Hay personajes cuya obra no me genera la menor curiosidad y otros que despiertan mi interés. Supongo que a todos nos sucederá lo mismo; del mismo modo que habrá quien prefiera comprarse un coche que un libro, y a quien guste el automovilismo y a quien el cine, incluso a quien le guste ambos o ninguno; que empieza a ser mi caso. Igual que Ferruccio Lamborghini y otros constructores de automóviles —siendo la excepción, tal vez, Henry Ford, por aquello de su T y de su montaje en cadena—, antes y después de ver Ferrari (2023), Enzo Ferrari me era y me es indiferente, pero decidí ver la película porque la había dirigido Michael Mann; de modo que el personaje se llamase Sonny o Enzo no era determinante para decidirme a verla. Claro que sabía en quién se inspiraba el protagonista, que había empezado como piloto de carreras automovilísticas y que se convirtió en fabricante de coches. Pero también sabía que la película no era para mí. Sin embargo, los films del responsable de Ladrón (Thief, 1981) me generan cierta expectativa, aunque ya sea menguante, y no pude resistir la curiosidad. En su momento, era alta; sobre todo en aquella época de mi juventud en la que me hizo vibrar de emoción con El último mohicano (The Last of Mohicans, 1992), Heat (1995) y El dilema (The Insider, 1999), pero, desde esta producción en la que enfrenta al pequeño con el gigante, mi conexión con su cine ha ido decayendo título a título, hasta alcanzar el desinterés prácticamente total en Blackhat (2015); y Ferrari no ha hecho más que reafirmarme en él. Sin embargo, uno no pierde nunca la esperanza con aquello que le ha significado algo o que le ha hecho gozar, lo cual me hace pensar en lo idiota que puedo llegar a ser. O a caso no es idiotez decirme “¿quién sabe, tal vez Mann haga algo que me guste como en aquella época de mi juventud en la que tanto disfruté con sus películas?”…
Lo cierto es que no me dije nada de eso, pero sí considero que, en cierto modo, la esperanza es como un sueño. En ambos casos, nunca se alcanza la meta esperada o soñada; se puede llegar a otro sitio, pero no al imaginado; de modo que los dos casos solo pueden vivirse en la sensación. Así, una vez ante esta película, ¿qué me quedaba? Poco. Por algún motivo rellené los huecos de aburrimiento, que eran los más, y me puse a pensar que Roberto Rossellini y Sonali Senroy Dasgupta (cuyo divorcio legal en Italia data de 1977) se vieron unidos por un matrimonio que no podían disolver cuando ya no había amor ni relación; y no podían porque las leyes italianas no permitían el divorcio, lo que provocó situaciones que a la sociedad de entonces le resultaban escandalosas de puestas afuera, como la relación que Rossellini mantuvo con Ingrid Bergman durante y después del rodaje de Stromboli (1950). El director y la actriz se casaron sin que en Italia se le reconociese el matrimonio, de amor o de pasión ni hablamos, puesto que ambos estaban casados y no se reconocían el divorcio ni la aventura extramarital, tan de moda por entonces y supongo que también ahora. El divorcio, ante la ley italiana de la época, ni siquiera era una opción, pero sí el cuchicheo y el juzgar comportamientos ajenos… Pues algo similar parece que les pasa a Laura (Penélope Cruz) y a Enzo (Adam Driver), que viven en un matrimonio prisión en el que ella lleva las cuentas y el los coches de carreras y su relación con la madre de su hijo fuera del matrimonio… Y luego están Alfonso de Portago, Linda Christian, la prensa y el trágico accidente mortal del piloto español durante la Mille Miglia, en 1957, pero este suceso solo ocupa el interés de Mann en los últimos minutos del metraje, pues el cineasta siente curiosidad por la apariencia de Enzo y Laura. Digo apariencia porque más allá de esta no transmiten nada o al menos solo capto sus emociones, sus relaciones, sus reacciones, cualquier circunstancia o característica de ambos, en la superficie en la que se establecen las imágenes, así como las interpretaciones del actor y de la actriz que les prestan sus características físicas y sus rostros impasibles (él) o cabreados (ella). Lo que le lleva a la idea de que a Mann, ponerse en plan intimista, sin querer o sin saber hacerlo, como ya apunta en Ali (2000), depara aburrimiento y que lo expuesto en la pantalla resalte las imperfecciones de su enfoque, más logrado que el de Lamborghini (Lamborghini: The Man behind the Legend, Bobby Moresco, 2022), que no hay por donde cogerla, y menos movido que el asumido por Ron Howard en Rush (2013), el cual, sin serlo, parece más logrado, aunque solo se trate de trucos como el uso del montaje para darle sensación de velocidad al asunto, la banda sonora que remarque e insista o de una simpleza narrativa que Mann deshecha en busca de algo más complejo que no consigue…

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