jueves, 27 de noviembre de 2025

Rafael Argullol, entre el simulacro y los espectros


Me encantan los atardeceres, pero no más que los amaneceres; quizá los primeros sean o pasen por más nostálgicos y los segundos se abran a un nuevo día; ¿quién sabe, si el tiempo y nosotros mismos somos tan cambiantes y contradictorios que, a veces, los crepúsculos se antojan esperanzadores y los despertares tristes y melancólicos? En todo caso, las ideas son variables, al menos las que huyen de los absolutos y de los grandes ideales, aquellos que encadenan y, transformados en la obsesión de “iluminados” que arrastran a las masas, desatan no pocos peligros. Me gustan las ideas que dudan de esas grandes iluminaciones y de tanto ídolo de barro, de escena, de pedestal, de púlpito o de papel a los que se encumbra porque parece que la idolatría forma parte de nosotros desde nuestro origen pensante. Hay ideas que se estancan y otras que invitan a evolucionarlas e incluso a revolucionarlas. Las primeras me generan cierto rechazo, pues me parecen dogmas o se establecen en él. Ya existe bastante intolerancia, como para contribuir con más. Así que me decanto por las sugerentes, que son aquellas que me invitan a pensar, aunque luego solo desvarie o me aleje de la premisa inicial. Pero este es privilegio y el camino enrevesado de quien piensa, no de quien acata sin plantearse por qué lo hace, para qué y a quién beneficia el orden establecido.

Platón no lo reconocería, negaría que estuviese equivocado cuando afirmó que las ideas eran la vía hacia el conocimiento supremo, la verdad y el Bien, y que los sentidos eran un atajo que nos llevaba inevitablemente a la confusión de la realidad. De hacer caso exclusivo a los cinco, solo sentiríamos sombras, sonidos, olores, sabores, texturas que nos depararían sucedáneos de la realidad misma, pero nunca nos proporcionarían el conocimiento, la verdad, el acceso a la idea suprema. Y en un aparte, me pregunto si el alumno más popular de Sócrates —no sé si el más brillante, puesto que, para determinarlo, habría que conocerlos a todos y aun así, seguro que me equivocaría al juzgarlos— olvidó cuestionarse; es decir, plantearse si estaba errado, si la tal idea existía más allá de su deseo de existencia o solo era otra invención más entre tantas nuestras. Es cierto que no lo dijo de este modo, pero quien quiera puede leerlo en su obra, por otra parte imprescindible en la fundación de nuestra cultura. Su república y sus banquetes eran distintos a los actuales, que tampoco son las orgías romanas que nos llegan a través de la pantalla, de la literatura o de las malas y buenas lenguas; mas en su obra queda clara su dualidad platónica, en la que la superioridad de las ideas sobre las impresiones proporcionadas por los sentidos es absoluta. Pero lo que no vio (o no quiso ver) fue que las ideas mienten igual de bien o mejor que el sentido más mentiroso, porque en nuestra existencia verdad y mentira caminan juntas. A veces, son imposibles de distinguir e incluso, distinguiéndolas, de disociar. No dudo que en conciencia, Platón dijese su verdad, puesto que era un poeta y un filósofo, y como ambos que se precien, aspiraba a ella. Ni pongo en tela de juicio que se engañase; lo doy por hecho, puesto que el ser humano no despertó a la inteligencia, como se suele presumir para distanciarnos del resto de animales, pues parece avergonzarnos nuestro origen animal, más bien debido a la ambición de divinidad que justificase nuestra capacidad de creación y destrucción, nuestro intento de dominar la naturaleza y el de unos pocos por dominarnos a todos. Así, caímos en el engaño; no el de los sentidos sino en el de las ideas dogmáticas —incluyo en el lote las que se disfrazan de liberales—. Ellas son las que crean las mentiras y las ilusiones con las que mitigamos nuestros miedos, dolores y angustias. Nos ayudan a disimularlos, y así se convierten en ideas aceptadas, en verdades heredadas a lo largo de los siglos durante los cueles el ser humano huye de la verdad. Para eso crea la mentira, el engaño, el autoengaño, la ilusión, los grandes ideales, cualquier imagen que pueda calmar su miedo y otras cuestiones con las que adorna su condición. No creo que busquemos la verdad, sino para qué toda la invención, los cuentos, las leyendas, el arte. Aparte, de buscarla, sospecho que el mundo sería distinto; no sé si mejor o peor, pero sí diferente al nuestro.

Si lo dicho hasta ahora tiene algún sentido, seguiré desvariando y diré que, ya desde mucho antes de que Jean Baudrillard ensayase su Cultura y simulacro (1978), vivimos en un mundo de apariencias, de imágenes y mitos que pasan por verdaderos desde el nacimiento de nuestra cultura occidental; cuyo origen se remonta a la griega y la judía, posteriormente fusionada en la romana e impuesta al resto de occidente por conquistadora romanización. Así, como quien no quiere la cosa, a base de guerras y conquistas —pues no deja de ser una mentira más entre tantas que el Romano fue un imperio tolerante porque permitía mantener algunas costumbres a los pueblos conquistados, nimiedades que no amenazarían su poder; únicamente lo simuló, y solo cuando las situaciones eran las deseadas—, que es uno de los deportes favoritos de la humanidad, se expandió por las distintas áreas del Imperio, desde el norte de África hasta las fronteras del Rin y la muralla de Adriano, desde los distintos finisterrae atlánticos hasta las orillas mediterráneas de Asia Menor. Así, la grecorromana y judeocristiana se extendió por toda Europa y de esta a los lugares colonizados por las distintas potencias europeas a lo largo de los siglos hasta la actualidad, en la que el simulacro forma parte de nuestras vidas, quizá para dominarnos, quizá para calmarnos, en todo caso para hacer de la mentira, verdad.

¿Quién recuerda cuando creamos la mentira para hacerla pasar por verdad? Pues esta era incómoda, daba y da miedo, un miedo que se mitiga con la invención, simulando la realidad, haciéndola pasar por otra menos terrorífica. <<El seductor promete y engaña […] También el redentor promete y engaña. Sin embargo, la salvedad es que este último no deja translucir en ningún momento la mentira y, a fuerza de no hacerlo, llega a convencerse de que es portador de la verdad. Esta es la gran diferencia entre el mundo del soldado de Maratón y el mundo del visionario de Patmos. Seducción frente a redención.  Nosotros, aupados por un invencible miedo y una oscura ambición, las hemos unido poniendo la bella mentira al lado de la brutal verdad. El resultado ha sido una perpetua confusión entre ambas>>, * escribe Rafael Argullol en El fin del mundo como obra de arte (1991), obra literaria en la que crea una espléndida farsa sobre nuestra cultura del simulacro, una cultura de espectros, de espejismos que velan, y que sitúa su inicio literario entre Esquilo y Juan de Patmos, respectivos autores de Prometeo encadenado y Apocalipsis. Así, partiendo de Io, cuyo castigo planea por el libro, de Prometeo, figura del seductor, imagen de la tragedia griega, y de Juan, la del redentor, Argullol crea una farsa (tragicomedia) que desarrolla en el escenario del mundo, el nuestro, el que hemos creado y aceptado a lo largo de nuestra historia y de nuestros mitos…

*Rafael Argullol: El fin del mundo como obra de arte. Acantilado, Barcelona, 2007.

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