Durante los créditos iniciales de La hora del lobo (Vargtimmen, 1968) varias voces delatan que se trata de una película; dicho de otro modo, que se está recreando un mundo de invención que reflejará aspectos reales. Bergman lo deja claro desde el inicio, pues es un cineasta que, aunque inventa, pretende ser honesto consigo mismo y con su público —minoritario, pues uno mayoritario no comulgará con él, ni entonces ni en estos tiempos que corren más rápido, tal es la sensación—; doble intención que resulta mucho más complicada de lograr de lo que pueda aparentar a primera vista. Las cuestiones que expone son las que le interesan, las que le preocupan, las que siempre asoman en su cine porque este es un medio para expresarse, para hablar de sueños, de la angustia, del silencio, de fantasmas, buenos y malos, de la vida y de la muerte, para hablar de las relaciones con uno mismo y con los demás, incluso con el entorno más allá del físico, el metafísico donde se encuentra con el misterio, el tiempo, la duda, las preguntas sin respuestas absolutas, que es también hablar de vivir. <<Un minuto puede ser una eternidad>>, susurra Johan (Max con Sydow), pero un minuto de reloj dura un minuto. Lo que puede tardar una eternidad es la sensación que nos genera, la impresión que nos atrapa y la idea que le damos. Sentimos nuestro tiempo; aunque haya quien crea poder medirlo, para dejar de temerle o para conquistarlo, lo cual no deja de ser un signo de nuestro infantilismo, que tal vez sume ingenuidad, fantasía y egoísmo. El tiempo puede durar esa eternidad, pero también puede durar un suspiro, pues, aparte de dimensión física, es un abstracto, un misterio que nos envuelve, nos acoge y se nos escapa, por mucho que hayamos intentado dominarlo, enmarcarlo o apresarlo en las manecillas del reloj y en las hojas del calendario. Nuestro tiempo, el humano, es suma de dudas, existencia, silencio, relaciones, deseos, obsesiones, adicciones, espectros, frustraciones… Es suma de vida y de muerte… y eso es lo que contiene el cine de Bergman; visto desde una perspectiva existencial, contiene al ser humano y el conflicto en el que existe toda vida humana.
Alma (Liv Ullman) abre el diario de Johan, su marido, y en él lee la relación de este con Victoria (Ingrid Thulin). Lo que viene a redundar la distancia de silencio y de ausencia de afecto en la que vive la pareja. La lectura clandestina de Alma podría tomarse por una infidelidad a la confianza, pero ¿qué es la infidelidad? La respuesta puede ser simple, si se ajusta a lo establecido, pero una más compleja resulta ambigua y más sincera. Por otra parte, ¿quién precisa escribir un diario? ¿Alguien que no se conoce y que busca descubrirse? ¿Alguien que quiere dejar constancia de su existencia, lo que implica el deseo de que alguien más lo lea? ¿Alguien que quiere recordarse? ¿Quién? Bergman tenía sus diarios, cuadernos en los que daba letra a sus intenciones, preocupaciones, frustraciones…, también escribió dos libros de memorias y no pocas de sus películas, por no decir todas, lo contienen; es decir, contienen algo suyo, algo de su propio pensamiento. Y La hora del lobo no es la excepción, sino un buen ejemplo y la sensación que me genera una idea en apariencia extraña, la de que esta película me suena buñuelesca; tal vez porque, como Buñuel, aunque sin el humor negro y provocador del aragonés, el cineasta sueco también se instala en lo onírico, que deriva en pesadilla, y en el misterio que es la propia existencia. El personaje central explica, mientras se le une la voz de Alma, que la hora del lobo <<es la hora en la que muere más gente y en la que nacen más niños. En la que dormidos tendríamos pesadillas y en la que despiertos tendríamos más miedos…>> Esa hora en la que Bergman crea imágenes de pesadilla, del miedo y del silencio, de la locura, de la duda; en definitiva, da a sus personajes consciencia de la existencia, de la mortalidad, del misterio que no podemos resolver y, aun así, intentamos resolver, atrapados en él. En dicho misterio, que cobra en este Bergman tono de pesadilla, vive la incerteza y, ante ella y en ella, sus personajes sienten, padecen, sufren, dudan, temen… Esa es la grandeza de su creador, que los humaniza hasta hacerlos reales (o lograr la sensación de que lo son), aunque no lo sean…

 
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