miércoles, 1 de octubre de 2025

El secreto de sus ojos (2009)

De la escena del bar, donde el bueno de Pablo Sandoval (Guillermo Francella) le dice a Benjamín Espósito (Ricardo Darín) que es imposible cambiar de pasión —el personaje quizás se olvide de que igual que existe el apasionamiento también puede darse el “desapasionamiento” o que una vieja pasión deje de serlo y otras la sustituyan, pero reconocer esto jugaría en contra de la historia y de las pasiones y obsesiones a contar—, Juan José Campanella introduce un travelling aéreo que sobrevuela la ciudad hasta el estadio del Racing de Avellaneda. La cámara desciende sobre el terrero, a pocos metros de altura sobre los jugadores, para elevarse de nuevo y situarse a la de Espósito y el resto del público del fondo. ¿Por qué Campanella hace ese puente aéreo? ¿Se necesita para su historia? Por ejemplo, ¿para hacerla avanzar? ¿La enriquece? No, es un alarde técnico y estético que tal vez quede bonito, pero la trama en sí no sale ganando. La intriga funcionaría igual de bien o de mal si del bar se pasará al plano de la grada porque ya en la escena del local se anuncia la del campo de fútbol. Sin embargo, existe un ego cinematográfico que empuja a tantos directores a hacerse notar y a dejar constancia de que quieren ser artistas y protagonistas; algo que no solían ni pensar ni hacer clásicos como Renoir, a quien retengo y atribuyo en mi memoria la inteligencia y sutileza con las que en La gran ilusión (La grande illusion, 1937) emplea el recorrido en tren y los letreros de varios campos de prisioneros para economizar e indicar el paso del tiempo y los múltiples intentos de fuga de los presos. En Hawks, Ford, Ozu, Hitchcock, Wilder o mismamente el argentino Mario Soffici, la cámara parecía inexistente, te olvidabas de ella y te dejabas atrapar por las historias que nos contaban y mostraban, puesto que los usos formales no te despistaban de la acción, tenían una finalidad enriquecedora para el conjunto; cuanto no aportase a la historia, al juego propuesto y a los personajes se descartaba. Al menos, esa es la impresión que queda. Campanella, no. Prefiere decir que está película es mía, que se encuentra ahí en todo momento, que sabe manejarse y que es bueno en su oficio. ¿Lo es?

La historia que realiza en El secreto de sus ojos (2009) parte de la novela La pregunta de sus ojos de Eduardo Sacheri, quien colaboró con Campanella en la escritura del guion. La película, que fue un notable éxito popular y de crítica, transita entre el presente y el pasado que nunca abandona a Benjamin Esposito, quien, tras jubilarse, se encuentra escribiendo una novela sobre ese mismo tiempo pretérito que no puede olvidar. Y no puede por tres circunstancias: la primera, el caso del asesinato en el que estaba trabajando, el de una joven maestra, la segunda, su amistad con Pablo, y la tercera, tal vez la que mejor funcione en el film, su amor por Irene Menéndez Hastings (Soledad Villamil), un amor correspondido en la distancia, en el silencio compartido, en los pensamientos y el deseo nunca pronunciados; lo que depara su imposibilidad. Irene, recien llegada al juzgado, también se enamora, pero no sucede nada entre ellos, salvo compañerismo y casta amistad. Ni la una ni el uno dan el paso en la dirección que ambos desean, y así pasan los veinticinco años que separan aquel pasado del ahora en el que se inicia la trama que, una y otra vez, viaja entre los dos tiempos, generando la sensación de que ambos son uno, puesto que en Benjamín el recuerdo no es pretérito, sino parte de su presente y de su imposibilidad de futuro. Siempre está ahí, anclado en el ayer, ya sea en el pensamiento, en las hojas de su novela, en el fantasma de Pablo o en el rostro de la mujer amada, a la que va a visitar y a quién habla de su libro... Pero hay bastante en El secreto de sus ojos que no me convence, que me saca de ella y me hace pensar en los trucos que emplea para llegar a un final con el que se pretende sorprender y convencer, así como guiar o dar todo hecho, introduciendo imágenes del pensamiento de Esposito, momentos ya vistos con anterioridad, que indican que se ha dado cuenta de algo —aquí, me vino a la mente lo expuesto por Bryan Singer para concluir Sospechosos habituales (Unusual Suspect, 1995)—, más que darle una oportunidad de vida al prisionero de la película: el protagonista...

No hay comentarios:

Publicar un comentario