sábado, 4 de octubre de 2025

Contraté a un asesino a sueldo (1990)

Las sátiras de Aki Kaurismäki son lacónicas como sus personajes, que padecen situaciones de exclusión social; de hecho, son marginados como el protagonista de Contraté un asesino a sueldo (I Hired a Contract Killer, 1990) cuando le despiden de su trabajo y se encuentra con una realidad vacía, aislada, muerta. La mayoría de los hombres y mujeres que campan por las comedias y cuentos sociales de Kaurismäki sufren las consecuencias de una sociedad capitalista depredadora que no cesa de generar crisis económicas, tal vez forzadas para reflotar una y otra vez la economía; en todo caso, constantes —cualquiera comprende que un continuo crecimiento económico es imposible y que las crisis son inherentes al propio sistema y ninguna promesa de cambio va a cambiar tal realidad—. En ese tipo de sistema, también en otros, el individuo trabajador no deja de ser un peón que, cuando innecesario, se echa a la basura sin el menor miramiento. Así lo piden los números, así lo exige la economía de las grandes empresas —Estados y particulares— que marcan el rumbo que ha de conducir a un incremento de los beneficios de sus dueños, que después blanquean su imagen con unas cuantas obras benéficas que desgraven y disimulen, como bien vieron empresarios como Andrew Carnegie, o con una propaganda que se cuela en nuestras vidas con el fin guiarnos y de proyectar la imagen deseada.

Los personajes de Kaurismäki, que no pueden pertenecer a ese mundo que deshumaniza, no se exhiben ni exhiben su dolor, aunque este sea evidente gracias a las maneras del cineasta finlandés, que tampoco quiere llamar la atención con aspavientos, ni dramatizaciones que intenten ocultar carencias y clichés con llantos y griteríos ensordecedores. Kaurismäki sabe que el cine es artificio, que se repiten los temas y las historias, pero según quien y como se use puede desvelar realidades. Así que minimiza lo que cuenta y escoge como contarlo: en aparente distancia, sin la menor floritura, en tranquila y pausada rebeldía frente a una época en la que el cine es un reflejo de la propia sociedad de consumo que se consume en un visto y no visto que obedece a razones del mercado. Kaurismäki no obedece a ese ritmo; va por libre y su negación le honra. Personaliza sus películas, las hace reconocibles y establece complicidad con quienes aceptamos su ironía, su laconismo, su ausencia de ruido, su humor negro, el que rezuma este largometraje que dedica a la memoria del cineasta británico Michael Powell.

El protagonista de Contraté un asesino a sueldo, Henri (Jean-Pierre Léaud), se siente en una situación en la que solo ve una salida: el suicidio, pero, aunque lo intenta ahorcándose y gaseándose —sin saber que ese día hay una huelga en la compañía de gas—, no logra su objetivo de morir; en esto se parece al personaje de Wenceslao Fernández Flores en El hombre que se quiso matar. Pero, a diferencia de aquel, decide contratar un asesino a sueldo que le haga el trabajo y así poner fin a su soledad y a su falta de recursos, pues tener entre cuarenta y cincuenta años, en una época de recortes, le deja prácticamente fuera, sin opciones, sin posibilidad de ganar el dinero suficiente que le permita sobrevivir como hasta entonces, en un pequeño y deteriorado apartamento, sin lujos, sin la menor muestra de alegría. ¿De qué iba a alegrarse? ¿Quién puede alegrarse en un mundo así de deshumanizado en el que las clases sociales no han desaparecido, solo se han camuflado, y el trabajador no deja de ser objeto desechable de uso? Así, debido a una crisis, Henri pasa de trabajador en una oficina impersonal como cualquier otra oficia, aunque en la suya no se camufla la impersonalidad para ofrecer apariencia de calidez. En la de la que le despiden domina la frialdad, al menos hacia él, pues ya allí se le descubre aislado, silencioso, muerto en vida. Pero ese empleo era lo que le separaba de la nada que siente poco después, cuando decide poner fin a una existencia vacía en la que no encuentra ningún motivo para continuar. De modo que en su cansancio vital decide morir, pero, paradojas de la vida, el asesino se muere, cuando lo que quiere es vivir, y el vive, cuando su intención es morir hasta que conoce a Margaret (Margi Clarke). Ese encuentro le cambia, pues inicia una relación con ella y le hace querer vivir. Su contacto con otra persona le da un motivo, de un modo similar al de la anciana que interpreta Katharine Hepburn en La última solución de Grace Quigley (Grace Quigley, Anthony Harvey, 1985), en la que la actriz da vida a una mujer que también contrata, en su caso obliga, a un asesino a sueldo que le haga el trabajo e inicia una relación materno-filial que da sentido a su vida. Mas en el caso de Henri se trata de una relación de pareja y, para poder seguir respirando sin miedo al pistolero, debe cancelar el contrato, aunque no sabe a dónde acudir para hacerlo…



No hay comentarios:

Publicar un comentario