miércoles, 26 de noviembre de 2025

Los fantasmas de Goya (2006)


La historia bascula entre épocas oscuras y otras más luminosas, y en cada una de ellas se gesta y se lleva la otra. Ha sido así a lo largo de los siglos, el cómo seguirá siendo queda para el futuro, cuando ya sea el pasado de otros y hablen de este momento. Entonces, presumo que habrá quien recogerá del ahora (su ayer) y mostrará una realidad que no será esta, pues nunca puede atraparse aquella que ya expiró, del mismo modo que no serán los mismos personajes, aunque se inspiren en los reales. Nadie puede vivir dos veces, pero sí recrear los fantasmas de la historia (y los propios) y representarlos en la pantalla, sobre un lienzo, en una partitura o en las hojas de los libros. Eso es lo que en cierto modo hace Milos Forman cuando recoge de su ayer a Mozart, Larry Flynt, Andy Kaufman o Francisco de Goya y los acerca a su presente, desde el cual realiza no biografías de estos personajes, sino películas que, tomando de ellos, accede a ensoñaciones y realidades que pueden descubrirse en los presentes en los que las rueda. Como artista, Forman despliega su creatividad, fantasea, se aleja de la realidad del momento representado para crear otra; y como exiliado, conoce esa otra realidad que amenaza la libertad y los derechos (entre ellos, el de discrepar y el fantasear ser libre), pues tuvo que irse de su país en 1968 donde otro tipo de inquisición, distinta en ideología a la expuesta en la primera mitad de Los fantasmas de Goya (Goya’s Ghost, 2006), perseguía a herejes que no comulgaban con la política comunista dependiente de la soviética impuesta después de la Segunda Guerra Mundial —en 1946, los comunistas ganaron las elecciones, y en 1948 dieron el “golpe de febrero” con el que se hacían con el control absoluto del país en el que dictarían hasta 1989—…


Igual que antes había sucedido con Mozart en Amadeus (1984), el Goya (Stellan Skarsgård) que se nos muestra podría llamarse de cualquier otra forma, puesto que dista del Goya histórico. Aparte, no es el centro de atención de la que sería su penúltimo largometraje, sino un personaje puente que le permite acceder a otros como el padre Lorenzo (Javier Bardem), un inquisidor antes y después de colgar los hábitos, puesto que nunca deja de ser fiel servidor del Poder establecido y de sí mismo, o Inés (Natalie Portman), la joven a quien la Inquisición encierra y “pone a cuestión” (eufemismo de tortura), acusada de judaísmo y de quien Lorenzo abusa cada vez que la visita. La historia propuesta por Forman da comienzo en 1793 y abarca hasta inicios del siglo XVIII, metiendo entre medias la Revolución Francesa y la imposición napoleónica en el trono español de José Bonaparte, hermano de aquel general arribista que, excusándose en las difusión de las ideas ilustradas y revolucionarias, impone su dictadura en Francia, totalitarismo imperial que guerra tras guerra, e invasión tras invasión, pretende llevar a toda Europa. Así, tanto la época como Mozart, Flynt y Goya, sirven al cineasta checo para adentrarse en la intolerancias y la persecución. En esta ocasión, la última suya, llevó a la pantalla la figura de Goya, que le sirve como testigo de la acusación de herejía de Inés y también de los desmanes de la época, no tan distintos como puedan parecer de la época vivida por Forman en su país o la que se pueda vivir en la actualidad en distintos lugares del planeta; puesto que la acusación de herejía y la inquisición han abandonado la Iglesia; es decir han cambiado su rostro y de casa, pero las persecuciones por divergir no han desaparecido. A Forman y a su coguionista Jean-Claude Carrière poco les importa la realidad historia de finales del XVII, principios del XVIII, pues les importa la situación que el primero expone en la pantalla, la que habla de esa situación que, con sus variantes históricas, se repite, que se vivió antes y después de la vida del genial pintor aragonés, que hubo de vivir sus últimos años en el exilio francés, momento que inspiró a Carlos Saura su Goya en Burdeos (1999)…

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