El pequeño contra el grande, tal como gusta en Hollywood y como fantasean en la Biblia cuando esa competición se decanta por David sobre Goliat. Desde entonces, ejemplifica la posibilidad de que el insignificante en apariencia venza al evidente gigante. Pero, ya en una casa de apuestas de la realidad mundana, nadie apostaría por ese pequeño, ni siquiera su familia, sus amigos y vecinos, aunque luego algunos se le sumasen a la lucha, otros continuasen impasibles y los hubiera que le trabasen. ¿Y el Estado y las leyes? ¿Apoyan a estos anónimos que, para el sistema, carecen de nombre y atributos que les distinga? Respuestas negativas aparte, solo en el cine y la literatura fantástica tiene todas las de ganar, pues ahí, en el celuloide y en los cuentos de hadas, en la fantasía más que en el mundo real, la victoria del débil frente al fuerte no es inusual, sino una constante que podría hacernos pensar que la victoria de la justicia social resulta más fácil de lo que es. Frank Capra fue uno de los máximos y mejores representantes de esta tendencia a creer posible que los oprimidos salen victoriosos porque en ellos se encuentran la razón moral y el sentido de la democracia que atribuye a lo estadounidense. Esa posibilidad de victoria gusta a quienes sabemos de nuestra pequeñez y soñamos un mundo mejor —supongo que cada quien tendrá su propia utopía al respecto—, pero sus héroes, Deeds, Smith, Doe, representan al individuo, no a la comunidad. Además, se identifica con el anglosajón medio que toma de modelo, el cual, por un instante, se aleja de su anonimato para enfrentarse al sistema y sanarlo; pues no se trata de combatirlo, solo de hacer una limpieza que elimine aquellos elementos que lo ensucian. Para Capra y sus héroes, ese sistema es casi perfecto y solo tiene algunas malas praxis que ellos señalan y corrigen. En Robert Redford, que en Un lugar llamado Milagro (The Milagro Beanfield War, 1988), hereda el optimismo de Capra, el héroe y la heroína ya no lucen apellidos ingleses, sino hispanos. Además, no los individualiza, les hace parte de la comunidad; decisión que depara un film coral.
El origen de sus apellidos ha de buscarse al otro lado de la frontera, aunque en el siglo XIX ese lugar llamado Milagro perteneciese a México, igual que pertenecía la práctica totalidad del sur de Estados Unidos, desde California a Texas, pasando por Arizona, Colorado, Nevada y Nuevo México, que es donde se ambienta la película, e incluso Utah. Uno de los individuos, que forma el grupo, es un hombre casado, padre de familia, sin trabajo y con unas tierras que se niega a vender. Responde al nombre de Joe Mondragón (Chick Vennera) y resulta un incordio para los empresarios y constructores, pues él inicia la lucha quijotesca obligado por la necesidad de comer. No lo hace por una cuestión de justicia social, lo hace porque, a falta de empleo que le proporcione un sueldo, necesita cultivar para poder sobrevivir; precisa las judías que plantar y el agua que le permita regarlas. Pero el problema reside en que el agua no le pertenece. Está controlada por la comunidad y esta se encuentra en manos de la promotora del complejo recreativo que, campo de golf incluido, se proyecta levantar en esa zona en la que se corre la voz de la osadía del pequeño. El detonante para que muchos se unan y genera la sensación de estar ante una heredera de La sal de la tierra (Salt of the Earth, Herbert J. Biberman, 1952) con un toque de humor, esperanza y realismo mágico.
El agua es de la naturaleza, así que debería de ser de todo el mundo, pero resulta que tiene dueño, ya que existen leyes que la convierten en propiedad privada y en negocio. No cabe duda que privatizar los recursos naturales (ríos, bosques, fondos marinos,…) es un negocio; y la gestión del agua continental, ríos, pozos, lagos, es uno muy lucrativo; y en Milagro tal vez se guarde para regar el verdor del campo de golf y suministrar agua fresca al lujoso completo proyectado. Así, en su lucha accidental, el pobre Joe está en boca de todos los del pueblo, pues ha desafiado al gigante; mas este no se cruzará de brazos. El grande sabe que tiene las de ganar, que posee la fuerza, el dinero y los políticos necesarios de su parte; como demuestra que la escena donde se conoce al grande sea en la oficina del gobernador del Estado (M. Enmet Walsh). Pero el cine no es la realidad, aunque, esta, en contadas ocasiones, permite soñar y avanzar. Eso hace Robert Redford, sueña y cuenta. Narra sin florituras, con elegancia y desparpajo, menos triste que en su anterior trabajo detrás de las cámaras, con un toque de humor, la historia de esos desheredados, condenados a perder, que somos los más, y a padecer un mundo deshumanizado en manos carentes de corazón que las haga sentir, en cuerpos que no han pasado hambre e ignoran el diario sufrir, en cerebros que ya son calculadoras de beneficios y negocios. Redford se posiciona y, como Capra, ofrece una oportunidad de lucha desde el sistema, pero no es individualista, sino comunitario; en este aspecto se parece más al Vittorio de Sica y al Cesare Zavattini de Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951).
Con los escasos recursos que cuentan, Joe, Ruby Archuleta (Sonia Braga), el vecino centenario y otros Juan Nadie se enfrentan a las trabas y a la violencia que les sale al paso, incluso a la tentación que implica la posterior oferta de empleo que hace dudar a Joe, pero no a su mujer (Julie Carmen) ni a Ruby, quien se erige en el alma de la “revolución” de los desheredados de Milagro. Para vencer disponen de honradez, que de poco vale en mundos deshonestos, de la ayuda mutua, entre semejantes, del espíritu combativo como el de la heroína de Sonia Braga. De esa unión nace la fuerza, que a veces se pierde por la boca, a la que se unen quijotescos que, como el abogado y activista interpretado por John Heard o el universitario a quien da vida Daniel Stern, todavía creen en un mundo mejor dentro de ese sistema que engulle cuanto se cruza en su camino y que oprime al pequeño, al ciudadano que considera numérico, prescindible, de tercera. Pero los héroes y heroínas de Milagro creen en un mundo más justo y libre, y Redford también, creen en uno donde el agua, el aire y la tierra sean fuente de vida y de riqueza para todos, no un negocio lucrativo y exclusivo para las élites que dominan un lugar llamado Milagro y el resto del planeta. Pero ¿y la historia? ¿Puede encontrar algún ejemplo de ese mundo más justo? ¿Qué muestras o pruebas nos ha ofrecido a lo largo de los milenios? ¿Alguna posibilidad real o solo utopías e intentos que depararon nuevas injusticias y los mismos sufridores, aunque sus nombres cambiasen?
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