Antes de deshumanizar su cine en el díptico Dune, Denis Villeneuve se preocupaba del ser humano, de sus conflictos internos y con el entorno; de sus emociones, relaciones y trastornos, de la fragilidad de la vida y de tantas otras cuestiones que nos hacen humanos y nos abren los ojos a nuestra vulnerabilidad; situándonos en el centro mismo de ella. Son cuestiones de las que quizás seres de otros planetas no hayan oído hablar o tal vez sí, y sepan de qué les estaríamos hablando en una hipotética charla que mantuviésemos una vez establecida la comunicación ya más evolucionada e íntima que lograda por Amy Adams en la espléndida La llegada (Arrival, 2016). ¿Lo sabrían en Arrakis, entre tantas notas musicales de fondo para sonorizar vacío, para condicionar y guiar las emociones de quienes visitan el planeta Duna? Es probable que algún observador de aquel lugar desértico piense diferente, lo cual me parece enriquecedor, pero creo que hay modelos cinematográficos que nos definen mejor que los Atreides, los Harkonen y los Fremen, aunque también en ellos asoma la brutalidad, el dolor y la obsesión que estallan en Prisioneros (Prisioners, 2013) cuando el mundo de los Dover se viene abajo. Parece claro que tanto en aquel forzado imperio galáctico como en la Tierra que habitamos, los seres vivos somos prisioneros de nuestros actos y de los de otros. En cierto modo, ya desde nuestro origen, lo somos. Nacemos prisioneros del tiempo, vivimos a merced de él, a contrarreloj, aunque no seamos conscientes cuando nada enturbia nuestra cotidianidad. Pero, cuando llega la tormenta, nos vemos atrapados, angustiados y zarandeados en ella, en nuestros pensamientos y creencias, en nuestras obsesiones y adicciones, a veces en los actos que otros cometen y marcan nuestras vidas, las cambian, ya para enriquecerlas, ya para reventarlas. En este último caso, el mundo construido se viene abajo. Poco en la vida puede darse por seguro, aunque lo demos por hecho.
Lo que parecía una vida segura, controlada, familiar, idílica se transforma en un infierno para las familias Dover y Birch cuando sus hijas desaparecen. Entonces, ¿cómo y cuándo podemos ser libres para dirigir nuestras vidas? ¿Cada vez que tomamos decisiones? Dentro de nuestras limitaciones, ¿podemos serlo a diario, al mismo tiempo que vivimos atrapados en nuestras numerosas contradicciones y en nuestra fragilidad ante las situaciones límite en las que nuestra humanidad corre el peligro de transformarse en monstruosidad? Si dudar dicen que es de sabios, no hacerlo sería de locos y loco es aquel que se cree en la posesión de la verdad y actúa sin plantearse la posibilidad de su error. Keller Dover (Hugh Jackman) sufre esa transformación y se convierte en un monstruo tras el secuestro de su hija. Son el dolor, el apuro y la impotencia, más que el amor, los que precipitan su cambio, su brutalidad, su decisión de secuestrar y torturar a Alex (Paul Dano), el sospechoso del secuestro de su hija. Lo hace porque la policía no le da una respuesta ni una solución, tal vez una venganza; también porque le han arrebatado algo y por la esperanza de que su acto tenga un final feliz. ¿Quién puede imaginar su sufrimiento y aquello que pasa por su pensamiento? ¿Y por la mente del sospechoso, un joven cuya edad mental le advierten que no supera la de un niño de diez años, y sufre sin quizá comprender la brutalidad desatada contra él? ¿Quién puede juzgar el dolor de la madre (Maria Bello) y la responsabilidad con la que carga el detective Loki (Jake Gyllenhaal)? Keller es brutal, el momento le hace serlo, pero quizá en él ya habitaba la brutalidad, pues su comportamiento difiere del de Franklin (Terrence Howard), el padre de la otra niña secuestrada y a quien hace cómplice, aunque aquel acabe aceptando formar parte del odio y de la locura que se desata en el personaje de Hugh Jackman. Sí resulta inimaginable el dolor que sienten, la prisión en la que todos ellos viven, como juzgar sus comportamientos. ¿Podemos? Tal vez en el mismo momento que Keller juzga y afirma que Alex <<ya no es un ser humano. Dejó de serlo cuando se llevó a nuestras hijas>>. ¿Lo es él o ha dejado de serlo en el momento que se llevó a Alex? Keller se justifica, ante el reproche de Franklin, cuando tortura a su víctima, su sospechoso, el único que tiene a mano y por eso le cree culpable, pues, para él, no hay duda, sobre todo tras escucharle unas palabras. De modo que se erige en jurado, juez y verdugo; desata su brutalidad y su venganza, tal vez porque en su colera sienta que puede huir de la idea que le nubla el juicio. Aunque estuviese en lo cierto, ¿podría llamarse justicia? ¿Secuestrar al presunto sospechoso le devolverá a sus hijas? ¿Calmará su dolor? ¿Desaparecerá su odio? ¿Podrá seguir viviendo en la esperanza a la que se aferra en su desesperación? Lo dudo…

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