Desde que inició su carrera internacional, el productor Dino de Laurentiis siempre fue a la caza del éxito. No es que antes no lo hiciera, pero en su filmografía italiana —en la que brillan sus mejores producciones, tal que La Gran Guerra (La Grande Guerra, Mario Monicelli, 1959)—, el mercado se limitaba a su país natal y los presupuestos eran menores. En todo caso, siempre intentó contar con grandes cineastas, guionistas, actores, actrices…, lo cual le deparó algunas películas que son clásicos del cine. Pero, entre sus casi doscientas producciones (acreditadas y sin acreditar), muchas resultaron irregulares; tal vez las menos logradas fuesen las destinadas al mercado internacional, a pesar de que entre estas se encuentren títulos magistrales como Serpico (Sidney Lumet, 1973), Cara a cara al desnudo (Ansiktew mot ansikte, Ingmar Bergman, 1976) o Terciopelo azul (Blue Velvet, David Lynch, 1986), pero las más son de calidad cuestionable. Su búsqueda del éxito en taquilla formaba parte del negocio, de hecho era y es la piedra angular sobre la que gira el cine, pero no siempre lo logró. Para conseguirlo, seguía la estela de las películas más taquilleras de la época; por ejemplo, hacia finales de los setenta y en los primeros años de los ochenta, la moda la marcaban Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975) y La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977), dos taquillazos que desbrozaron y abrieron la senda para Orca, la ballena asesina (Orca, Michael Anderson, 1977), Flash Gordon (Mike Hodges, 1980) y Dune (David Lynch, 1984), aunque ninguna de las tres obtuvo el éxito esperado. Con los años, las dos ultimas han ido adquiriendo mítica y hoy ambas pueden considerarse lo que suele decirse “de culto”, como también pueda serlo Barbarella (Roger Vadim, 1968), otra de sus producciones de ciencia ficción; más cercana a Flash Gordon que a Dune.
El guion que Lorenzo Semple, Jr. escribió para Flash Gordon se basa en la historieta y en los personajes creados por Alex Raymond en 1934, cuyo protagonista es uno de los grandes héroes de papel, aunque carezca de superpoderes. Flash, que ya había sido llevado a la pantalla, la primera vez en 1936, es un popular jugador de football que en el cine no resulta igual de grande que en el cómic o en el terreno de juego donde se convirtió en celebridad. Dicho de otro modo: su popularidad no deparó el esperado éxito de taquilla de una película que no hay quien se la tome en serio, ni siquiera sus autores; ni ella misma se lo toma, puesto que sus responsables comprenden que su misión no es salvar la Tierra de su realidad, sino entretener con una aventura de ciencia-ficción infantil en la que, amenizada por la música de Queen, se enfrenten héroes y heroínas contra villanos y villanas en parajes lejanos, exóticos y más tecnológicos que los terráqueos. Para salvar la Tierra ficticia, tenemos a Flash (Sam Jones), que aterriza en Mongo en compañía del doctor Zarkov (Topol) y de Dale Arden (Melody Anderson), la mujer de la que se enamora, aunque la princesa Aura (Ornella Muti) se lo ponga difícil con su belleza, su erotismo y su búsqueda de placer. La princesa se encapricha del héroe y la heroína terrícola se convierte en el objeto de deseo del malvado emperador Ming (Max von Sydow). El héroe viste una camiseta en la que se lee Flash, el nombre con el que se ha hecho famoso dentro y fuera de los campos deportivos. ¿Se trata de narcisismo o de publicitarse? Tampoco importa demasiado atribuirle una psicología, de hecho es innecesario, como también lo es explicar que la idolatría religiosa de antaño se ha visto sustituida por la idolatría al héroe y la heroína de las pistas de juegos, de los escenarios, de la pantalla, de la televisión, de internet, a todo aquel y aquella que las mayorías consideran influyentes. En todo caso, aunque no importe para la película ni para los seguidores de los nuevos y viejos cultos, ambos obedecen a lo mismo: al escapismo de nuestra angustia (inconsciente en la mayoría de los casos) y de nuestra insoportable levedad del ser. Dicho de otro modo: de nuestra necesidad de simplificar, de escapar de la duda, de las preguntas existenciales y de la certeza de nuestra mortalidad, del qué hay detrás o si solo existe lo que está delante. Pero Flash Gordon no plantea nada de eso, porque Flash no es un tipo mortal, sino un héroe de tebeo capaz de salvar ya no solo a la humanidad en peligro sino a los distintos pueblos oprimidos por Ming y sus fanáticos seguidores…

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