Bajo este puente duermo cada noche, sobre un colchón que encontré al lado de un contenedor. Es uno de esos colchones que ya nadie quiere, pero que aún resulta más cómodo que la manta y los cartones sobre el suelo de tierra y piedra que hasta hace tres días me servían de cama. Las últimas noches están siendo frías y lluviosas. Ahora, arrecia el viento y estoy asustado. El miedo es intangible, pero lo siento casi físico; lo llevo dentro, lo sé. Me lo genera un punto entre la realidad que observo y la que interpreto.
Arriba, la carretera de seis carriles, en su centro, la rotonda y sus salidas en cuatro direcciones, aunque todas conducen a las prisas y una lateral lleva directamente al centro comercial cuyas luces de neón iluminan la noche en la ciudad. Son como estrellas artificiales. Días atrás, cuando todavía no llovía, asomaba la cabeza fuera para contemplar su resplandor y sentir algo de luz en la oscuridad. Son más cercanas que las naturales que brillan en el firmamento, las que se pueden contemplar las noches de verano en la parte sin árboles de la senda que pasa bajo este puente que ahora ocupo.
Cada tarde, casi al anochecer, veo pasar a los corredores y a los caminantes que transitan a última hora por estas sendas urbanas. Algunos pasean a sus perros por el camino, a orillas del río. No escucho su corriente, ahogada por el insistente y furioso sonido de la lluvia y del viento. No puedo dejar de sorprenderme, al pensar que esos perros están más limpios y mejor alimentados que yo, que todavía me niego a robar tomates, pimientos y zanahorias de las huertas vecinas. Por ahora, me alimento de productos caducados que los bares y las tiendas tiran en los contenedores. Busco antes de la recogida, después de observar que nadie hay cerca. Supongo que con el tiempo perderé mis valores, o tal vez los conserve hasta el final, no lo sé; en todo caso espero dejar de sentir vergüenza, aunque no me avergüence de ser quien soy.
Los perros y sus amos pasean durante el día y al atardecer los días claros. También los hay que se dejan ver los lluviosos. Algunos se acercan y me husmean; alguno ha dejado sus cacas hoy aquí. Nadie las ha recogido, no es la primera vez que sucede; supongo que los dueños rechazan acercárseme. No envidio a los perros, tampoco a sus amos, aunque vivan arropados por esos canes que les quieren y les humanizan, a los que hablan cariñosamente como si fuesen a entenderles o fuesen bebés. Sus perros son fieles y felices en su ignorancia, en su rol impuesto, mas no son conscientes de su suerte; y si lo son, ¿sabrán que solo es su cotidianidad, su ir y estar con esa gente que les proporciona un hogar cómodo y seguro? Quizá no tanto, pues la seguridad es una extraña sensación que a menudo desaparece sin avisar.
¿Querría eso para mí? ¿Vivir en la inconsciencia? ¿En la felicidad absoluta, que solo es posible en la plena e inamovible ignorancia, en la sensación de bienestar generada por una falsa idea de seguridad, falsa porque un día te la arrebatan o desaparece sin previo aviso? ¿Soy menos que un perro? Para sus dueños, sí. ¿Y que otro ser humano? Lo dudo, incluso después de varios meses en la calle sigo pensando y soñando, temiendo, recordando; y mi cuerpo continúa latiendo, sintiendo, padeciendo.
Sabía que esto iba a llegar y aun así preferí la posibilidad a aceptar las reglas de un juego que me encadenase y me borrase. No, la decisión y la responsabilidad han sido mía, no me arrepiento. Volvería a negarme a vivir en un mundo que te arrincona, te insensibiliza y te esclaviza, uno que no respeta a los demás, carente de generosidad y que ya no siente compasión, salvo en la apariencia de sentirla. Aparte de las personas a las que le importaba y me importaban, lo que más añoro de mi vida pasada es la sensación de sentirme limpio, la que me proporcionaba la ducha diaria, y mis libros, quizás los culpables de que sea así y no de otro modo. No intento decir con esto que sea un personaje quijotesco; no confundo mi realidad con las de mis libros. ¿O sí? ¿Dónde estarán? ¿Quién los tendrá? En ellos quedan parte de mi sentir, de mis pensamientos, de mi humanidad, en los márgenes escritos a lápiz, llenos de ideas que se perderán. Solo parece quedar el aislamiento; a diario veo pasear por aquí el interés por lo propio y el que le den a lo ajeno, a cuanto no encaje dentro de lo que queremos y pretendemos. Ese caminar es del que me quise desentender desde hace mucho tiempo; me dije “no”, que no quería eso para mí.
Y ahora aquí estoy, jugué mis pocas cartas, juegue contra la lógica impuesta, arremetí contra la norma y me aparté de lo usual, de lo que la mayoría asume como normal, e intenté caminar mi senda y construir mi vida sin querer herir a nadie; pero contra lo que se esperaba de mí, que es lo que se espera de tantos. Según su baremo, perdí por no hacer caso, quizá por vago de profesión, aunque este fuese un trabajo agotador. Tantas horas entregadas a crear historias y pensamientos. Tal vez estuviesen en lo cierto y todos mis pasos dados solo fuesen excusas para un mal caminar, más en la distancia que a contracorriente. ¿Quién sabe? ¿Quiénes pueden juzgarnos? ¿Quién conoce las emociones, anhelos, ideas y sentimientos que arden en nuestro interior y nos ponen en marcha? ¿Quién determina el sentido que damos a nuestras vidas?
Ya es tarde, lo sé porque ya hace casi veinte minutos que apenas se escucha trágico arriba, bajo este puente donde todavía me aferro a la idea de que continuo en el juego. No siento derrota, solo frío y miedo, hambre y la cercanía de la muerte que ronda; la siento en las miradas de los caminantes. Sé que mí presencia aquí, bajo este puente, en un oscuro rincón de su paseo feliz, les molesta, tal vez porque les ofrezca una imagen de lo que nunca querrían ser. Tampoco yo lo quise…

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