viernes, 7 de noviembre de 2025

La cinta blanca (2009)


La totalidad de La cinta blanca (Das weisse band, Michael Haneke, 2009) forma parte de los recuerdos de un anciano que nos cuenta lo que vivió y lo que escuchó aquel año marcado por extrañas situaciones y comportamientos. Debido a que parte de su historia proviene de lo que otros le contaron, afirma que no está seguro de que cuanto nos cuente sea verdad, pero también dice que sirve para esclarecer lo que sucedería después. El momento evocado por el narrador sitúa los hechos entre 1913 y 1914, entre el antes y el después que significaría la Gran Guerra (1914-1918), un conflicto europeo que derivó en mundial y que señaló el final de una época y el comienzo de otra, la que trajo la primera democracia alemana: la República de Weimar. Pero, debido a distintas circunstancias políticas, económicas y sociales, esa nueva época también acarreó la inestabilidad que allanaría el terreno a nuevos totalitarismos que, como el nazi, el soviético o el fascista italiano, encontraron en la violencia, en la ignorancia, en el miedo, en la propaganda y en las crisis económicas, algunos de sus mejores aliados para asentarse en el poder.


En ese instante en el que Michael Haneke sitúa La cinta blanca, la época de los grandes imperios centroeuropeos, el alemán y el austrohúngaro, así como el ruso, agonizan; tras la Primera Guerra Mundial pasaron a la historia. Se consolidaba la era de las dos ideologías que dominarían el siglo XX: el capitalismo y el comunismo. Claro que tal consolidación iba a deparar el enfrentamiento entre ambas, el cual ya venía de antes, aunque con anterioridad fuese conocido como lucha de clases, que es la que asoma en este aplaudido y galardonado drama. Pero, más allá de las causas señaladas por el cineasta austriaco, que se centra en aspectos internos, de ahí que pueda individualizar una nación en la pequeña localidad rural donde se desarrolla la acción —tal como Edgar Reitz hizo en la miniserie Heimat (1984)—, hubo las causas internacionales, las que podrían explicar lo que vino después de la Primera Guerra Mundial a nivel global. Entre ellas, la permisividad de las grandes potencias democráticas, permisividad de la cual el profesor no tiene constancia porque ni fue testigo ni se las ha contado. En todo caso, esa pasividad internacional para con Hitler, fruto de los propios intereses de dichas potencias, permitió su política expansionista. Pero esta no interesa a Haneke, que se centra en las causas emocionales y sociales, no en las políticas. Así ubica el origen del conflicto que llevaría al mundo a una segunda guerra mundial en ese pretérito que recrea en blanco y negro, un tono acorde con las imágenes en la memoria, pero también con la frialdad y las sobras que domina ese pueblo donde el maestro, también narrador, y Eva parecen los únicos dispuestos a amar; por ello, quizás se les separe. Sin amor, sin alegría, sin imaginación, así parecen querer en el pueblo a los suyos.


Las primeras imágenes ya anuncian que la acción se ubica en un pueblo de los malditos; pues sus niños asoman en grupo, impasibles, en apariencia insensibles, deshumanizados, casi similares a los alienígenas imberbes del clásico de Wolf Rilla. La explicación llega a lo largo de los minutos de este film coral que centra su mirada en los niños, tanto o más que en los hombres y mujeres. Los adultos son portadores de la represión, del miedo, de la venganza, de la intolerancia, de la severidad, de la ausencia de amor y de la lucha del clases que heredarán sus hijos, quienes años después formarían parte de la masa que seguiría a Hitler. Y es que sin amor, tal como Haneke muestra, ya sea de pareja, filial, maternal, paternal o mismamente a la vida y a la alegría, ¿qué se puede esperar? El amor en sus distintas formad fomenta la convivencia, la solidaridad, la compasión, la tolerancia, entre otros abstractos que en pueblo son minoritarios. Su lugar lo ocupan la sumisión y el miedo, la brutalidad y la violencia. Estas asoman en La cinta blanca de un modo que no se fuerza, sino que surge natural a la personalidad de los adultos que, con sus maneras y sus pensamientos, condenan a sus hijas e hijos a perder su humanitarismo, su compasión, su tolerancia… Por momentos, esos niños, sobre todo Klara y Martin, los hijos mayores del pastor luterano, parecen robots programados para cumplir las ideas de ese adulto que dice amar, pero que solo es capaz de odiar cuanto no entre dentro de su idea de pureza, la cual simboliza en esa cinta blanca que coloca en sus dos hijos, para que venzan las tentaciones ya sean de la carne o de la mente…

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