<<Existe un puente llamado Sirât que une infierno y paraíso. Se advierte al que lo cruza que su paso es más estrecho que una hebra de cabello. Más afilado que una espada>>, pero ese puente es mitología y, por tanto, siempre existe un héroe o heroína de caminar fino y liviano que podrá cruzarlo y culminar así su camino y alcanzar su catarsis, esa plenitud que llega tras el sufrimiento, la pérdida, la culpa… Y si es cine, ni te cuento. Mas en la perspectiva asumida por Oliver Laxe en Sirât. Trance en el desierto (2025) no hay cabida para heroísmos, ni siquiera para que los no héroes sean conscientes de lo que les rodea más allá de la fiesta electrónica o de un campo de minas en la pantalla. Allende, se sitúa la realidad sobre la que bailamos hasta que estalla y revienta nuestro mundo y, con él, nuestra idea del mismo. Para exponer tal impacto, por el que se decanta la película, así como la aventura, la irrealidad que envuelve a los personajes y las relaciones humanas entre dos familias diferentes, una de sangre y la otra de afinidades, a las puertas de su descomposición, el cineasta toma la excusa de la búsqueda emprendida por Luis (Sergi López), Eduardo (Bruno Núñez Arjona) y Pipa (desconozco el nombre real), padre, hijo y mascota canina, que llegan al desierto marroquí preguntando por la hija, hermana, dueña o amiga; de quien no tienen noticias desde cinco meses atrás. Pero resulta que ese desierto está lleno de hombres y mujeres que danzan día y noche cual zombies al ritmo de la música electrónica que resuena en las rocas y a través de los altavoces, la misma música que, avanzado el metraje, Jade (Jade Oukid) dice que no está hecha para escuchar sino para bailar. Que así sea, pues, pero ese mismo baile que, amenizado por hierbas y otras sustancias, dura horas y horas se ve interrumpido por la llegada de un contingente militar que anuncia el estallido de un conflicto bélico en la zona. Los militares ordenan a los europeos que los sigan, pues tienen la misión de escoltarlos hasta un lugar seguro. Mas Jade, después de orinar delante de un soldado, para demostrarle lo que significan para ella sus órdenes, Steff (Stefania Gadda), Bigui (Richard “Bigui” Bellamy), Tonin (Tonin Janvier) y Josh (Joshua Liam Henderson) desoyen la voz marcial y se dan a la fuga en sus vehículos-hogares (un camión que ya quisiera Luis para su tránsito por el desierto y un autobús que vendría muy bien para el transporte de niños y niñas saharauis o mauritanos a la escuela; claro que antes habría que construirla) por una extensión arenosa por donde Luis, Eduardo y Pipa salen tras ellos, con la esperanza de que esa familia alternativa, fiestera, nómada, que vive la ilusión de su marginalidad respecto al sistema (que, para ellos, representan tanto Luis como los militares, tal vez no sean conscientes de que su música, su gasolina o sus fiestas también forman parte de ese sistema del que se apartan, de su negocio), les conduzcan a otra fiesta donde podría estar la desaparecida. Así se inicia ese trance por el desierto que se anuncia en el subtítulo de la película, un trance que me resulta menos atractivo que el expuesto por Laxe en O que arde (2021), una película que, personalmente, me ofrece más libertad para transitar imágenes y sonidos que me llevan a reflexionar; en todo caso, siento en aquella mejores momentos para que pueda hacerlo, para que pueda perderme y divagar a partir de sus imágenes…
No hay comentarios:
Publicar un comentario