A veces se escucha la pregunta qué sentido tiene esto o aquello. Las respuestas pueden ser variadas, según la interpretación de quien responda. Pero hay preguntas que carecen de ella o que se convierten en cuestiones que no implican que se respondan, sino que se vivan. Entonces ya se trata de una cuestión vital. La pregunta, ¿cuál es el sentido de la vida? Es personal, cada cual vive la suya y se plantea hacia dónde le conduce. Hay incluso quien lo niega, pues nada encuentra, y quien haya numerosas pistas que quizá le permitan vivir las respuestas. No se trata de una cuestión religiosa ni política, sino humana, la de sentir que hay algo ahí para uno, tal vez un lugar en el mundo o una meta hacia la que caminar. Si luego llega o se desvía es una cuestión que desvela que no siempre somos dueños plenos de nuestra existencia —alguien como yo, podría decir que apenas lo somos, puesto que nuestras opciones se encuentran limitadas, ya no solo por nuestras propias limitaciones— y que esta se ve afectada por factores que nos son impropios, tal como la casualidad, que definiré como “de todas las posibilidades, la que se presenta para sorprendernos”, o la intervención de fuerzas extrañas, como pudieron ser los nazis para los judíos, los gitanos y otros pueblos considerados no arios. Esa pregunta, que es más bien una búsqueda vital, intenta responderla de algún modo Viktor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido, un libro cuyo espacio narrativo se ubica en la memoria del narrador, que recuerda su estancia en el campo de exterminio de Auschwitz.
Al prisionero del Lager se le deshumaniza; se le quitan los objetos personales, la ropa, el cabello, cualquier posesión, toda característica que le diferencie, porque también se le niega el nombre. En su lugar se le asigna un número, que se cose a la ropa sucia y vieja, ya usada, repleta de remiendos, que le entregan en uno de los bloques y se le tatúa en su piel… Esa será la única identidad que tendrán en cuenta sus carceleros, la mayoría presos comunes a los que el “poder” se les sube a la cabeza; y lo demuestran con insultos y otras vejaciones. Ya solo son eso: dígitos, y nada va a cambiarlo. Pero el número respira, sufre, padece debilidad, hambre y sed, teme, ansía sobrevivir, mas solo le resta endurecerse o caer en la apatía que le conducirá a la muerte. Pero ahí, en ese infierno humano, pues lo crearon y los sufrieron humanos, continúa el instinto de supervivencia y en algunos sobrevive la ilusión de ser, de volver a ser, de no dejar de ser. Todo esto lo intenta explicar Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido, el libro en el que detalla los aspectos psicológicos del prisionero, también da pinceladas del carcelero, y ejemplos de su propia experiencia como condenado en los campos de exterminio nazi donde, por casualidades, sobrevivió. Digo casualidades porque sobrevivir en un espacio tan deshumanizado no depende de uno, aunque sus decisiones decanten la balanza hacia la vida o la muerte o hacia el seguir siendo persona o el dejar de sentir. A veces, todo dependía del capricho del azar, de ser enviado aquí o allí, de caer en un barracón o en un grupo de trabajo con un jefe más comprensivo, menos violento y letal que tantos que predominaban y que eran escogidos, precisamente, por su capacidad de abuso. A diferencia de, por ejemplo, Eddy De Wind en Auschwitz última etapa, que se inventa un personaje para hablar de su propia experiencia, o de Primo Levi en su Trilogía de Auschwitz, cuya honestidad resulta una excepcional guía por ese infierno que jamás pudo superar ni olvidar —¿quién podría?—, Frankl, psiquiatra de profesión, trata de ofrecer una explicación objetiva y profesional para los distintos estados por los que pasaba el condenado. Pero resulta imposible, ya que su experiencia es personal, fruto de un sinsentido perfectamente calculando —nada de aquello surgió por casualidad, sino que fue proyectado racionalmente por mentes que calcularon hasta el mínimo detalle para crear un horror nunca visto hasta entonces—, y, por mucho que se intente racionalizarla, nunca llega a poder objetivarse. Una experiencia así nunca llega a olvidarse ni a explicarse en su totalidad; entra a formar parte del universo de las pesadillas que ya no dejarán de formar parte de quienes lograron regresar…
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