<<En la mesa de la profesora hay unos libros, unos cuadernos y dos vasos de grueso vidrio verdoso con unas florecillas silvestres amarillas, rojas y de color lila. La maestra, que acompaña al viajero en su visita a la escuela, es una chica joven y mona, con cierto aire de ciudad, que lleva los labios pintados y viste un traje de cretona muy bonito. Habla de pedagogía y dice al viajero que los niños de Casasana son buenos y aplicados y muy listos. Desde afuera, en silencio y con los ojillos atónitos, un grupo de niños y niñas mira para dentro de la escuela. La maestra llama a un niño y a una niña.
—A ver, para que os vea este señor. ¿Quién descubrió América?
El niño no titubea.
—Cristóbal Colón.
La maestra sonríe.
—Ahora, tú. ¿Cuál fue la mejor reina de España?
—Isabel la Católica.
—¿Por qué?
—Porque luchó contra el feudalismo y el Islam, realizó la unidad de nuestra patria y llevó nuestra religión y nuestra cultura allende los mares.
La maestra complacida, le explica al viajero:
—Es mi mejor alumna.
La chiquita está muy seria, muy poseída de su papel de número uno. El viajero le da una pastilla de café con leche, la lleva un poco aparte y le pregunta:
—¿Cómo te llamas?
—Rosario González, para servir a Dios y a usted.
—Bien. Vamos a ver. Rosario, ¿tú sabes lo que fue el feudalismo?
—No, señor.
—¿Y el Islam?
—No, señor. Eso no viene.
La chica está azarada y el viajero suspende el interrogatorio>>
Camilo José Cela: Viaje a la Alcarria
Tanto la niña como la maestra, también el niño que responde Cristóbal Colón, no son muy distintos a otros niños y niñas, maestros y maestras de la época en la que Cela recorre la Alcarria en 1946; pero tampoco lo son de otros que llegarían después y que existen hoy, cuando tantos docentes destacan por un infantilismo, ingenuidad e incapacidad autocrítica, similar a la del propio alumnado y al de tantas madres y padres que rehuyen responsabilidades, sueltan lastre y achacan todos los males de sus retoños al profesorado; cabe recordar que la educación no es solo la formal y que la mayor parte de su tiempo, las alumnas y el alumnos son niñas y niños, hijas e hijos que no se encuentran en el centro educativo y que experimentan un aprendizaje informal en la calle, en sus hogares y, hoy, también a través de los medios y las redes sociales, igual o más determinante que el reglado y asumido en los centros de enseñanza donde el profesorado no debería ser un “policía” ni verse obligado a responsabilizarse de aquello que corresponde a los progenitores y al propio protagonista del aprendizaje en el que irá madurando habilidades, capacidades, su identidad, su mirada, su relación con el entorno y consigo mismo...
A diferencia de los padres de la época de Cela, que eran de los de “la letra con sangre entra”, o de la del filósofo y pedagogo estadounidense John Dewey, que buscaba una escuela democrática y creadora de mentes libres y críticas, muchos de los actuales suelen ser (sobre)protectores y permisivos en exceso, complacientes con las exigencias de sus retoños, más amigos que padres y madres, algo así como colegas, siervos y chóferes que a veces se ven desbordados y sometidos a los caprichos infantiles de pequeños dictadores a quienes consienten todo y más; claro que también los hay opuestos. ¿Y en un término medio? En todo caso, unos y otros suelen preferir para sus hijos e hijas un aprobado regalado (incluso llegan a presionar para lograrlo) a la oportunidad de un aprendizaje que, a la larga, resultaría más beneficioso para sus querubines. Ni siquiera aquellos que se han formado en otras pedagogías distintas a la nacionalcatólica, y presumen de que la suya tiene al individuo como centro, son tan distintos a esa maestra orgullosa de que sus alumnos sepan las respuestas a preguntas simples. ¿Y las complejas? ¿Quién las responde? ¿A quién le interesa que se planteen, más que se respondan?
Los sistemas educativos se encuentran en manos de burócratas y guardianes al servicio de los poderes dominantes, los cuales siempre buscarán formar especímenes que les sirvan, modelos funcionales y fácilmente sustituibles, útiles en el sentido de que tengan una utilidad práctica para los sistemas que los dirigen. La diferencia entre una buena y peor educación no se encuentra en el conocimiento de datos, nombres y fechas, sino en el aprendizaje, que es el dar pasos en la construcción de mentes inquietas; las que ningún sistema quiere, sea autoritario o democrático, porque son críticas y podrían ir más allá de la protesta simplona, del adoctrinamiento en tal o cual ideología, o de la manipulación a la que son propensas aquellas que no se plantean a sí mismas ni las ideas que dan por válidas o verdaderas. En el plantearse no el quién, sino el cómo, el por qué, el para qué… Es decir, una buena educación implica el hacerse preguntas, el dudar de las propias respuestas, el nunca quedarse satisfecho, el permanecer en la inquietud y la curiosidad. Esto ya lo anunciaban los discípulos de Sócrates, a quien atribuyeron algo así como “Solo sé que no sé nada”, la única certeza que el maestro se permitía porque era la única que le posibilitaba desconocer y lo que ello implica: preguntarse y buscar respuestas. Siglos después, Descartes llegó a la conclusión de que pensaba. Dicho así, suena estúpido; pero resulta una afirmación inteligente, ya que basa la existencia humana en el pensamiento…
Durante la mayor parte de la historia, la educación no ha sido un derecho, sino el privilegio de élites que controlan al resto, mayoría a la que convierten en mano de obra y someten (con o sin disimulo) mediante el miedo, la ignorancia, incluso con la idea de felicidad. En la actualidad, dudo que en muchos lugares lo sea, al menos una educación libre, auténtica, por y para el individuo que la protagoniza, una que no se encuentre supeditada a intereses que no sean propios de la educación, pues, por lo general, esta ha obedecido siempre a razones del sistema, de las clases dominantes o del Estado, el cual, en cualquier época, lo forman las élites, no la totalidad y disparidad poblacional. No pocas veces se observa que esos centros de poder implantan una educación formal y no formal especializada, que les sea útil y que depare tipos fácilmente manipulables, aunque la versión oficial sea siempre la mejora. Claro que esta no deja de ser otro eslogan populista, que se une al somos iguales, somos únicos y somos diferentes. En todo caso, son eslóganes y frases hechas según el criterio y la necesidad propagandística del instante y del populista de turno, el que ayer convencía a gritos de ¡viva nosotros! y ¡muera el resto!, y el que hoy suele convencer empleando una retórica festiva en la que hace creer que todos participan y de la que todos son los únicos protagonistas. ¿Lo son? ¿Puede darse tal posibilidad? Y de darse, ¿sería beneficioso o peligroso para el individuo como tal? ¿Qué fines se persigue con esta u otra educación? ¿Para qué? ¿A qué obedecen y a quién sirven dichas finalidades? ¿A quien se supone protagonista o a quien crea la ilusión del protagonismo para que cientos, miles o millones de extras redunden en su beneficio?
Lo ideal y, por tanto, imposible, sería dejar las cosas claras respecto a los propósitos que se persiguen, que es algo que dudo se haga, puesto que la mayoría de circunstancias e intereses, las cuestiones y los verdaderos objetivos, permanecen ocultos a los comunes, que somos la gran mayoría, por mucho que ahora nos contenten con el espejismo de lo contrario; en esta imagen irreal de darnos a conocer al mundo, las redes sociales y las numerosas páginas contribuyen no poco. En cualquier caso, el individuo, consciente de su individualidad, no precisa que le recuerden su diferencia, puesto que la asume natural, igual que asume que forma con otras individualidades un conjunto que nunca podrá ser un “todos”, ya que la existencia de diferentes conjuntos y de singulares es inevitable y beneficiosa. Esto es importante comprenderlo, porque se trata de vivir en la tolerancia, y esta implica y exige respeto en todas las direcciones, no solo en las que interesan a quienes están al mando u ostentan el poder, o a quienes se sitúan en un grupo u otro, en mayorías y minorías aplastantes que presionan y atacan a cualquiera del otro lado. Respeto y tolerancia, también solidaridad, que solo parece existir en el gesto, pero no en el día a día, son las bases para que cualquier espacio heterogéneo funcione. Esto suena a utopía o a una finalidad hacia la que avanzar, aun conscientes de que no podrá alcanzarse, pero sí mejorar su tránsito, mejora que introduce la idea de evolución, imagen que va de la mano del aprendizaje y del educar. Por otra parte, la consecución de un título no implica que la educación haya concluido, ni el éxito ni el fracaso que se le atribuye, puesto que la educación no es ningún fin, tampoco un medio, sino intrínseca al recorrido existencial que se inicia al nacer y concluye con la muerte. Otra historia es la llamada educación oficial, la que se ubica en el periodo y el espacio escolar donde se titula y el título adquiere finalidad, la que persiguen tanto los padres como los escolares. Y en esta, uno de sus mayores avances, se dio al establecer al individuo en el centro mismo; es decir, que sea principio activo de su educación. Pero, al tiempo que se fue avanzando, como parte de nuestra contradicción, también se fue cayendo en errores como uniformar, y presumir de hacer lo contrario, o hacer del profesorado una comparsa, víctima potencial y posible marginado de su función docente, que parece supeditada a los resultados estadísticos y no a guiar el desarrollo del educando que, en casos extremos, animado por la idiocracia dominante, se erige en victimario.
Situaciones de este tipo se encuentra ahí y, aunque la apariencia y la propaganda apunten lo contrario, cualquier ojo crítico puede observarlas y concluir que hoy prevalece el “queda bien” político y la burocracia, el querer vender al público y a los electores logros inexistentes, salvo en el manejo del papeleo, “logros” que, en su mayoría, no dejan de ser trabas que entorpecen la labor natural de los docentes y el caminar educativo del alumnado, al que se le ha bajado el listón. Se le consiente todo y más, en casa y en de la enseñanza académica, mientas que se repite cara la galería que se les prepara para encarar las situaciones que se les presentarán en posteriores etapas. ¿Cómo es posible? ¿Cómo preparar a alguien para su porvenir? ¿Dejándole en manos de adivinos o entregándole el control ya no de su educación (que, en la medida que sea consciente de sí, siempre será suya), sino del medio donde esta se desarrolla, ya sea en casa, en la escuela o en el instituto?
Una educación libre no es la que permite todo, ni la que, para ganarse las simpatías de las corrientes dominantes del momento, acepta que lo prioritario son los resultados numéricos, esas estadísticas que puedan interpretarse a gusto de quienes las manejan, para convencer y justificarse. Pero los humanos no somos ni números ni medias aritméticas, y la realidad es la que nos descubre que somos seres racionales y emocionales, contradictorios y conflictivos, entre la disposición a evolucionar o al quedarse estancado en la comodidad de que nos lo den todo hecho. En cualquier caso, nos demuestra que somos manipulables, en mayoría brutos e ignorantes, y que la mejor herramienta para superar ese estado de ignorancia es la educación, la curiosidad y el aprendizaje, desde nuestro nacimiento a nuestra muerte. Parte de ese periodo educativo, el llamado oficial, abarca las primeras décadas de vida. En centros de enseñanza pasamos nuestros años de formación académica, al tiempo que se produce nuestra maduración emocional y se va creando la personalidad que irá definiendo cada ser. En esos centros que hoy parecen libres de enseñanza, hubo un tiempo en que alguien soñaba que la enseñanza fuese libre y ayudase al individuo a cultivar su libertad de conciencia, a ser y pensar por sí mismo, independiente, cultivando una actitud crítica, liberadora y abierta, que no tuviese miedo al esfuerzo ni al fracaso, ya que este solo venía determinado por agentes externos a la propia enseñanza. Quedaba establecido por el sistema. Influenciado por la corriente filosófica originada por el alemán Karl Krause, que fue introducida en España por Julián Sanz del Río, profesor de Francisco Giner de los Ríos. Y este alumno fue quien, durante su exilio en Cádiz, maduró la idea que dio pie a la Institución Libre de Enseñanza, la cual abriría sus puertas el 18 de mayo de 1876, abriendo también una puerta a la esperanza de una educación cuya prioridad no era servir ni a las estadísticas ni al poder dominante, sino liberar al individuo capacitándolo y exigiéndole un pensamiento abierto, analítico, creativo, (auto)crítico… En esa estamos, a la espera de que ideas como las de Giner de los Ríos o las de Dewey dejen de ser utópicas o experimentos aislados y la educación pueda desarrollarse libre, por y para todos.

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