier buen creador, los dos presentan universos diferentes; aunque sí tienen algo en común, que ambos son figuras clave en la literatura checoslovaca de la segunda mitad del siglo XX y autores a los que me gusta regresar porque, tanto el uno como el otro, me aportan, me hacen pensar sus textos, las ideas que contienen y las que parten de ellos, pero que ya son mías, al tiempo que me transportan a mundos literarios que rebosan creatividad y personalidad propia. Pero en Hrabal encuentro un espacio narrativo en el que me siento cómplice desde que fijo los ojos en sus páginas; allí me reconozco, me siento parte. Así me parece conocer (o reconocer) en la inmediatez del primer encuentro al narrador protagonista de Trenes rigurosamente vigilados o a cualquier otro de sus personajes fundamentales, como puedan serlo el de Yo serví al rey de Inglaterra, el de La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo o el de Una soledad demasiado ruidosa, obras que definen su estilo y también su manera de mirar y de entender el mundo, el cual, no pocas veces, resulta el sinsentido que Miloš descubre cuando habla de que <<aquel trébol de cuatro hojas no le había traído buena suerte a aquel soldado ni a mí, también era un hombre como yo o como el factor Hubička, tampoco tenía condecoraciones, ni rango, y sin embargo nos habíamos disparado…>> porque alguien que no fueron ellos quisieron esa guerra que les toca sufrir; cuando en la vida hay muchas otras cosas que descubrir, sentir y disfrutar, tales como el amor.


 Miloš nos cuenta en primera persona su experiencia vital, lo hace con humor e ironía, aunque sea la de Hrabal, que también toma de la picaresca para presentar los orígenes de su narrador. Mediante la voz de este, lo sitúa en la marginalidad que se atribuye al pertenecer a la familia más odiada de la localidad donde trabaja como aprendiz de factor, en la estación de tren en la que prácticamente desarrolla su historia. Allí, el factor Hubička, su héroe y su ideal a imitar, sella el trasero de la telegrafista durante un momento en el que el hombre y la mujer se divierten. Pero la cosa se desmadra, no por la afición del mujeriego a sellar la totalidad de la superficie nalgar ni por el mapa que ya parecen las nalgas de la muchacha, sino porque se enteran arriba y se genera el escándalo y la consiguiente investigación. Esta historia permite que Miloš hable de la hipocresía, puesto que todos los inquisidores y admiradores querrían ser el factor o haber hecho lo que él; al tiempo que resulta divertida y posibilita que el joven narrador hable de su admiración hacia su superior, a quien atribuye la ausencia de miedo y la capacidad de materializar lo que otros desearían hacer. Para él, Hubička es el ídolo a imitar, aunque el final de todo ídolo es caerse de su pedestal o que lo arrojen del mismo. Miloš nos va contando su cotidianidad en esa estación de paso hacia el frente de batalla, por la que transitan los trenes militares alemanes, que ellos conocen como rigurosamente vigilados. Pero, inicialmente, al joven esos transportes de armas y tropas no le interesan demasiado, pues su preocupación se encuentra en la posibilidad o imposibilidad de ser un hombre; es decir, en el estar, cuerpo a cuerpo, con una mujer que le enseñe, para poder estar con Máša, la muchacha de quien se enamoró en aquella valla que ambos pintaron de rojo. Fue con ella con quien sufrió la <<eyaculatio precocs>> que le atormentó hasta el punto de llevarle al suicidio, porque Miloš ignora y se ve superado emocionalmente. El joven es sensible, pero, sobre todo, le define su ingenuidad, atributo que, en la novela picaresca, el pícaro pierde a base de golpes (que no da la vida, sino la realidad que ha hecho de algunas de sus gentes tipos amorales), mas Miloš la conserva hasta el final; se aferra a esa inocencia que, implicando un tipo de sabiduría especial, tal vez virginal, le hace ver el mundo desde una perspectiva que, a pesar de que no sea consciente, desvela con una mirada curiosa, honesta, sencilla, la de un niño que descubre y al tiempo se descubre…

jueves, 16 de octubre de 2025

Rincones sin esquinas, entre la realidad y la irrealidad

Hay imágenes que se graban en la memoria individual, en la colectiva, en la histórica, en la urbana,…, aunque, en realidad, no se graben, sino que se dibujan en la irrealidad, a partir de la realidad que fue y de la fantasía hacia la que evolucionaron; o en la que nacieron. En todo caso, la mezcla de lo que fue, lo que pudo ser y lo que no se dio forma parte de la identidad de nuestros lugares y de nosotros mismos, que no somos testigos de nuestro nacimiento. Lo protagonizamos, pero solo lo recordamos a través de otros que lo presenciaron y que lo adornaron en su memoria. No pocos orígenes se pierden en la niebla de los tiempos y eso exige caminar a través de la bruma que los envuelve y les quita el color; aunque, al tiempo, esa misma capa que desdibuja permite que la imaginación, la literatura, el cine, las leyendas… pinten de cualquier tono que se antoje a quien construya o reconstruya espacios, historias y personajes. Un escritor es un constructor y destructor de mundos. Es un soñador que sueña historias, personajes, tal vez a sí mismo en un intento de huir del despertar que le atrape en el mundo dibujado por otros. Así, en el recorrido propuesto en Rincones sin esquinas* me convierto en personaje, en un reflejo, en un caminante y en mi propia memoria en busca de otras muchas mientras recorro escenas e imágenes históricas, literarias, cinematográficas, diurnas, nocturnas, lluviosas y no pocas soleadas. Algunas las quiero de olores, otras de colores verdosos y pardos que apunten el paso del verano al otoño, también hay aquellas que me recuerdan que no debo andar por las ramas, sino por el tiempo, rompiendo sus barreras, dando saltos por lugares, encuentros y momentos. La mayoría son en mi ciudad, aunque también las hay de otros lares, incluso de fantasía y de sueños... así asoma Santiago de Compostela en el libro, nacida entre la historia y la leyenda, apurada por la necesidad política y asentada sobre el mito alrededor del cual se creó un culto que alcanza nuestros días. La condición de situarse entre dos mundos, el histórico y el legendario, hace de Santiago de Compostela una ciudad única, como única pueda serlo Roma y otras ciudades cuyo origen se sitúa entre la fantasía y los hechos ocultos por esas brumas que no solo envuelven la historia, sino que están ahí, en nuestra memoria. De esa realidad e irrealidad surge el caminante de Rincones sin esquinas, nace en una ciudad por la que camina y le depara encuentros y reflexiones, así como la posibilidad de transitar por la historia, la leyenda, la cultura, el arte y encontrarse con personajes cuyos nombres todavía resuenan y con otros que forman parte de la larga y desconocida lista de anónimos…

*El título, Rincones sin esquinas, surgió al pensar en los lugares de la memoria donde se guardan y crean los recuerdos, a partir de la realidad y de la fantasía, de la historia que fue, de la que nos contaron y de las leyendas que pasaron a formar parte de esa misma memoria, donde no hay esquinas, donde la niebla permite entrever y también construir las imágenes que deparan nuestros recuerdos y buena parte de nuestras identidades.

En el enlace, la página del libro; en la que también se pueden leer las primeras páginas (en la opción kindle)

https://www.amazon.es/Rincones-sin-esquinas-Antonio-Pardines/dp/B0DW4D4MRP

Sirât (2025)


<<Existe un puente llamado Sirât que une infierno y paraíso. Se advierte al que lo cruza que su paso es más estrecho que una hebra de cabello. Más afilado que una espada>>, pero ese puente es mitología y, por tanto, siempre existe un héroe o heroína de caminar fino y liviano que podrá cruzarlo y culminar así su camino y alcanzar su catarsis, esa plenitud que llega tras el sufrimiento, la pérdida, la culpa… Y si es cine, ni te cuento. Mas en la perspectiva asumida por Oliver Laxe en Sirât. Trance en el desierto (2025) no hay cabida para heroísmos, ni siquiera para que los no héroes sean conscientes de lo que les rodea más allá de la fiesta electrónica o de un campo de minas en la pantalla. Allende, se sitúa la realidad sobre la que bailamos hasta que estalla y revienta nuestro mundo y, con él, nuestra idea del mismo. Para exponer tal impacto, por el que se decanta la película, así como la aventura, la irrealidad que envuelve a los personajes y las relaciones humanas entre dos familias diferentes, una de sangre y la otra de afinidades, a las puertas de su descomposición, el cineasta toma la excusa de la búsqueda emprendida por Luis (Sergi López), Eduardo (Bruno Núñez Arjona) y Pipa (desconozco el nombre real), padre, hijo y mascota canina, que llegan al desierto marroquí preguntando por la hija, hermana, dueña o amiga; de quien no tienen noticias desde cinco meses atrás. Pero resulta que ese desierto está lleno de hombres y mujeres que danzan día y noche cual zombies al ritmo de la música electrónica que resuena en las rocas y a través de los altavoces, la misma música que, avanzado el metraje, Jade (Jade Oukid) dice que no está hecha para escuchar sino para bailar. Que así sea, pues, pero ese mismo baile que, amenizado por hierbas y otras sustancias, dura horas y horas se ve interrumpido por la llegada de un contingente militar que anuncia el estallido de un conflicto bélico en la zona. Los militares ordenan a los europeos que los sigan, pues tienen la misión de escoltarlos hasta un lugar seguro. Mas Jade, después de orinar delante de un soldado, para demostrarle lo que significan para ella sus órdenes, Steff (Stefania Gadda), Bigui (Richard “Bigui” Bellamy), Tonin (Tonin Janvier) y Josh (Joshua Liam Henderson) desoyen la voz marcial y se dan a la fuga en sus vehículos-hogares (un camión que ya quisiera Luis para su tránsito por el desierto y un autobús que vendría muy bien para el transporte de niños y niñas saharauis o mauritanos a la escuela; claro que antes habría que construirla) por una extensión arenosa por donde Luis, Eduardo y Pipa salen tras ellos, con la esperanza de que esa familia alternativa, fiestera, nómada, que vive la ilusión de su marginalidad respecto al sistema (que, para ellos, representan tanto Luis como los militares, tal vez no sean conscientes de que su música, su gasolina o sus fiestas también forman parte de ese sistema del que se apartan, de su negocio), les conduzcan a otra fiesta donde podría estar la desaparecida. Así se inicia ese trance por el desierto que se anuncia en el subtítulo de la película, un trance que me resulta menos atractivo que el expuesto por Laxe en O que arde (2021), una película que, personalmente, me ofrece más libertad para transitar imágenes y sonidos que me llevan a reflexionar; en todo caso, siento en aquella mejores momentos para que pueda hacerlo, para que pueda perderme y divagar a partir de sus imágenes…

miércoles, 15 de octubre de 2025

Eduardo Galeano y Los hijos de los días


Trescientas sesenta y cinco jornadas forman nuestros años bisiestos y el mismo número de historias el libro de Eduardo Galeano Los hijos de los días. A lo largo de sus páginas, Galeano nos cuenta una historia por jornada; la del 29 de febrero se la dedica a la noche en la que se coronó, en la ceremonia de los Oscar, Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind, Victor Fleming, 1939) y a la nostalgia que atribuye al film, la del esclavismo. Así repasa la Historia, apartándose de la oficial, y algunos de sus mitos, tomando su título de la biblia maya, lo cual ya resulta significativo. Por un lado, reivindica los pueblos y las culturas precolombinas, las oriundas americanas y las oprimidas de otros lares. Aquí hago un alto para decir lo ya sabido, que antes de Colón también existían otros lugares donde se desarrollaban culturas y vidas dispares en cualquiera de los cinco continentes, ya fuesen viejos para unos o desconocidos para otros; por ejemplo: Europa era el viejo mundo para sus pobladores, mas era nuevo para los americanos o, para los europeos, asiáticos y americanos, gran parte de África y Oceanía eran territorios inexplorados (y viceversa, claro), por tanto desconocidos e incluso inexistentes a pesar de existir, pues la tierra estaba allí y no cabe duda de que estuviese habitada por distintos pueblos, cada uno con su cultura y todos desconocidos para los habitantes de otros lares. Una conclusión de esto podría ser que teníamos vecinos, y no lo sabíamos; y otra que, ignorantes y egocentristas, históricamente priorizamos el ver y decir desde nuestra limitada perspectiva. Por otro lado, ese nacer en el tiempo que nos condiciona, nos limita y nos atrapa. El ser hijos de los días hace referencia a nuestra temporalidad y fugacidad humana. Somos nacidos y mortales, éramos nada y lo volveremos a ser, pues somos seres condenados a vagar entre esos dos extremos que nos depara un mínimo de tiempo antes de que volvamos a desaparecer sin dejar rastro; incluso los nombres de la historia acabarán por borrarse y todo apunta a que también nuestra historia está condenada a desaparecer en un devenir que ignoramos hasta donde alcanza. Pero, mientras no suceda, no está de más recordar y eso hace Galeano al escribir en sus páginas nombres de mujeres y hombres y los hechos que protagonizaron. Son los que inspiran al escritor uruguayo para dar contenido a esta obra que se decanta por la crítica a la autollamada civilización, concretamente aquellas que surgen en Europa y alcanzan América. El contenido de Los hijos de los días resulta interesante, y su texto se lee en un suspiro, ya que Galeano se queda entre lo anecdótico y lo reivindicativo, sobre todo reivindica a los oprimidos: la mujer, los negros esclavizados por los europeos y los pueblos precolombinos, se decanta por el humorismo y le añade un estilo ameno, en ocasiones irónico, siempre claro en su postura crítica e ideológica —el autor uruguayo no la oculta ni se esconde— y de sencilla lectura…

martes, 14 de octubre de 2025

Albert Camus y El extranjero

Entre el nihilismo, el absurdo, la desorientación y el existencialismo, se sitúa el individuo atrapado en busca de ser y el encontrarse con no ser nada, una nadería existencial que en autores como Franz Kafka encuentra los mejores ejemplos de su lucha imposible con un sistema que se las arregla para negarle la identidad, para enredarlo, zarandearle y atraparle donde las fuerzas invisibles, creadoras, destructivas y controladoras quieren. Así se va descubriendo en la desorientación y el ninguneo. Dicho sistema deshumaniza, elimina la voz humana y no hay manera de vencerlo, solo un loco o un personaje realmente libre, aquel que se aísle de todo y de todos podría no sufrir tal situación, aunque sufriría otra igual de dolosa y dolorosa: la que implicaría renegar de esa parte de sí que le hace un ser social, que le relaciona con los demás y le permite una construcción de sí mismo más completa y compleja. De carecer de contacto social, solo se cumpliría la relación consigo mismo; y esta se antoja insuficiente para descubrir y desarrollar su identidad y su humanidad. Aparte, tal libertad sería un engaño, pues, en la práctica, está condenada al fracaso. El personaje de Camus en El extranjero sabe que ha de morir, ya no por la condena del tribunal, sino porque se le ha condenado a muerte al nacer. En este aspecto, como en tantos otros, la libertad se convierte en un imposible más; de modo que el protagonista cambia de una cárcel sin barrotes (la que detalla en la primera parte del texto) a una con ellos (en la segunda mitad), en la que espera a ser juzgado y condenado, momento en el que se le roba definitivamente su mínima capacidad de ser y decir.

Se queja de ello al lector de su historia, al tiempo que aquel comprende su padecer y su nihilismo, pero no porque nada le importe, sino porque siente, piensa y concluye que no hay escapatoria, que somos privilegiados y condenados. ¿Qué le importa? <<Nada, nada tenía importancia y sabía perfectamente por qué>>, afirma el narrador casi al final de su relato. Meursault no vive en un espejismo generado por el aspirar al ideal, a la utopía, vive sin aspiración alguna. Le da igual una cosa que otra: se casaría con María o no, iría a trabajar a París o no... se deja llevar, evita responsabilidades y culpas, la vida continua su curso sin que él la altere. Todo parece resultarle indiferente o aceptable; ha perdido esa parte de sí que le haría protagonista de su existencia, pero ha caído en que esta no le ha pertenecido nunca. Esa sensación de ser apenas marionetas, de vivir un sinsentido o, tal vez, de serlo, se hace más patente en la negación, en la apatía, en la rendición, en la posibilidad y la elección. Pero incluso esta se le niega a los personajes kafkianos y a otros como el Babertly de Herman Melville, por mucho que diga que <<preferiría no hacerlo>>, o mismamente el protagonista de El extranjero, obra que dio fama a Camus. En la misma, el autor nacido en Dréan (Argelia) incluye un párrafo que su preso lee en presidio, a la espera de su juicio por asesinato, y que resume la obra El malentendido, que 1944 estrenaría en el teatro con María Casares de protagonista. Pero regreso al relato de Camus, que presenta influencias kafkianas, también de Dostoievski y Nietzsche, para señalar la amargura y la desesperanza que serían comunes a la juventud de su generación y que están presentes en esta novela breve que habla del despertar al absurdo al que el autor se enfrenta desde la ironía y el humor negro —a su protagonista se le juzga por homicidio, mas este no interesa ni al fiscal y al resto, pues le condenan por ser diferente, por su ateísmo, por no llorar en el entierro de su madre, por haberla ingresado en un asilo e iniciar una relación con Marie al día siguiente del entierro, por no mostrar creencias, ni sentimientos visibles y socialmente aceptados, ni emociones, ausencias que incomodan al tribunal que representa a la sociedad y al sistema que juega con el acusado—, pero ¿qué obra del siglo XX, posterior a la publicación de las obras del escritor checo, e influenciado por este, no abraza como uno de sus temas el absurdo existencial?


lunes, 13 de octubre de 2025

John Hersey e Hiroshima

La historia no es la realidad, solo una manera de contarla desde la imposibilidad de abarcarla en su totalidad y en su complejidad. Pero es lo único que tenemos para conocerla o, al menos, para hacernos una idea más o menos aproximada de qué ocurrió, porqué, de quiénes fueron sus protagonistas principales y cuáles fueron las consecuencias de los hechos puntuales y de otras cuestiones que a menudo escapan al conocimiento general. Dicho de otro modo: Lo más, resulta desconocido, aunque no por ello ha dejado de suceder y de tener su importancia. Por otra parte, en los primeros niveles académicos (y en la cotidianidad, cuando se habla de ella), la historia se muestra como si los hechos que se producen surgieran aislados los unos de otros, lo que vendría a sugerir que la humanidad se desarrolla en compartimentos estancos, ya edades, periodos o épocas. Se hace para facilitar; para dar masticado, lo cual, si no eres cría no deja de ser un asco porque busca atrofiar tu propio masticar; para crear la anécdota, tan de moda entre los consumidores de la historia como fuente de entretenimiento, de historias, historietas, de cotilleos; para especular e incluso para sesgarla, obedeciendo a la política del instante. Pero se trata de una idea incorrecta, igual que pueda ser incorrecto un estudio de la historia cerrado, que rompa los vasos comunicantes entre el antes, el durante y el después, puesto que existe una comunicación continua entre los tiempos que se suceden en incontables ramificaciones y relaciones históricas que deparan los momentos que se nos exponen puntuales: en fechas, personajes históricos y hechos que parecen ser los únicos sucesos importantes u ocurridos. Resulta innegable que sería imposible abarcarlos todos, así que la historia tiene una magnífica excusa y justificación para hacerse solo eco de aquello que más impacto ha producido en la humanidad, o que se le ha atribuido. De esta manera, se puede ver como una antología de nuestro devenir, de nuestra evolución social, cultural, artística, religiosa, política, belicista desde que asoma la escritura hasta la actualidad —podríamos ampliar su radio a la prehistoria, pero aquí las fuentes se reducen, al carecer de testimonios y de cualquier otro escrito que facilitase su estudio y lo alejase del “pudo ser”—. Así, encontramos fechas que han pasado a llamarse históricas: la caída de Constantinopla, la llegada de Colón a América, de Armstrong a la Luna o aquel 6 de agosto de 1945 en el que la historia recoge el primer lanzamiento de una bomba atómica sobre una ciudad: Hiroshima. Esas fechas puntualizan el hecho, pero también insinúan el contexto que, en el caso de la ciudad japonesa, se amplía a la guerra mundial, apunta la decisión de Truman, la que justifica con la necesidad de apurar el fin de la guerra para salvar vidas estadounidenses, recuerda el Enola Gay, el bombardero desde el que se arroja un artefacto del que quizá nadie supiese o quisiera reconocer sus consecuencias a medio y largo plazo, o habla del emperador Hirohito y su primer discurso radiofónico —en el que anunció la rendición—,… Mas la mayoría de cuestiones y personas existentes en aquella ciudad arrasada le pasa de largo porque son considerados corrientes y, por tanto, anónimos que no tienen cabida en la historia general. Habría que buscar en lo que la historia ha dado a conocer como de interés humano y de memoria histórica. Ambas asoman en la obra de John Hersey Hiroshima, que inicialmente había sido desarrollada como el reportaje periodístico que su editor en el New Yorker le había propuesto…


Habían pasado casi cuatro décadas desde que John Hersey se trasladó a Hiroshima con la intención de entrevistar a varios supervivientes del 6 de agosto de 1945. Su presencia en la ciudad buscaba conocer de primera mano el testimonio de los afectados para realizar un reportaje que se centrase en el aspecto humano de los hechos, en el de sus impresiones y las consecuencias, aunque estas todavía eran imprevisibles en aquel momento (o prácticamente desconocidas). Hersey publicaría su reportaje y su éxito sería tal que poco después se editaría en formato de libro. Pero faltaba algo, al menos para él, pues quedaba incompleto el retrato de los seis personajes, cuatro hombres y dos mujeres, en quienes había centrado su atención: Hatsuyo Nakamura, madre de un niño y dos niñas, el joven cirujano Sasaki, que tuvo que atender en unas condiciones más que precarias a centenares de afectados por la bomba, el padre jesuita Kleinsorge, Toshiko Sasaki, la joven atrapada entre libros y que más adelantar se convertiría al catolicismo e ingresaría en una orden religiosa, el doctor Fujii y Kiyoshi Tanimoto, quien, decidido a dedicar su vida a la defensa de la paz, se lanza a la creación de un proyecto conmemorativo que recordase el desastre atómico al que sobrevivió y que le llevó en varias ocasiones a recorrer Estados Unidos en busca de donativos que lo hiciesen posible, visto que las autoridades de los dos países involucrados intentaban mantener lejos de los medios las consecuencias del 6 de agosto. En relación a este personaje, Hersey narra un momento que desvela hasta dónde llega la sociedad del espectáculo, al recordar el televisivo y sensacionalista “Esta es su vida”, un popular programa presentado por Ralph Edwards, que contó con el protagonismo involuntario de Tanimoto y, también con la presencia secundaria del copiloto del Enola Gay, entre otros personajes que de un modo u otro afectaron la vida de un reverendo japonés superado por el show y el negocio de los medios.


Entre los miles de afectados posibles, Hersey les dio a estos seis personajes el protagonismo de su famoso texto, sacándoles de ese modo del anonimato e incluyéndolos en la historia. De tal manera cobraron importancia más allá de sus vidas. Eran de interés humano y, particularmente, eran de interés para el autor del reportaje, cuya curiosidad por saber qué fue de aquellos hombres y mujeres le llevó de nuevo a Japón. Esos cuarenta años de diferencia entre su primer encuentro y su posterior búsqueda de sus protagonistas aclaró bastantes puntos sobre el cómo pudo afectar las bombas atómicas a los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki, que fue la segunda población en sufrir un ataque atómico, tres días después del impacto de Little Boy sobre Hiroshima. Por mucho diminutivo cariñoso que le pusieran, la bomba no dejaba de ser un artefacto de destrucción masiva. Su núcleo era de uranio, el de Fat Man, de plutonio. La era atómica se presentaba destructiva, pero también imprecisa en sus consecuencias, aparte de que nadie en las ciudades sabía a ciencia cierta qué artefacto había podido ser el causante de aquella explosión tan distinta a las producidas por las más de mil quinientas toneladas de bombas incendiarias arrojadas sobre Tokio en marzo de 1945. La historia vivió su enésimo antes y después, pero, aparte de nuevas formas, continuaba siendo la misma historia humana de siempre, aquella que, en ocasiones como esta de Hiroshima y Nagasaki, puede parecer inhumana…