jueves, 23 de octubre de 2025

Cela, la imagen y Viaje a la Alcarria


Desde mi niñez, he guardado aquella imagen de Camilo José Cela, la construida en la mente de un niño que, hacia finales de la década de 1970 y primeros años de la siguiente, lo vio y escuchó en diferentes programas de televisión. La suya era la imagen de un señor mayor, con cara de pocos amigos, repeinado en sus cuatro pelos grises, engreído en su mirar, rebosante de sí. Cada palabra que salía de su boca parecía formar siempre la afirmación “soy el mejor y expreso lo que quiero; puedo ser sabelotodo, burlón, bromista y soez cuando me interesa, pues es privilegio y obligación del literato manejar el idioma en todas sus variantes y registros”. Mi mente le pone palabras que no dijo y que no pensó el niño de entonces; pero ese inconsciente que tantas veces me pierde se empeña en retener aquella imagen. En ella, se dibuja más grueso que delgado, alto, de rostro más huraño que serio, con una papada que le cae sobre el pecho, cuando permanece sentado, y unas gafas acordes a la redondez del tentetieso hacia la que tiende su cuerpo ya cansado y al tono pedante del resto de la proyección mental de aquel recuerdo de la infancia que se niega a abandonarme. ¿Por? No me lo explico. ¿Son prejuicios? No, en tal caso sería un posjuicio, una sentencia a partir de la imagen y de las palabras retransmitidas por el medio que antes era catódico y que desde hace décadas ignoro.


Resulta curioso, si pienso que después de la sentencia llegó el juicio. Hará de ello veinticinco años, con la lectura de La colmena y La familia de Pascual Duarte, y el escritor salió victorioso. Sin embargo, su imagen grotesca continuaba ahí, en mi mente; mas al leer Viaje a la Alcarria, esa figura que yo creía oronda, el autor del libro afirma que es delgada, rejuvenece y se echa al camino. Primero en tren, donde sólo él es el viajero, el resto son un hombre o algún indefinido que se cruza en su camino; a veces va a patas y otras sobre algún carro que le recoge y le acerca hasta algún pueblo de la zona. Debo creerle, pues la que describe es la figura del Cela de 1946, cuando yo no existía, tampoco la televisión en España, y él era un escritor que despierta en medio de la noche, en su piso madrileño, para introducir su itinerario; al menos la idea de su próximo destino: la Alcarria. Tampoco le imaginaba con la mochila a la espalda, sino viajando en Rolls Royce, como se traslada en los anuncios que hizo para la “guía Campsa”; ni tratándose a sí mismo en tercera persona, cuál Julio César en su obra Comentarios a la guerra de las Galias. ¿Creía Cela pertenecer a una estirpe de grandes del pasado, como Patton sentía ser la reencarnación de un Alejandro o de un César,? Puede, siempre lo recuerdo presumido, incluso cuando visité con el colegio el ya inexistente museo del ferrocarril en Padrón. Digo incluso, porque, al estar ausente el nieto de John Trulock, aquella imagen de Cela continuó presente.


El escritor recordaba orgulloso que su abuelo materno había sido el primer presidente del primer tren gallego, aquel que unía las estaciones de Cornes —la provisional hasta que se construyese la de Santiago, la cual tardaría más de lo previsto y de lo prometido— y el puerto de Carril, en la Ría de Arousa. Aunque su pariente no fue el primero, sino el segundo y no participó en la gestación del proyecto del tren compostelano. John Trulock llegaría a Galicia tiempo después de la puesta en marcha del ferrocarril, para asumir los intereses de la empresa británica que había adquirido el control de la línea. Pero Cela, como cualquier otro, solo recordaba y, al recordar, uno se fuga que lo que fue. Lo adorna y lo transforma, lo que vendría a ser natural al ser humano, pues humana es la capacidad de inventar y de transformar la realidad; habilidades estas que vienen más que bien a los cuentacuentos, a los escritores, a los timadores y a los políticos.


Lo que no varía entre el ayer y el hoy, es mi idea infantil de su glotonería, la del buen vividor y mejor comedor, tal como pudo serlo Edgar Neville. Esa imagen, la de quien gusta comer y acompañar las viandas con un buen vino, asoma en su viaje a la Alcarria; por ejemplo, cuando llena su cantimplora de un blanco en Taracena antes de caminar bajo el sol y de ser recogido por un carretero que le acepta un trago. En definitiva, antes de visitar, en su guía y compañía, la Alcarria, la suya era una imagen que me caía mal (y me sigue cayendo, porque ahí continúa aquella imagen infantil), pero esa sensación es privilegio de mi subjetivo y, a buen seguro, nada tendrá que ver con el tipo real. Tampoco empaña mi apreciación de su obra, de lo que le he leído, ni pone en tela de juicio que su ano, sí, sin eñe, fuese capaz de tragarse un libro de agua, aunque solo fuese otras de sus bromas. ¿La gracia? ¿Dónde? ¿En el culo? ¿Quién sabe? Aunque lejos de las cotas de exhibicionismo y parodia de un Dalí en plena forma, con Cela todo era posible, incluso que fuese simpático y grotesco o que escribiese una carta ofreciéndose a acusar a otros escritores —carta reproducida por Andrés Trapiello en su estudio histórico-literario Las armas y las letras—; también capaz de una apropiación indebida —relacionada con su novela La cruz de San Andrés, en la que se le acusaba de plagio, aunque finalmente el se dictaminó “apropiación”— e incluso capaz de dar a la literatura castellana grandes títulos como los  arriba nombrados, que solo son una mínima porción de su extensa obra, la cual sería recompensada con el Nobel en 1989.

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