jueves, 2 de octubre de 2025

El alcalde, el escribano y su abrigo (1952)

En el guion de El alcalde, el escribano y su abrigo (Il Cappoto, 1952) participaron Alberto Lattuada, que también fue su director, Giorgio Prosperi, Giordano Corsi, Enzo Curreli, Luigi Malerba, Leonardo Sinisgalli y Cesare Zavattini; estos entre los acreditados, pero sospecho que serían más quienes le echaron un vistazo o una mano al texto. En todo caso, en el cine italiano de las décadas de 1940, 50 y 60 no era infrecuente que un guion apareciese firmado por cuatro, cinco, seis, siete autores. Al menos los acreditaban, no como en las producciones de los estudios de Hollywood, donde, en ocasiones, solo aparecían acreditados los nombres de los últimos en aportar o, incluso en créditos excepcionales, el de quien menos había hecho. No se trataba de que se reunieran en una habitación y que allí, alrededor de una mesa o apiñados en el suelo, se pusieran a escribirlo todos juntos, para ello habría que alquilar una nave industrial, sino que esta libre adaptación de El capote, el famoso cuento que Nikolái Gógol escribió en 1842 —cuya adaptación más popular era la de la espléndida pareja soviética forma por Grigori Kozintsev y Leonid Trauberg—, pasó por las manos de los nombrados hasta cobrar su forma definitiva, la de una comedia posneorrealista (o de un neorrealismo en tránsito a la comedia a la italiana) en la que su protagonista (Renato Rascel) es un funcionario del ayuntamiento un tanto desordenado en su función de escribano —como corrobora una de las escenas más cómicas del film, cuando tiene que leer el acta de la reunión que él mismo ha transcrito—, pero lo que mayormente le reprocha su superior es su imagen. <<Parece usted un mendigo con un abrigo lleno de agujeros. Usted ofende la dignidad del ayuntamiento>>, le dice el secretario general, sentado al otro lado del escritorio, sin que sus pies le lleguen al suelo, lo cual llama más la atención de Carmine que la reprimenda que recibe. Lo que no se dice, pero sí queda bastante claro en ese momento, y en el anterior y el posterior, es que el subalterno no ambiciona como sus jefes: el secretario quiere ser alcalde, este sueña con el senado y los promotores urbanísticos que visitan el ayuntamiento buscan que sus proyectos sean aprobados por quienes se llevarán un pellizco. Al contrario que aquellos, el escribano no es un corrupto, solo un patético don nadie que quiere un abrigo nuevo, pero su sueldo no le da para otro; aunque finalmente, un malentendido con su jefe le proporciona una buena cantidad con la que completar sus ahorros y así pagar al sastre. Con su nuevo abrigo quizás pueda sentirse importante o no sentirse solo y que la vecina, a quien desea desde su ventana, sepa de su existencia. Al fin y al cabo, Carmine quiere lo que todos: no pasar frío, vivir su existencia entre un poco de atención y algún que otro momento de felicidad. Pero lo que es evidente es el contraste entre los primeros, los poderosos, y el último, pues eso es lo que parece ser el protagonista, genera el tono caricaturesco y posibilita la sátira que Lattuada realiza a partir de Gógol y los siete guionistas, entre los que él mismo se contaba. Claro que tanta gente escribiendo depara que no se pueda precisar con total seguridad cuál fue la aportación de cada quien, más tampoco importa demasiado si el argumento funciona y ayuda a que Lattuada realice en El escribano, el alcalde y su abrigo una comedia divertida, para mí una de las mejores de las suyas, en las que la solidaridad y otras ideas utópicas brillan por su ausencia…

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