Más allá de su legendaria incultura, luce el empresario y el intuitivo cinematográfico, aquel que contrató a William Wyler porque vio en él a su director de talento, a quien confiar sus mejores proyectos, y que encontró a su gran estrella de la pantalla en Gary Cooper, a quien, en 1926, había contratado por 50 dólares semanales para rodar Flor del desierto (The Winning of Barbara Worth, Henry King, 1926). Años después, le ofrecería un contrato por seis años, a razón de 150.000 dólares por película y buscaría los personajes que mejor se adaptasen a las características de uno de los más carismáticos actores que Hollywood ha parido y así evitar que saliesen a relucir las evidentes limitaciones artísticas del protagonista de Bola de Fuego (Ball of Fire, Howard Hawks, 1941), una comedia que supuso un éxito para la compañía y también para la estrella, que no quería protagonizarla porque no encontraba el atractivo de su personaje. Pero Cooper no destacaba por su agudeza ni por su intelecto, sino por su presencia en la pantalla y por su conservadurismo fuera de ella.
La última película que la estrella protagonizó para la empresa de Goldwyn fue El orgullo de los Yanquis (The Pride of the Yanks, Sam Wood, 1942), después sus caminos se separaron y a Goldwyn no le quedó otra que buscar un sustituto. Lo encontró en Danny Kaye, cuyo parecido con Cooper sería de otra galaxia y cuya mítica en la pantalla también dista años luz de la del héroe de El forastero (The Westerner, William Wyler, 1940), película que le costó aceptar protagonizar porque decía que el personaje de Walter Brendan tenía mayor importancia que el suyo —lo cual demuestra que Cooper era más listo de lo que algunos decían, aunque tampoco tanto, ya que no había que ser un lince para darse cuenta—. Sin embargo, por algún motivo que escapa a la ciencia y al esoterismo, a cualquier lógica e ilógica, Kaye atraía al público, lo que le convirtió en uno de los actores cómicos más comerciales de la época. No se pregunten el porqué o háganlo, si les place, pero dudo que haya más respuesta que encogerse de hombros y aceptar semejante misterio como un milagro del consumismo. Y ya más serio, Goldwyn produjo su obra maestra en Los mejores años de nuestras vidas (The Best Years of Our Lives, 1946), uno de los grandes dramas de Hollywood y la última película que Wyler dirigió para el productor que les quedó debiendo a Billy Wilder y a Charles Brackett mil dólares por el guion de Bola de fuego. El futuro director no se lo tuvo demasiado en cuenta, después de que le pasara el cabreo. Medio siglo después, Wilder le comentó a Cameron Crowe que <<cualquiera podía reírse de Samuel Goldwyn, pero era alguien>>, a lo que añadió: <<Goldwyn, que no era un estudioso brillante del lenguaje ni de nada más, sabía qué iba a funcionar y qué no…>>
Con la esperanza de mejora, Szmuel Gelbfisz, más adelante Samuel Goldfish, llegó a Estado Unidos con unos pantalones, unos zapatos, una camisa y una chaqueta, tal vez también llevase ropa interior y un par de calcetines, pero esas prendas nadie las vio y, por ende, no hay constancia en ningún libro de historia. Allí, como suele decirse, se hizo a sí mismo; un hacer que gusta mucho por aquellos lares, puesto que vende lo que se dio en llamar “el sueño americano”. Goldwyn no lo soñó, lo trabajó incansable. Primero, cambiando su apellido; segundo, trabajando; tercero, aspirando a mejorar; cuarto aprovechando cualquier oportunidad que su sentido para los negocios le dijese: aprovéchala, Sam; y quinto, apostando por un producto de calidad. Con el paso del tiempo se hizo una pequeña fortuna, gracias a la fabricación y venta de guantes; mas eso no era suficiente para él, que vio en el cine la posibilidad de seguir medrando. Por entonces, el cinematográfico era un medio casi virgen, con todas las posibilidades por explorar: incluso donde construir un imperio, pues Edison ya no controlaba en exclusiva la exhibición del cinematógrafo —la guerra de patentes había concluido en 1908—, y los pequeños propietarios y productores ya no eran perseguidos y agredidos por los matones del feroz empresario y fundador en 1892 de la General Electric. El caso fue que Goldwyn conoció a Jesse Lasky, su cuñado entre 1910 y 1915, y ambos a Cecil B. DeMille. Fue un trío que si bien no eran uña y carne, pusieron la suficiente en el asador para aventurarse en la producción de películas. Las dirigiría el tercero, por entonces un joven que provenía del teatro y que apenas contaba con experiencia cinematográfica. Así, desde la costa este, DeMille llegó al oeste. Mas se sabe que la llevada a cabo por estos pioneros fue una conquista a la fuerza —Peter Bogdanovich lo recrea en su Así empezó Hollywood (Nickelodeon, 1976), contando con la asesoría de dos pioneros de la talla de Raoul Walsh y Allan Dwan—, obligados para crecer en el negocio en el que se asociaron con Adolph Zukor, formando lo que sería la Paramount.
Fueron de los primeros en llegar a Hollywood, de la que se dice que no era una localidad, sino arena, aridez, cuatro cabañas y dos chabolas. El resto es historia, cuentos, anécdotas, competencia, tiras y aflojas y un Goldwyn teniendo que reinventarse una y otra vez, cuando se veía fuera de juego o al borde de la ruina. Así tuvo que ir por libre, primero creando la Goldwyn, que se vio obligado a vender hacia la mitad de la década de 1920. Esa misma Goldwyn que aparece en medio de Metro y Mayer para formar el mítico estudio del león, con el que Sam ya nada tendría que ver, tampoco con otras fieras de la Loewe Inc. Siempre en contra de resto, tal vez porque el resto siguiese a Mayer, Sam seguía su camino en su nuevo estudio independiente: The Samuel Goldwyn Company, para la cual fichó a Wyler y, en 1936, a Cooper, pero también a lo mejor que se le ponía a tiro, por ejemplo a la exitosa escritora teatral Lillian Hellman.
El productor era un inculto, eso nadie se lo discute, ni que decía frases que eran el hazmerreír de la mayoría, pero el mundillo lo respetaba porque era un trabajador incansable, un magnate que <<nunca molestó a nadie. De hecho, visitaba muy poco el plató>>, le comentó John Ford a Bogdanovich, un propietario peculiar, en el sentido que llevaba la contraria al resto de los jefes de los estudios, y un tipo con buen ojo para la producción de películas. Además, como recuerda en sus memorias King Vidor, a quien produjo entre otras la espléndida La calle (The Street, 1931), <<fue el primer productor que persuadió a las mejores cabezas literarias para que escribieran sus guiones. Aquello, en los tiempos del cine mudo, constituía una gran innovación, pues el énfasis entonces recaía más en la acción que en las palabras. Fue el primero que trató de atraer a Hollywood a escritores como H. G. Wells, Sinclair Lewis, Somerset Maugham y George Bernard Shaw (quien le dijo: “El problema, señor Goldwyn, es que usted está interesado en el arte y yo estoy interesado en el dinero”)>>. Y no es que al Goldwyn no le importasen los dólares, pero era capaz de gastar más de lo que haría la mayoría, siempre que supusiera mejorar sus películas. También fue de los primeros en ver el negocio que suponía intercambiar estrellas o alquilarlas a otros estudios, algo que también haría David O. Selznick cuando decidió ir por libre y crear su propia empresa, pero esa es otra historia, la del productor de Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind, Victor Fleming y unos cuantos directores más, 1939)…
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